lunes, 7 de junio de 2010

La Dinastía V (2494-2345 a.C.)

No se sabe con seguridad si algún lazo familiar unió a los últimos representantes de la dinastía IV con los primeros de la Dinastía V. En todo caso, las circunstancias históricas exactas que llevaron al trono al primer rey de esta Dinastía, Userkaf, están enmascaradas por la mitología. En efecto, una leyenda que nos ha sido transmitida por el Papiro Westcar —cuya composición data del Imperio Medio— hace a los tres primeros soberanos de la Dinastía hijos carnales de He y protagonistas de un auténtico cambio dinástico, que habría sido anunciado por una profecía al propio Quéope. Este es el texto del Papiro Westcar:

El rey Quéope j.v. (justo de voz) dijo entonces: «¿Y se dice aún que conoces el número de las habitaciones secretas del santuario de Tot?». Dyedi respondió: «Por favor, no conozco su número, oh soberano v.s.f. (que tengas vida, salud y fuerza), mi señor, pero conozco el lugar donde está». Su Majestad dijo: «¿Dónde está?». Y este Dyedi respondió: «Hay un cofrecito de sílex ahí, en una habitación llamada "Habitación del inventario", en Heliópolis. ¡Pues bien! está en este cofrecito». Su Majestad dijo: «Ve, tráernelo». Pero Dyedi respondió: «Soberano v.s.f, mi señor, no, no soy yo quien te lo traerá». Su Majestad dijo: «¿Quién, pues, me lo traerá?». Dyedi respondió: «Es el primogénito de los tres niños que están en el seno de Reddyedet quien te lo traerá». Y Su Majestad dijo: «Ciertamente, ¡esto me gustará! Pero a propósito de esto que ibas a decirme, ¿quién es esta Reddyedet?». Dyedi respondió: «Es la esposa de un sacerdote de Re, señor de Sajebu, que está embarazada de tres hijos de Re, señor de Sajebu; él (Re) ha dicho de ellos que ejercerán esta función bienhechora (la realeza) en todo este país y que el primogénito de entre ellos será Grande de los videntes (Sumo sacerdote) en Heliópolis». El corazón de Su Majestad se entristeció a causa de esto, pero Dyedi le dijo: «¿Por qué este malhumor, oh soberano v.s,£, mí señor? ¿Es a causa de los tres niños? He querido decir: tú, después tu hijo, después su hijo, y únicamente después uno de ellos».

(Cuentos del Papiro Westcar; traducción de G. Léfebvre, Romans et Cantes Égyptiens de l'Époque Pharaonique, París, 1976)

A la vista de la evolución política y religiosa de Egipto bajo el gobierno de los reyes de la dinastía todos los historiadores están de acuerdo, de todos modos, en la interpretación que hay que dar a la leyenda en cuestión; los reyes de esta dinastía no son sino criaturas del clero de Heliópolis, al cual deben el trono. El advenimiento de la Dinastía V significa, en definitiva, el triunfo del clero heliopolitano, indudablemente marginado por los poderosos faraones de la Dinastía IV y descontento de su situación, que con toda probabilidad ha aprovechado el conflicto religioso que ha tenido lugar durante el reinado de Shepseskaf para recuperar el protagonismo político perdido y, de alguna manera, imponer su propio candidato al trono.
Los nombres de los reyes de la Dinastía V siguen siendo para nosotros poco más que nombres, y sus hechos nos son apenas conocidos pues la información histórica que les concierne sigue siendo demasiado parca. En cambio, la información que poseemos sobre la sociedad de esta época empieza a multiplicarse de manera considerable, y sí que nos es posible seguir muy de cerca la evolución del país a lo largo de esta dinastía. Por consiguiente, cabe preguntarse si la poca información que poseemos de los reyes no obedecerá a su escasa personalidad. La consecuencia es que sus nombres nos sirven sobre todo como referencias cronológicas para situar los acontecimientos que tuvieron lugar durante la Dinastía V.
Si durante la Dinastía IV el culto funerario de los reyes se identificaba con el culto solar, una de las primeras consecuencias perceptibles del cambio dinástico es la separación del culto de Re con respecto al culto funerario. Así, a partir de Userkaf, primer soberano de la dinastía, cada rey deberá construir un templo solar además de su propio templo funerario y de su pirámide, por lo demás de dimensiones sensiblemente menores a las de sus predecesores. Ello tiene una explicación teológica: el soberano ya no es idéntico a Re, su encarnación misma como antaño, sino simplemente su criatura, su hijo; y para corroborar este hecho, a partir de esta dinastía los faraones completan su protocolo regularmente con el nombre de Hijo de Re, dando así la razón, en definitiva, a la leyenda sobre el origen de la dinastía. Asimismo, será característico de la dinastía el praenomen solar que llevarán la mayoría de sus componentes. Al mismo tiempo, la Piedra de Palermo nos relaciona casi exclusivamente actos religiosos en los anales de esta dinastía.
La supeditación teológica del monarca a la divinidad solar no podía dejar de tener consecuencias en la práctica, ya que como ha resaltado Pirenne, el absolutismo real descansaba en un fundamento religioso que el rey ya no controlaba. Dicho de otro modo, los monarcas de la Dinastía V debían, como ya hemos visto, el trono al clero heliopolitano, y ya no pudieron zafarse de las obligaciones contraídas para con quienes les habían aupado y se habían convertido en sus valedores en el momento decisivo del cambio dinástico. Así pues, la monarquía iba a pagar de forma excesivamente cara el apoyo que esta dinastía había recibido del clero.




La autobiografía de Uní (2400-2350 a.C.), grabada sobre un gran bloque monolítico de caliza —hoy en el Museo de El Cairo—, que en su día formó parte de la capilla exterior de la mastaba de tal personaje en Abidos, constituye un documento histórico de inapreciable valor: su cursus honorum,sus expediciones militares, sus trabajos para la pirámide de Merenre, en suma, todo su quehacer, permiten comprender muchos de los aspectos de los soberanos Teti, Pepi I y Merenre, de la VI dinastía.

Fiope I fue sucedido en el trono por su hijo mayor Merenre I, quíen en su corto reinado dio muestras de notable capacidad para gobernar. Concretamente, Merenre I nombró visir y gobernador del sur a Uní, personaje de origen humilde que protagonizó una carrera de funcionario ejemplar al servicio de la monarquía durante el reinado de Fiope I. Uni fue designado por el faraón para ocupar el cargo más importante de la administración del Estado obviamente por sus méritos personales. Quedaba claro con ello que Merenre I desconfiaba tanto de los altos personajes de la corte como de los poderosos gobernantes de las provincias, y que en cambio depositó su confianza en un funcionario de la vieja escuela. Uní, en efecto, fue el ultimo representante de la brillante administración del Imperio Antiguo capaz de permitír a cualquier persona escalar los más altos cargos del Estado sólo por méritos propios; y, como tal, Uní es el último de los grandes visires del Imperio Antiguo que desempeñó con gran eficacia las más altas responsabilidades que le fueron confiadas, incluida la de presidente de la Suprema Corte de Justicia, de la que por cierto fue también el último presidente efectivo. Podemos leer seguidamente el pasaje de su autobiografía concerniente a su actuación como juez:

Hubo un proceso en el harén real contra la esposa real gran favorita en secreto. Su Majestad (Fiope I) me nombró único juez, sin que hubiera ningún visir del Estado, ni ningún otro magistrado salvo yo, porque yo era capaz, porque yo tenía éxito en la estima de Su Majestad, porque Su Majestad tenía confianza en mí. Fui yo quien puso por escrito el proceso verbal estando solo... Jamás nadie de mi condición había oído un secreto del harén real anteriormente, pero Su Majestad me lo hizo escuchar, porque yo era capaz en la estima de Su Majestad más que cualquier magistrado suyo, más que cualquier dignatario suyo, más que cualquier servidor suyo.

(Uní, Autobiografía, traducido por Roccati, Littérature, cit.)

Es evidente que los cargos y responsabilidades desempeñados por Uni habían llegado a ser realmente molestos para los nomarcas del Alto Egipto. Ello quedaría bien pronto en evidencia con la muerte prematura de Merenre I, quien fue enterrado en Saqqara, en una pirámide cercana a la de su padre Fiope I. Merenre I falleció dejando como único heredero a otro hijo de Fiope I y medio hermano suyo, Fiope II, el cual era un niño de no más de seis años. La muerte de Merenre I significó, pues, la sentencia definitiva contra el Imperio Antiguo. Los nomarcas del Alto Egipto aprovecharon la minoría de edad de Fiope II para suprimir el cargo de gobernador del sur, apropiándoselo como un simple título honorífico más, y para acabar de desmantelar los últimos restos de la administración del Estado. Cuando el nuevo faraón llegó a la mayoría de edad se encontró con que la monarquía carecía ya de cualquier mecanismo de control sobre los nomarcas. La monarquía menfita, creadora del primer estado centralizado de la Historia, se acercaba al término de su evolución.
Fiope II tuvo un larguísimo reinado de noventa y cuatro años, en realidad el reinado más largo de la Historia, que va aproximadamente del 2278 al 2184 antes de Jesucristo. Durante todo este larguísimo lapso de tiempo, que puede calificarse de agonía de la monarquía, el soberano, convertido en mera figura decorativa, asistió a la ocupación del visirato por algunos de los príncipes miembros de las familias aristocráticas del Alto Egipto, que así controlaban además el poder en el Delta. También asistió a la desaparición pura y simple de la justicia real, usurpadas sus funciones y su administración por los nomarcas cada uno en su nomo. Finalmente, el rey tuvo que liquidar su ejército de tropas mercenarias debido a la imposibilidad material de mantenerlo; la monarquía quedaba así indefensa y a merced de los acontecimientos.
A pesar de todo ello, Fiope II realizó un postrer intento, utópico por lo demás, de salvar la situación: promulgó un decreto por el que suprimía de un plumazo todas las inmunidades concedidas por sus predecesores y que habían llevado al Estado a la ruina. El intento era, evidentemente, irrealizable, falto como estaba el rey de los medios coercitivos para llevarlo a la práctica, y ante las presiones generalizadas no hubo más remedio que derogarlo. A partir de este momento, la caída de la monarquía ya era sólo cuestión de tiempo.











La caída del Imperio Antiguo y los comienzos del Primer Período Intermedio

A su muerte, ya centenario, Fiope II se hizo enterrar en una pirámide construida en Saqqara Sur, muy cerca de la mastaba de Shepseskaf. Rodeada de pirámides secundarias para sus esposas, la pirámide de Fiope II es el centro de un magnífico conjunto funerario en todo comparable al de Sahure y dotado de Textos de las Pirámides. Ciertamente mente, lo que no le faltó al anciano rey fue tiempo para completarlo.
Es verdaderamente difícil, a partir de este momento, hacerse una idea aproximada del desarrollo de los acontecimientos. La razón no es otra que la falta casi total de información. De hecho, ya la última parte del reinado de Fiope II se encuentra en una oscuridad absoluta, y tan sólo podemos imaginarnos que la prolongada vejez del soberano hubo de apartarle necesariamente de los negocios del Estado, con lo que la nave del Imperio Antiguo se había quedado definitivamente sin capitán. Por lo demás, esta ausencia de información es siempre característica de las épocas de crisis.
Puesto que los monumentos contemporáneos son casi mudos a propósito de los sucesores de Fiope II, nos vemos constreñidos al uso de las listas reales, especialmente el Canon Real de Turín y la Lista de Abido, con mucho la más completa. Así, sabemos que el sucesor de Fiope II fue su hijo Merenre II, que tuvo un reinado efímero. Según el Canon de Turín, los dos últimos reyes de la Dinastía VI fueron una mujer, Nitocris, y un niño, Neferkare II. El hecho de que una mujer pudiese ocupar en propiedad —no como consorte— el trono faraónico merece un comentario. En efecto, según Manetón, desde la Dinastía II una ley permitía a las mujeres ser reyes a igual título que los hombres. Esto es de destacar, puesto que Egipto fue el único país de la Antigüedad que permitió a las mujeres acceder a la suprema jefatura del Estado, y varias mujeres fueron efectivamente faraones a lo largo de la Historia, la primera de las cuales fue precisamente Nitocris.
No obstante, hay que reconocer que en la práctica no era normal ver a una mujer reinar. Sólo circunstancias muy excepcionales eran capaces de llevar a una mujer al trono, como sin duda lo fueron las convulsiones de finales de la Dinastía VI que entronizaron a Nitocris. Además, es seguro que el hecho impresionó a los egipcios, puesto que la leyenda posterior se apoderó de la figura de esta mujer-rey. Después de Neferkare II, el Niño, la Lista de Abido menciona aún una serie de ocho reyes que no conocemos por ninguna otra fuente. Este hecho puede ser debido a los lazos familiares que unían a la Dinastía VI con los nomarcas de Tinis, en cuya circunscripción se encontraba Abido. Fiope II había mantenido relaciones fraternales con estos nomarcas y es, por consiguiente, lógico que ellos hubiesen sido los últimos en dar apoyo, si no asno, a los postreros representantes de la Dinastía VI tras la revolución que derribó la monarquía en Menfis. Así, el recuerdo de su nombre se habría conservado sólo en el nomo tínita y por ello fue recogido en la Lista de Abido.
La larga lista de reyes sucesores de Fíope II no debe engañarnos, puesto que el reinado de todos ellos no debe ir mucho más allá de unos diez años. Es verosímilmente en algún momento de estos diez años, tal vez hacia el final de los mismos, cuando se produjeron los graves acontecimientos que conocemos por un documento excepcional, las Lamentaciones de Ipu-ur, la única fuente en realidad que nos proporciona los detalles del desenlace final de la situación que, desde hacía tiempo, se estaba incubando en Menfis.
La experiencia histórica demuestra que muchas veces las revoluciones precisan para estallar un detonante que puede ser un hecho exterior, como por ejemplo una guerra. Desde esta perspectiva es posible suponer que el desencadenante de la revolución menfita fuese la invasión del Delta por los asiáticos. Ya hemos dicho que desconocemos cuál era la situación del Bajo Egipto a finales del Imperio Antiguo. En todo caso, sabemos que el ejército real había dejado práctica-mente de existir durante el reinado de Fiope u, lo que dejó sin duda indefensas las fronteras del Bajo Egipto. Los asiáticos de Palestina y Si-ría, descendientes de aquellos a los que venció Uní años antes, hubieron de darse cuenta y aprovecharon la ocasión. Ipu-ur, en sus Lamentaciones, atestigua que una de las calamidades de su tiempo es la invasión y conquista del Delta por los asiáticos. Este hecho, grave de por sí, sirvió además para poner de manifiesto la suprema debilidad del Estado y de la monarquía, y en medio de la anarquía consiguiente estalló la primera revolución conocida de la Historia, descrita además de forma gráfica precisamente con este nombre por Ipu-ur: «En verdad, el país gira sobre sí mismo —revoluciona— como el torno del alfarero». Veamos ahora una amplia selección de pasajes de sus Lamentaciones referidas a la revolución social:

¡En verdad! el País está lleno de bandas. Se va a arar con el escudo... ¡En verdad! el Nilo discurre, pero no se ara, ya que cada cual dice: «No sabemos lo que sucederá en el País». ¡En verdad! las mujeres son estériles y no quedan encintas. Cnum ya no crea a causa del estado del País. ¡En verdad! los mendigos se han convertido en dueños de tesoros. Quien no se podía hacer sandalias, hoy posee bienes... ¡En verdad! muchos muertos han sido echados al río. La corriente se ha convertido en una tumba, y el lugar puro (la tumba) se ha convertido en la corriente. ¡En verdad! los ricos están de luto, los pobres de fiesta. Cada ciudad dice: «¡Expulsemos a los poderosos que están entre nosotros!». ¡En verdad! el País gira (revoluciona) como el torno del alfarero... ¡En verdad! el desierto se ha extendido sobre la tierra cultivada. Oro, lapislázuli, plata, turquesas, cornalina, amatistas y mármol cuelgan del cuello de las sirvientas. Las riquezas se han convertido en paja para el País. En cambio las señoras de la casa dicen: «¡Ojalá tuviésemos algo para comer!». ¡En verdad! los cuerpos de las señoras sufren por los andrajos. Se avergüenzan cuando se las saluda... ¡En verdad! viejos y jóvenes dicen: «¡Ojalá estuviese muerto!». Los niños dicen: «¡Ojalá no hubiera nacido!». ¡En verdad! la descendencia de los nobles es golpeada contra los muros, los recién nacidos son expuestos en el desierto... Se roban los desechos del morro de los cerdos, y no se dice: «Esto es mejor para ti que para mí», a causa del hambre... Las fórmulas mágicas son divulgadas. Los encantamientos hacen furor, ahora que están al alcance del pueblo... Los funcionarios son asesinados y sus registros echados fuera. ¡Ay de mí por la miseria de tales tiempos!
Hete aquí que aquel que estaba enterrado como Halcón (el rey) es arrancado de su sarcófago. El secreto de las pirámides es violado. Hete aquí que unos pocos hombres sin leyes han llegado hasta el extremo de dejar la tierra sin realeza... El ureo ha sido echado de su guarida. Los secretos del rey del Alto y del Bajo Egipto son revelados. Hete aquí que la Residencia (Mentís) se encuentra en el terror por la penuria. El que es el señor del cetro quiere aplacar la revuelta sin usar la violencia...
¡ Ah, si él conociese vuestra naturaleza desde el comienzo! Cómo entonces golpearía a los rebeldes. Cómo entonces levantaría su brazo en contra suya y humillaría su simiente y su sucesión... Un luchador debería aparecer para expulsar la impiedad que ellos han causado. No existe un piloto hoy. ¿Dónde está? ¿Duerme? Pues no se le ven las obras.

(Ipu-ur, Lamentaciones, traducido por Donadoni, Letteratum, cit.)

Los objetivos de los revolucionarios fueron en primer lugar políticos, e Ipu-ur es formar al respecto: <>.
El testimonio es, pues, incontrovertible: los dirigentes revolucionarios depusieron al rey y abolieron la monarquía. A partir de este momento los acontecimientos se precipitaron, los pobres saqueáron las casas de los ricos, les desposeyeron de sus bienes y mataron a sus hijos. Trastocado el orden social y desaparecida toda autoridad, el terror se enseñoreó de Menfis y sus aledaños. Nadie se atrevía a cortar estos desmanes y llegó un momento en que ni los campesinos se atrevían a arar la tierra, y si lo hacían era armados por temor a las bandas de malhechores. Con ello, el hambre y las enfermedades vinieron a sumarse a las otras calamidades y se produjo un drástico descenso de la natalidad.
Ipu-ur —Ipu el Príncipe— fue desde luego un observador apasionado y un narrador partidista de los acontecimientos que le toco vivir. Miembro de la antigua oligarquía, menfita víctima de la revolución, es obvio" que "cargó las tintas al describir sombríamente sus efectos hasta el punto de forjar determinados estereotipos que pasaron a la literatura universal para describir situaciones semejantes. Su texto tiene, con todo, el enorme interés histórico de ser el único testimonio presencial, de alguien que se vio inmerso en éstos trascendentales hechos, y que supo describirlos con extraordinaria vivacidad. Así, lamenta la invasión asiática del Delta, el cese del comercio exterior, los desórdenes revolucionarios, los asesinatos, la furia popular contra los archivos de la administración, contra los bienes de los nobles, contra las tumbas reales. Se comprende, pues, la tendenciosidad de Ipu-ur, testigo impotente de la desposesión de su clase social por la plebe, que tomaba el poder. En materia religiosa lamenta el ateísmo, pero también la divulgación de los secretos religiosos. entre el pueblo, hecho éste que tuvo rmpórtantes consecuencias como veremos. Finalmente, Ipu-ur lamenta1a pasividad del rey, a quien hace responsable de lo que sucede. Este detalle tiene importancia, ya que Ipu-ur se ha referido en pasado al destronamiento de un rey, pero en cambio se refiere en otro lugar a la existencia de un rey que reina pero que no está a la altura de su función. Ello significa, en todo caso, que la realeza había sido restaurada en Menfis cuando Ipu-ur escribía. El nuevo rey, de todos modos, no le satisface y el autor no se priva de decirlo: ésta crítica de la realeza habría sido absolutamente impensable durante el Imperio Antiguo y es una prueba más del descrédito en que había caído la institución.
En general, el escrito se caracteriza por su desconfianza hacia los hombres, su desprecio hacia la plebe y su añoranza de los buenos tiempos, de la época en que los hombres construían pirámides, del viejo ordén en suma que habría que restaurar. De todos modos, todavía queda lugar para la esperanza. Al final, Ipu-ur compara al pueblo con un niño que aún no ha alcanza el uso de razón y que precisa ser gobernado por un rey que asuma las funciones de padre del pueblo; y el texto describe cuáles debieran ser las cualidades de este rey ideal, calificado de buen pastor de todos los hombres mediante un afortunado tópico literario que encontraremos más adelante en obras tan dispares entre sí cómo la litada o el Evangelio. Pero este no es el único tópico político literario utilizado por Ipu-ur por primera vez, destinado a una innegable fortuna en el futuro: como mínimo merece ser citado el tópico de la nave del Estado, de tanta fortuna hasta el presente, o la caracterización del colmo de los males en la esterilidad de las mujeres, que se encuentra en el Edipo Rey, o aun la consideración que más valdría no haber nacido. Otros recursos, en cambio, los hallamos ya en los Textos de las Pirámides y están bien cimentados en la literatura antigua egipcia: paralelismos, repeticiones, antítesis, etc.

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