martes, 25 de mayo de 2010

Edad del Bronce, Tartesos, Iberos y Celtiberos

LECTURA 4. EL BRONCE FINAL Y EDAD DEL HIERRO
1. Principales focos culturales durante el Bronce Final
En el Bronce Final se alcanzará definitivamente el cenit de la metalurgia del bronce. La aparición del hierro a finales de este período detendrá su desarrollo y lo sustituirá, relegando a la metalurgia del bronce a la elaboración de objetos de prestigio y de adorno personal ya durante la Edad del Hierro, como corazas o cascos, mientras que con el nuevo y recién incorporado metal se fabricarán útiles y abandonará la piedra para la fabriación de herramientas.
Esta última etapa de la Edad del Bronce supuso una mejora de la producción.
A lo largo de este período el territorio de la Península Ibérica se fue perfilando cada vez más como un lugar sometido a tres influencias culturales, en parte debido a que se incorporará a las redes de intercambio internacionales. La parte oeste quedó vinculada al mundo atlático, mientras que la mitad este quedaba abierta a la penetración de influjos continentales a través de los Pirineos. Por último queda la zona meridional, que gracias a las mejoras de la navegación recibió el contacto de pueblos del Mediterráneo.

Los Campos de Urnas

Los inicios del Bronce Final coinciden con el suboreal, momento de gran sequedad en Centroeuropa. Las nuevas condiciones climáticas causaron que las poblaciones campesinas autóctonas comenzasen a desplazarse y se expandiesen a lo largo y ancho del continente, con excepción de Rusia y Escandinavia, llevando con ellos la cultura de los Campos de Urnas, que enlazará con las culturas del Bronce europeo.
Llegan al noreste peninsular en torno al 1300 a.C. Durante mucho tiempo se pensó que fue una invasión en toda regla, como defendía entre otros Bosch Gimpera, pero en la actualidad se considera que es más probable que se tratase de pequeños grupos de campesinos de lengua indoeuropea que fueron incorporándose a este territorio procedentes del centro de Europa. Fueron penetrando a través de Rosellón-Perthus de forma lenta y siguieron el curso de los ríos Segre y Ter hacia la costa, buscando tierras más aptas para el cultivo y los mejores pastos para el ganado. Se disperarán también por el valle del Ebro y su influencia, perfectamente rastreable por sus ritos funerarios, llegará hasta el Levante y de una forma más residual a la franja sureste de la península.

El Bronce Final Atlántico

Desde los inicios de la Edad del Bronce se fue desarrollando en Europa el comercio del estaño, minera muy poco frecuente que únicamente se extraía de Cornualles, Bretaña y Galicia. Su tráfico generó redes de intercambio en toda la franja atlántica y fomentó el desarrollo de la navegación. Este metal era enormemente demandado y supuso el florecimiento de aquellos pueblos que se encargaron de redistribuirlo. Sin embargo, debido a su ubicación geográfica Galicia quedó al margen de estas grandes rutas del estaño.
Esta situación cambiará en el Bronce Final, cuando debido a la creciente necesidad de este metal por parte de los pueblos de la cultura de los Campos de Urnas y de los primeros contactos fenicios en la península se busque el foco de producción de estaño más cercano y la Península Ibérica se incorpore finalmente a estas redes de intercambios. Así, una de las rutas unirá el noroeste con el suroeste, abasteciendo de estaño a los pueblos indígenas que comerciarán con los fenicios. Este papel de intermediario será que el haga prosperar a la cultura tartésica.

Tartesos

Hoy en día ya no se piensa que Tartesos sea ua ciudad concreta, sino que este término se interpreta como un territorio concreto, el del Bajo Guadalquivir, zona rica en minerales, pastos y recursos agrícolas donde desde el Bronce Final hasta el siglo VI a.C. se desarrollará una de las culturas más emblemáticas de la Península Ibérica. A pesar de tratarse de una región alejada del contexto del resto de culturas del territorio peninsular, a partir del Bronce Final y gracias al estimulo externo que supuso la presencia fenicia, que se vio atraída por el comercio de materias primas, tendrá lugar la eclosión del mundo tartésico. Además de las riquezas propias de esta región que ya hemos citado, este lugar permitía el acceso a otros recursos, como la ruta comercial del estaño, los esclavos... Será esta doble vertiente cultural atlántica y mediterránea la que dé como resultado a la cultura que llamamos Tartesos.
Sus lugares de hábitat, que son cabañas poco perdurables, se ubican en cerros sin amurallar y su economía gira en torno a la ganadería trashumante y a la actitvidad agrícola, aunque el modo de vida de estas comunidades irá transformándose según se vaya desarrollando el período orientalizante.
El mundo funerario es uno de los aspectos más atractivos de esta cultura gracias a las estelas del suroeste, que ya conocemos. En un primero momento se interpretaron como tumbas de guerreros, pero se descartó al descubrir que no había un enterramiento físico. Es verdad que muchas de ellas están desplazadas respecto a su emplazamiento original, aunque aún así su presencia en áreas de paso podría indicar que estamos ante marcadores del territorio.

La cultura de Cogotas I en la Meseta

Se trata un ámbito geográfico abierto a la llegada de influencias de los distintos ámbitos culturales de la península. La cultura típica de la Meseta durante el Bronce Final es la que conocemos como Cogotas I. Tiene un carácter muy expansivo, como se deduce del hecho que su cerámica aparezca en todas partes, como por ejemplo el el Levante, en Portugal, en Granada, en Córdoba... Conocida como tipo Boquique, es distinguible por las marcas de punto y raya sobre su superficie, que no eran más que un recurso para que la pasta que la cubría se pegase mejor, y por el uso de la escisión como técnica decorativa.
Son pastores que practican una agricultura de roza y que cuentan con una metalurgia muy básica. Debido a la naturaleza de su economía tendrán una gran movilidad y mantendrán este estilo de vida hasta que lleguen los cambios de la Edad del Hierro. Sus constantes desplazamientos les llevarán a otras zonas. En aquellos contextos donde ya había un Bronce Final más antiguo darán lugar al combinarse, con la llegada de las influencias mediterráneas al, Bronce Tardío.
Sus yacimientos característicos seguirán siendo los campos de silos, es decir, los fondos de cabañas que se abandonan y convierten en basureros. También encontramos hoyos, en los que atesoran objetos metálicos. Éstos no tienen porqué ser fosas de fundido ni asociarse directamente a la chatarra, que podrían ser depósitos en los que escondían sus riquezas antes de dejar el poblado por una temporada para no tener que cargar con ellas en sus desplazamientos.

El Bronce Tardío y Final en el Levante y el Sureste

El Bronce Tardío, que cronológicamente se corresponde con el Bronce Final del resto de los territorios, se observa una clara influencia tanto de la cultura de los Campos de Urnas como del sur. Destacamos el Tesoro de Villena como uno de los hallazgos más importantes de esta región.



2. Tartessos, iberos y celtíberos

Tartesos

Hoy en día no se piensa que Tartesos sea una ciudad concreta, sino que este término se interpreta como un territorio concreto, el del Bajo Guadalquivir, zona rica en minerales, pastos y recursos agrícolas donde desde el Bronce Final hasta el siglo VI a.C. A pesar de tratase de una región alejada del contexto del resto de culturas del territorio peninsular, a partir del Bronce final y gracias al estímulo externo que supuso la presencia fenicia, que se vio atraída por el comercio de materias primas, tendrá lugar la eclosión del mundo tartésico. Además de las riquezas propias de esta región que ya hemos citado, este lugar permitía el acceso a otros recursos, como la ruta comercial del estaño, los esclavos… Será esta doble vertiente cultural atlántica y mediterránea la que dé como resultado a la cultura que llamamos Tartesos.
Sus lugares de hábitat, que son cabañas poco perdurables, se ubican en cerros sin amurallar y su economía gira en torno a la ganadería trashumante y a la actividad agrícola, aunque el modo de vida de estas comunidades irá transformándose según se vaya desarrollando el Período Orientalizante.
El mundo funerario es uno de los aspectos más atractivos de esta cultura gracias a las estelas del Suroeste, que ya conocemos. En un primer momento se interpretaron como tumbas de guerreros, pero se descartó al descubrir que no había un enterramiento físico. Es verdad que muchas de ellas están desplazadas respecto a su emplazamiento original, aunque aún así su presencia en áreas de paso podría indicar que estamos ante marcadores del territorio. A pesar de ello, nadie duda que representan simbología funeraria68, por lo que es posible que tuviesen un doble papel. Respecto a la ausencia de restos humanos, los cuerpos pudieron ser dejados expuestos junto a las estelas o directamente arrojados a los ríos.

Iberos

A partir del siglo VI, se produjo una asimilación progresiva de influjos culturales greco-focenses de Ampurias, originándose lo que actualmente se conoce como <>, extendida entre todos los pueblos situados en las regiones mediterráneas desde la Alta Andalucía y el sureste hasta más allá de los Pirineos, pues sus influjos se extendieron hasta el Rosellón, penetrando igualmente en el valle del Ebro y el sureste de la Meseta.
Exta extensa región, de casi 1.000 kilómetros, estaba habitada por numerosos pueblos de orígenes o sustrato cultura muy diverso. Las áreas meridionales, en las que destacan bastetanos y oretanos, eran afines al mundo tartésico, tal como evidencia el monumento de Pozo Moro, su tipo de escritura e, incluso algunos topónimos. Por el contrario, las zonas septentrionales muestras un indudable sustrato de la cultura de los <>, que pudiese considerarse como afín al mundo celta-ligur. Además de este doble origen , los influjos púnicos predominaron en el sureste,frente a los griegos extendidos desde Ampurias, última colonia griega de Occidente. De este modo se comprende la gran diversidad étnica y cultural existente entre los bastetanos de la Andalucía oriental y indigetas de Cataluña.

Celtíberos

La Meseta constituye una gran unidad geográfica, que actúa como lugar de encuentro de las diversas culturas y etnias periféricas, por lo que en ella se refleja en buena medida la gran diversidad peninsular. Pero, a medida que fue avanzando el I milenio a.C., resulta cada vez más evidente la llegada de diversos influjos mediterráneos, proceso que se conoce como iberización y que, desde el Sur y el Este, poco a poco fue penetrando hacia el interior transformando los substratos precedentes. En efecto, en las áreas meridionales de la Meseta Sur, los Bastetanos se extendían hasta las llanuras de Albacete, mientras que los Oretanos habitaban a caballo de Sierra Morena entre la Mancha y el Alto Guadalquivir. Estas poblaciones deben considerarse ibéricas aunque, en algunos aspectos, parecen haberse celtizado, probablemente en época tardía, pero compartían raíces culturales y habían recibido fuertes influjos tartésicos desde el periodo orientalizante, que prosiguieron dada su afinidad con los Turdetanos. Por el contrario, en la zona occidental del Valle del Ebro y en las altas tierras en torno al Sistema Ibérico y el Este de la Meseta, habitaban los Celtíberos, gentes celtas según evidencia su substrato étnico y su cultura. En estas zonas, a partir del siglo VII a.C., se observa la aparición de influjos mediterráneos como el uso del hierro, junto a otros elementos culturales y religiosos, como el rito de incineración, el culto al hogar doméstico y un urbanismo basado en casas de medianiles comunes alineadas en torno a una calle o espacio central. Todos estos elementos parecen haber llegado con penetraciones de gentes originarias de los Campos de Urnas procedentes del Valle del Ebro, lo que parece indicar que los Celtíberos y los iberos septentrionales compartían ciertas raíces comunes. Como dichas zonas internas carecían de contacto directo con el mundo colonial, su desarrollo cultural fue siempre más lento que en el mundo ibérico y, en gran medida, dependiente de éste. Estas gentes celtibéricas asentadas en las altas tierras del interior peninsular mantuvieron la tradición pastoril de las poblaciones del substrato occidental atlántico de la Edad del Bronce pero sus jerarquías gentilicias controlarían las relaciones con las zonas costeras, lo que tendería a reforzarlas, introduciéndose de este modo el uso del hierro y el torno de alfarero. A partir del siglo VII a.C., los celtíberos habitan en pequeños poblados amurallados de tipo castro, que controlaban sus pequeños territorios, muy aptos para el pastoreo, explotados de manera comunitaria. En efecto, la asimilación del hierro para el armamento, que aprovechaba la riqueza y calidad del mineral del Sistema Ibérico, y el carácter fuertemente jerarquizado de pastores-guerreros, tan adecuado a su sistema socioeconómico de ganadería trashumante, explican el creciente desarrollo de su organización social guerrera de tipo gentilicio y clientelar. La yuxtaposición de elementos ibéricos y célticos que ofrecían los Celtíberos es la clave de su indudable personalidad, pues, aunque eran celtas desde un punto de vista étnico, como evidencia su lengua y su organización social e ideológica, manifestaban, al mismo tiempo, una fuerte iberización en sus formas culturales. Esta característica, ya percibida en la Antigüedad, explica la denominación de «celtíberos» que les dieron los escritores clásicos. La iberización se acentúa, seguramente por la creciente presencia de mercenarios celtibéricos en los ejércitos reclutados para sus guerras por griegos y púnicos y, también, por los turdetanos. Esta actividad, tan acorde con la ideología guerrera de sus elites y su sistema de vida, en buena medida basado en la guerra y las racias, se fue desarrollando de modo paralelo al evidente incremento demográfico que evidencian sus poblados y necrópolis y que era resultado de la asimilación paulatina de elementos mediterráneos, cuya llegada y asimilación favorecían dichos contactos, por lo que este proceso iba aumentando la interrelación entre los celtíberos y las poblaciones mediterráneas, aproximándolos cada vez más hacia las formas de vida civilizada. A partir de mediados del siglo III a.C, la creciente presión cartaginesa, especialmente tras las expediciones de Aníbal por la Meseta, se observa una tendencia general a la aparición de grandes oppida o ciudades fortificadas que controlaban un territorio cada vez más extenso y jerarquizado, dentro del cual quedaban incluidos no sólo los pequeños castros anteriores como poblados subordinados, sino en ocasiones etnias enteras sometidas a las elites de las más poderosas, como, por ejemplo, los Titos, dependientes de los Belos de la ciudad de Segeda. Este proceso favoreció la formación de auténticas ciudades-Estado, que ofrecían un cierto carácter étnico, contribuyendo, al mismo tiempo, a la difusión de formas de vida cada vez más urbanas, que alcanzan su máximo desarrollo en el momento de su enfrentamiento a Roma a partir de inicios del siglo II a.C.

martes, 18 de mayo de 2010

Las Regencias


LAS REGENCIAS (1834-1843). LA IMPLANTACIÓN DEL RÉGIMEN LIBERAL

La transición del Antiguo Régimen al Nuevo Régimen resultó en España un proceso lento y difícil. La guerra de la Independencia supuso una primera etapa en la que se mezclaron elementos tradicionales con otros revolucionarios. La tónica de alternancia entre revolución y contrarrevolución siguió durante el reinado de Fernando. Pero al iniciarse la regencia de Mª Cristina se dio el paso ya irreversible hacia el Nuevo Régimen.

LAS GUERRAS CARLISTAS
Los acontecimientos de los últimos años del reinado de Fernando VII son de importancia capital en la transición entre el Estado del Antiguo Régimen y el Estado Liberal. Se dieron en estos años tanto medidas reformistas (establecimiento del Consejo de Ministros en noviembre de 1823) como persecuciones a liberales. Precisamente este punto dividió a los absolutistas en intransigentes y moderados.
Un grupo absolutista más radical aún (los realistas puros) se desarrolla durante este tiempo y se manifiesta con fuerza en el exilio. A este grupo se añaden jefes militares descontentos y el campesinado con ocasión de la Guerra de los Agraviados (1827).
Al morir la reina sin que Fernando VII tuviese aún descendencia, los realistas más radicales (los ultras) ponían su esperanza de vuelta a un régimen de corte más claramente absolutista en el Infante Don Carlos, hermano de Fernando VII. Pero la boda con Mª Cristina (hija del rey de Nápoles y de una hermana de Fernando VII) y su embarazo sembró la inquietud entre los ultras.
Con la llegada de los Borbones al trono español había llegado también la Ley Sálica (que excluía de la sucesión a la mujer siempre que hubiese descendencia masculina por la rama directa o colateral). En 1789 Carlos IV había reinstaurado las leyes originales (posibilidad de sucesión de las descendientes mujeres en caso de no haber descendencia masculina) en una Pragmática Sanción, pero no llegó a ser publicada. Ante el embarazo de la reina, Fernando VII decidió publicar la Pragmática Sanción (abril 1830), que anulaba la Ley Sálica. Esto fue un duro golpe para este grupo, al ver como Carlos perdía las posibilidades de ser el sucesor del monarca. Durante los últimos años de reinado de Fernando VII se derogó o puso en vigor la Pragmática según las presiones recibidas.

Sucesos de La Granja (1832).
En septiembre de 1832, mientras la familia real pasaba el verano en La Granja, Fernando sufrió un ataque de gota que a sus médicos les pareció mortal. Se iniciaron así los trabajos para prever la sucesión del monarca. Ante los rumores de que don Carlos no aceptaría la sucesión en Isabel (la hija de Fernando) y que estaría dispuesto a llegar a la guerra, se preparó un decreto derogando la Pragmática Sanción que fue firmado por Fernando.
Pero al no mantenerse en secreto la derogación, los liberales y realistas moderados se movilizaron y organizaron. Además, el monarca se recuperó y el cambio ministerial producido posibilitó finalmente mantener la Pragmática. Calomarde y el conde de Alcudia acabaron en el extranjero y Cea Bermúdez ocupó la presidencia del Consejo de Ministros.

Mª Cristina fue habilitada el 6 de octubre para el despacho general de los asuntos al seguir el rey enfermo. Se tomaron una serie de medidas dirigidas a la defensa de los derechos de Isabel: el indulto del 7 y la amnistía del 30 del mismo mes dirigida a los liberales exiliados, la apertura de las universidades cerradas en 1830, la sustitución de los altos mandos militares ultras, medidas contra los voluntarios realistas, etc. El monarca finalmente declara públicamente (31 de diciembre de 1832) la nulidad del decreto que había derogado la Pragmática. Más tarde se alejó a don Carlos de la corte y se preparo la jura de Isabel (de 3 años de edad) como princesa de Asturias. A la muerte de Fernando VII se nombró reina a su hija con el nombre de Isabel II y Mª Cristina reina gobernadora en funciones de regente.

Ideología carlista
Los orígenes del carlismo se pueden buscar en el siglo XVIII, pero sobre todo desde 1820, con la Regencia de Urgel, y la revuelta de los "agraviados" (1827). El partido "Apostólico", origen de los carlistas, tenía en sus inicios pocos seguidores, pero se fueron añadiendo combatientes que en realidad tenían motivaciones diversas:
-La defensa de la religión, a la que genéricamente llamaron muchos clérigos.
-El foralismo, sobre todo en el norte de España (desde Vizcaya a Cataluña).
-El mantenimiento de las diferencias fiscales honoríficas de ciertos grupos sociales. De hecho, muchos núcleos de apoyo al carlismo fueron promovidos por familias de origen hidalgo y en zonas con hidalguía universal.
Don Carlos se presentó como defensor de todo lo mencionado. Las intenciones centralistas liberales y los ataques de estos al clero, sobre todo a partir de 1835 con la exclaustración y la desamortización, proporcionaron buen número de seguidores a los carlistas y activaron la lucha.
Los carlistas, además, no reconocían valor jurídico a la Pragmática Sanción por diferentes razones. Pero en cualquier caso, el problema no era sólo dinástico, sino ideológico. De hecho, el tímido acercamiento del rey a los liberales desde 1826 ya había sido una de las razones que provocó en 1827 la rebelión de los agraviados o malcontentos, de carácter absolutista.
Los seguidores carlistas fueron sobre todo labradores, y las principales zonas de procedencia fueron:
-La región vasconavarra.
-Cataluña.
-La montaña levantina.
-El Bajo Aragón.
-Otras zonas (resto de la fachada cantábrica y Castilla), pero en menor proporción.
En cuanto al carácter de la confrontación, Carr propone un enfrentamiento campo-ciudad. Pero algunos de los últimos estudios (Alfonso Bullón de Mendoza) recalcan que en las zonas carlistas también estos son mayoría en las ciudades. Se demuestra la persistencia del carlismo en estas ciudades (como Pamplona o Bilbao) con los buenos resultados obtenidos cuando se dan las primeras elecciones con sufragio universal. La razón de haber permanecido en manos de las fuerzas cristinas habría sido la importante presencia de tropas en ellas.

Desde 1832 la corona se había acercado más claramente a los liberales y desde ese momento hasta la muerte de Fernando VII (1833) se dieron los pasos para operar la transición al régimen liberal con el gobierno de Cea Bermúdez, que practicó un reformismo de cuño ilustrado. Esta situación tuvo como resultado el surgimiento de un nuevo partido en torno a la figura de Don Carlos, el partido carlista. Sus seguidores se encontraron en gran número entre los campesinos, pero también los hubo entre la población urbana. Este nuevo partido, su objetivo (que Don Carlos fuese el sucesor de Fernando VII) y una situación economico-social ya de por si problemática provocaron la guerra. El ejército estuvo del lado del Gobierno y dominó los diferentes alzamientos excepto en el norte.
En las guerras carlistas se pueden distinguir hasta 7 etapas, enmarcándose las 4 primeras en la llamada I Guerra Carlista (1833-1840):

Primera etapa (1-I-1833 a VII-1835)
Don Carlos no aceptó a Isabel como sucesora de Fernando (tomó el título de rey de España el 1 de octubre de 1833) y las primeras partidas carlistas empezaron ya a organizarse cuando aún no había pasado una semana de la muerte del monarca. En pocos meses Zumalacárregui las organizó para formar un ejército regular que pudiera enfrentarse al ejército regular cristino. En noviembre ya se podía hablar de guerra civil en algunos lugares y en los meses siguientes se empezaron a delimitar las zonas dominadas por cada bando.
Los carlistas, desde Guipúzcoa, se fueron expandiendo por esta provincia (excepto San Sebastián), por Vizcaya (excepto Bilbao), norte de Álava y Navarra (excepto Pamplona). También sería carlista la zona alta de Cataluña y se organizarían partidas o grupos guerrilleros en Aragón, El Maestrazgo, Galicia, Asturias, Santander, La Mancha y otros.
Esta fase finaliza con la muerte de Zumalacárregui durante el asedio a Bilbao el 21 de julio de 1835.

Segunda etapa (verano de 1835-octubre de 1837)
Paso de la guerra del ámbito regional al nacional. Luis Fernández de Córdoba tomo el mando del ejército Cristino, siendo sustituido luego por Espartero, quien logró romper el sitio de Bilbao. Los carlistas habían puesto mucho empeño ya que necesitaban ocupar alguna ciudad que les diera prestigio internacional.
El Maestrazgo y el Bajo Aragón se convirtieron en otra zona de dominio carlista, con el general Cabrera como protagonista. Además, se produjeron durante esta época las principales acciones carlistas fuera de su zona de influencia con las gestas militares del general Gómez, de don Basilio, de Zariátegui y Elío, quienes llegaron a ocupar por poco tiempo Valladolid y Segovia. Don Carlos incluso llegó a las puertas de Madrid con un ejército de 14.000 hombres, aunque acabó volviendo a Navarra. Posiblemente la idea de llegar a un acuerdo para concertar un matrimonio entre los hijos de Mª Cristina y don Carlos es la que llevó a este a emprender la acción, pero la falta de respuesta de la regente habría hecho que don Carlos desistiese.
La población civil rara vez se opuso a la entrada de las tropas carlistas en sus poblaciones, aunque tampoco mostró entusiasmo. Podrían tener partidarios en lugares fuera de sus zonas de influencia, pero no en el número ni con las ganas suficientes como para movilizar a la población.

Tercera etapa (octubre de 1837-agosto de 1839)
El Ebro se constituyó en frontera del carlismo, que se estabilizó territorialmente. Se crearon divisiones entre los propios militares carlistas. Aquellos generales que habían protagonizado acciones fuera de las zonas carlistas (como Gómez, Zariátegui o Elío) fueron procesados y asumió el mando un "apostólico" (sector más reaccionario del carlismo): el general Guergué.
Frente a los apostólicos intransigentes existe una oposición más moderada que se hace patente durante estos años. También suceden las guerras de "camarillas" para obtener más poder en el gobierno carlista. Esto desacreditó a don Carlos en el extranjero y entre sus propios seguidores.
Muñagorri organizó un partido político dispuesto a negociar ("Paz y Fueros"), con apoyo de Inglaterra y Francia, pero su éxito fue escaso. Aún así, fue su idea la que se impuso y Maroto acabó firmando la paz con Espartero (Convenio de Vergara, 29 de agosto de 1839). Maroto, carlista moderado, había sustituido al apostólico Guergué y el cansancio y la incertidumbre por el resultado le hicieron dar el paso de Vergara. En el Convenio se reconocieron los empleos y grados del ejército carlista y se recomendó la devolución de los fueros a las provincias vascas y Navarra.

Cuarta etapa (agosto 1839-julio 1840)
Don Carlos no reconoció el Convenio y la guerra siguió, pero la diferencia de fuerzas ayudó a Espartero a liquidar la resistencia en Álava y Navarra y obligó a Carlos a huir a Francia el 14 de septiembre. La resistencia se prolongó en los focos de Aragón comandados por Cabrera y en Cataluña, con el conde de España. Este fue asesinado en noviembre y Cabrera quedó como jefe supremo. Con la pérdida de Morella en junio de 1840 llegó la derrota casi definitiva y el 6 de julio un ejército de más de 25.000 hombres cruzó la frontera.
Posteriormente se puede hablar de 3 etapas más: la segunda guerra carlista, la tercera y un episodio final. La cuarta guerra carlista tendría lugar más adelante, en 1872.

Quinta etapa (1846-1849)
Cuando Mª Cristina y don Carlos estuvieron exiliados en Francia (entre 1840 y 1844) tuvieron ocasión de hablar de una posible unión de las líneas dinásticas con un matrimonio entre sus hijos. Un sector de políticos y pensadores liberales moderados (como Jaime Balmes o Manuel de la Pezuela) crearon un clima de opinión favorable a ello, intentando sintetizar las dos posiciones ideológicas. Pero la mayoría de liberales y carlistas mantuvieron sus postulados ideológicos.
Don Carlos había abdicado en su hijo, Carlos Luis en 1845. Ante estos intentos de aunar las líneas dinásticas, algunas partidas carlistas volvieron a levantarse en 1846, en Cataluña. Esta segunda guerra se desarrolló de forma discontinua y en lugares diferentes: Cataluña en 1846; Valencia y Toledo en 1847; Cataluña y otras zonas en 1848 y principios de 1849.

Sexta etapa (1854-1856)
Sería la llamada tercera guerra carlista, que se plasmó en acciones guerrilleras por todo el norte de España. Las causas aludidas fueron la defensa del catolicismo y la lucha contra las ideas revolucionarias. La guerra empezó con el manifiesto de Montemolín y el primer enfrentamiento se produjo en Palencia en 1854. En 1855 se extendió por Castilla, Santander, Aragón, Cataluña y Levante, con un importante foco en el Maestrazgo.

Séptima etapa
Esta etapa es simplemente un episodio que se produjo en abril de 1860, cuando Carlos, el conde de Montemolín (hijo de don Carlos), y su hermano Fernando fueron apresados en La Rápita al intentar introducirse en España. Ambos renunciaron a sus derechos de sucesión, aunque se retractaron más tarde. El tercero de los hijos, Juan de Borbón, asumió los derechos. Tras la muerte de Carlos y Fernando en 1861, Juan asumió definitivamente la herencia dinástica hasta que su hijo (Carlos VII) tomo la dirección de la causa e inició en 1872 la cuarta guerra carlista.



LA ORGANIZACIÓN DEL RÉGIMEN LIBERAL
Durante el reinado de Isabel II, además de los poderes estipulados por el orden constitucional, existieron otros: la corona, el Ejército, la prensa, la Iglesia, el poder económico y la Milicia Nacional. Pero las tres principales fuerzas fueron la corona, el Ejército y los partidos. Las tres estuvieron unidas frente a amenazas externas (carlistas, republicanos y asociaciones obreras), pero conspiraron unas contra otras en diversos momentos.
Una situación anómala al funcionamiento normal del Régimen pero relativamente habitual fue el pronunciamiento. En este tipo de sucesos, un general, apoyado por un sector del ejército, pasa a dirigir un partido o interpreta la supuesta voluntad popular. A veces, estos pronunciamientos son apoyados por revueltas callejeras, que a través de las juntas locales daban un carácter civil al golpe.
Otra situación anómala al funcionamiento normal pero habitual en este período son los constantes cambios de gobierno, incluso dentro del mismo partido y la permanente intriga palaciega de la clase política. La "camarilla" era también fuente de intriga habitual, aunque su capacidad de influir en política era limitada.

La política nacional
Los componentes del mundo político de Madrid (presidentes del Consejo, ministros, secretarios de ministerio, altos funcionarios y diputados más o menos habituales) fueron intercambiables en sus puestos.
El poder ejecutivo (gobierno) se componía de varios ministerios (entre 6 y 8): Estado, Gracia y Justicia, Hacienda, Fomento, Guerra y Marina fueron estables. Gobernación del Reino y Ministerio de Ultramar fueron más cambiantes. Los ministerios se nombraban por la corona. Los ministros reunidos formaban el Consejo de Ministros, con un presidente designado por la corona y que acostumbraba a ser también el ministro de Estado. Los ministros eran habitualmente hombres de leyes o militares. Los ministerios contaban además con una secretaría general y una serie de altos cargos (directores generales) con una serie de subalternos. La administración no era especialmente numerosa ni ágil. Los gobiernos se formaban por iniciativa de la corona, que si bien debía ser un poder arbitral, con frecuencia se orientaba a favor de los moderados.
El poder legislativo estaba compuesto por dos cámaras: Congreso y Senado. Respecto a la elección de los mismos hubo hasta 6 disposiciones distintas por las que se rigieron las 22 elecciones del reinado de Isabel II. Las principales diferencias eran de división de las circunscripciones en distritos uninominales o plurinominales, la adopción del sufragio directo o indirecto, y la mayor o menor dimensión del censo electoral.
En cuanto a las circunscripciones, la provincia fue el ámbito de representación y el número de diputados por provincia era en función del número de habitantes. La división en distritos uninominales (defendida por moderados) implicaba que cada distrito (habitualmente partido judicial) elegía un diputado. Esto permitía pactos con familias o poderes locales e inicia los cacicazgos. Las listas plurinominales (habituales excepto con la ley de 1846), cada votante acudía a la mesa situada en la población cabeza del distrito electoral, pero elegía los diputados del conjunto de la provincia y no sólo al del distrito. Las cabezas de partidos judiciales (creados en 1834) adquirieron significado político.
El método indirecto de elección (señalado ya en las cortes de Cádiz), se basa en la elección de compromisarios o electores por parte de aquellos españoles con derecho de sufragio. Los compromisarios elegían a los diputados de cada provincia. Con las sucesivas cribas que suponía este sistema, se podía orientar el voto hacia aquellos candidatos que más interesasen. Este sistema fue cayendo en desuso en Europa y en España también se dejó de aplicar desde la ley de 1837. A partir de entonces se prefirió la elección directa por parte de aquellos españoles "capaces de comprender" el sistema liberal y elegir a las personas más convenientes (sufragio censitario). Así, la elección era directa, pero muy pocos podían votar (varió entre el 0,1 y el 25 % de los españoles).

Los cambios de gobierno
Aunque con los cambios de legislación electoral los gobiernos afirmaban que se buscaba una mayor transparencia, la realidad es que las elecciones no se perdían nunca porque siempre se controlaban. Los cambios de gobierno no eran realizados a través de elecciones, sino por decisión de la corona (encargo de formar gobierno y convocar elecciones). Esta actuaba a menudo forzada por la situación creada desde los partidos políticos, que podían presionar con las armas o mediante la provocación de disturbios callejeros. Habitualmente, los presidentes de gobierno que convocaban elecciones continuaron como tales con mayorías parlamentarias.
De las 22 elecciones generales que hubo sólo en 5 no las ganaron. Incluso en 2 de estas los presidentes siguieron en el poder y tuvieron que ser expulsados por pronunciamientos. Sólo una vez perdió el presidente, Evaristo Pérez de Castro, las elecciones claramente en verano de 1839, pero gobernó en minoría sustentado por Espartero. En las siguientes elecciones, también convocadas por Pérez de Castro, se corrigió la situación, obteniendo la mayoría los moderados. Las otras 3 ocasiones corresponden a la regencia de Espartero, durante la que nunca llegó a tener mayoría parlamentaria.
Como norma general, los políticos isabelinos manipularon la maquinaria parlamentaria desde el momento de las elecciones. Tanto la elección indirecta como el sufragio censitario estrechaban el grupo de personas con las que se podía llegar a acuerdos, a través del gobernador o jefe político de la zona, a cambio de favores o prebendas.

El sistema judicial
A principios del siglo XIX persistió el sistema judicial característico del Antiguo Régimen:
-Multiplicidad de jurisdicciones (fundamentadas en criterios de "privilegio") con sus frecuentes conflictos de competencia.
-Multiplicidad de legislaciones en distintas zonas del país.
La Constitución de 1812 introdujo el principio de la separación de poderes. Por ello se pretendió la autonomía y responsabilidad de los jueces respecto al poder ejecutivo. Asimismo, el principio de igualdad ante la ley llevaba a la unidad de fueros, lo que llevaría más en llevarse a la práctica. La jerarquía de jueces (alcalde, jueces de Partido, Audiencias y Tribunal Supremo) contemplada en la Constitución de Cádiz fue anulada por Fernando VII en 1814. Con Martínez de la Rosa ser reprodujo lo básico de la Constitución de 1812. Asimismo se dividieron las provincias en partidos judiciales. Los jueces eran nombrados por una Junta del Ministerio de Gracia y Justicia. Así pues, no se consiguió la pretendida independencia.
La organización judicial no cambió en lo esencial hasta 1870 con la Ley Orgánica del Poder Judicial. Se establecieron los siguientes principios:
-Independencia: vacantes y ascensos cubiertos por oposición, inamovilidad judicial, responsabilidad de los jueces en sus actos, incompatibilidad con el ejercicio activo de la política.
-Colegialidad de los tribunales.
La unidad de fueros recibió un fuerte impulso en 1862, con un Real Decreto que establecía las bases para organizar los tribunales y dejando a la jurisdicción ordinaria como la única competente.

El poder local
La nueva división provincial fue realizada por Javier de Burgos en 1833. Las provincias se basaban en unidades históricas, corregidas por circunstancias geográficas, extensión, población y riqueza. Se organizaron 49 provincias con el nombre de sus capitales excepto los archipiélagos, Navarra, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, que conservaron denominación y límites antiguos.
Al frente de cada provincia se colocó un subdelegado de Fomento (luego jefe político y luego gobernador civil), que era representante del gobierno de la nación. La Diputación era el órgano de gobierno de la provincia, que desde 1834 se dividió en partidos judiciales. El modelo progresista, que apenas estuvo en vigor, era partidario de cierta descentralización y la Diputación tenía competencias propias. En el modelo moderado la Diputación tenía una función más consultiva. La administración provincial contaba en cualquier caso con un escaso número de funcionarios.
El modelo moderado se basaba en la administración pública napoleónica, el doctrinarismo francés. Este modelo se basaba en una administración subordinada desde el gobierno hasta el último pueblo. Al haber contraposición de intereses deberían prevalecer los públicos sobre los privados y los nacionales sobre los locales. Así pues, el alcalde era básicamente un representante del gobierno por la línea jerárquica desde la corona y a través de los jefes políticos o gobernadores. El gobierno podía reforzar su poder nombrando un alcalde corregidor, que al no ser cargo electo podía ser de duración ilimitada, para sustituir al ordinario. Los alcaldes eran designados por el gobierno entre los concejales electos. Estuvo vigente casi todo el reinado de Isabel II, excepto en los períodos 1840-1843 y 1854-1856.
Los progresistas hicieron de la elección de los alcaldes uno de sus caballos de batalla en los procesos revolucionarios de 1840, 1854 y 1868. En el modelo progresista los alcaldes tenían más autonomía respecto al gobernador.
La alternancia entre unionistas y moderados entre 1856 y 1868 deterioró las estructuras caciquiles. El modelo estaba adaptado al gobierno de un solo partido, pero no para partidos próximos pero rivales y sin pacto previo. Los caciques locales dividieron sus fuerzas y esto benefició a los progresistas, demócratas y carlistas, que durante los años 60 obtuvieron mayoría en muchos ayuntamientos.
La política local tuvo cierta vitalidad, aunque estaba muy desconectado del gobierno del país. Eran las clases medias y altas con derecho a voto las que se interesaron por los asuntos políticos. Estos se discutían en ateneos, sociedades económicas, etc. Pero la gran mayoría de la población permanecía ajena a la vida política.

Los partidos políticos hasta 1856
Tras la muerte de Fernando VII y con la guerra en marcha, los dos grupos herederos de la Constitución de 1812 (exaltados y moderados, junto a los afrancesados) se unieron entorno a la reina. Esta unión se mantuvo los años 34-37. En estos años se fraguaron dos partidos: los exaltados (los que se oponían al gobierno) y los moderados (los que defendían a aquellos que entonces estaban en los ministerios).
En el caso de los moderados había afrancesados que habían colaborado en la confección de la Constitución de Cádiz, exiliados en buena parte, y gente que estuvo con Fernando VII en su última etapa. En una primera etapa (34-36) Martínez de la Rosa los lideró, aunque la disciplina interna del grupo era escasa. En verano de 1836 se produjo una refundación del partido al entrar Istúriz, Alcalá y otros (de origen liberal exaltado), que sustituyeron a Mendizábal en el poder. El liderazgo político pasó a estar compartido entre Martínez de la Rosa e Istúriz y en el plano ideológico fueron los doctrinarios los que impusieron sus tesis. En verano de 1837 se produce otro cambio al cambiar su nombre de Partido Moderado a Monárquicos Constitucionales, denominación que apenas fue utilizada. Al final de la guerra carlista se unieron al partido políticos procedentes del carlismo. Entre 1844 y 1854 ejercieron el poder y surgió un nuevo líder moderado: el general Narváez.
Cuando desde 1844 los moderados se afianzaron el poder dieron lugar a tres corrientes:
-Los moderados "puritanos" ("Unión Liberal" ó, desde 1845, "Partido Moderado de la Oposición"), situados a la izquierda y con Pacheco, Pastor Díaz y Ríos Rosas como cabezas principales. Derivaron desde 1856 en la "Unión Liberal de O'Donell". Pese a la rivalidad, siempre estuvieron en contacto con los progresistas.
-Los "centrales" tenían a Narváez como líder y símbolo del partido.
-La "Unión Nacional" desde comienzos de los cuarenta se situó a la derecha, con Jaime Balmes y Manuel y Juan Pezuela. En los cincuenta tuvieron continuidad con los "ultra-moderados", con Bravo Murillo. De estos, con otros añadidos, surgieron los neocatólicos, que intentaron integrar a los carlistas y tradicionalistas.
Los moderados se impregnaron de un nuevo pensamiento filosófico y político-jurídico de origen francés: el "liberalismo doctrinario" o "doctrinarismo". Sus principios parten del liberalismo clásico: derechos individuales de libertad, la división de poderes y la negación de la soberanía monárquica por la gracia de Dios. En lugar de esta última proponen la soberanía compartida entre rey y Cortes. Estas últimas con dos instituciones: Congreso (representación de la soberanía popular) y Senado (síntesis de las dos soberanías parlamentarias). Además, la organización política debe estar dirigida tal que el gobierno quede en manos de los mejores. Esto es denominado "soberanía de la capacidad" o "soberanía de la inteligencia". Para lograr esto es esencial una ley electoral selectiva, a través de un sufragio restringido. Esta capacidad, en la práctica, se identifica con aquellos que poseen más bienes o pagan más impuestos. Entre los principales doctrinarios se encuentran Javier de Burgos, Alcalá Galiano y otros. La eficacia de la actividad política se identificaba entre los doctrinarios con una administración ordenada, subordinada y centralizada.
En el caso de los “exaltados” (también llamados “liberales” y desde finales de los años treinta “progresistas”), tardaron más en organizarse como partido y hay que esperar al bienio 1854-1856. De todas maneras, existen como grupo desde las Cortes de Cádiz. A la vuelta del exilio se reunieron en torno a algunos personajes como Fermín Caballero y cafés, casinos, etc. sirvieron como sedes de reunión de sus grupos. En 1835-1836 llego Mendizábal a España y se convirtió en líder del “Partido Liberal”. Durante estos años surgió la escisión de Istúriz y Alcalá Galiano. También destacó Salustiano Olózaga, que disputaría con el general Espartero el liderazgo del partido. Espartero quedaría desde 1837 como líder político y defensor militar del progresismo.
Mª Cristina apoyó principalmente a los moderados, que estuvieron en el gobierno hasta verano de 1840. Pero los progresistas ganaron terreno en los medios urbanos y en el Ejército. Así pues, conseguían mayorías en los ayuntamientos de las ciudades y dominaban la Milicia Nacional. Además, Espartero creó en 1837 el “Partido Militar del Norte”, próximo a los progresistas, mientras que el “Partido Militar del Centro”, próximo a los moderados, fue creado por Narváez.
Durante la Década Moderada los progresistas perdieron la escasa estructura que habían tenido, aunque les quedaban los periódicos y buen número de concejales y alcaldes. Tuvieron como principal papel la denuncia de las corrupciones y desviaciones del liberalismo. Su principal habilidad fue aprovechar los desacuerdos entre los propios moderados para ganarse a buena parte de estos. Tanto los progresistas como los moderados se debilitaron con la coalición opositora de 1852 contra Bravo Murillo. Espartero aprovechó para en 1854 alcanzar el liderazgo del Partido Progresista y el poder quedó en sus manos durante el Bienio Progresista.
A la izquierda del partido progresista y a la derecha del Moderado surgieron otros partidos a partir de los 50 y que se manifiestan con fuerza ya en el Bienio Progresista y años siguientes:
-Partido Demócrata: a la izquierda del Partido Progresista. Se organizó hacia 1846 y tomó fuerza a raíz de los acontecimientos de 1848, que en España no tuvieron excesiva importancia. Sus puntos fuertes ideológicos eran el sufragio universal masculino y la soberanía popular.
-“Neocatólicos”: a la derecha de los moderados. Se encuentra en algunos gobiernos desde 1852, pero no se organizan hasta 1854. Siempre estuvieron cerca del Partido Moderado, pero con objetivos relacionados con los intereses eclesiásticos nacionales y pontificios.

LA REGENCIA DE MARÍA CRISTINA (1833-1840)
Durante la Regencia de María Cristina se dieron los primeros pasos hacía el pleno constitucionalismo. La guerra civil condicionó toda esta transición liberal, que se plasmó en un primer momento en el Estatuto Real (1834). Tras la acción del sector progresista se provocó un período revolucionario que se plasmó en la Constitución de 1837.
La regente renovó la confianza en Cea Bermúdez, pero este período no satisfizo del todo a los liberales. Se realizaron reformas administrativas desde el Ministerio de Fomento. Javier de Burgos llevó a cabo la división provincial de España, así como la creación de la figura de subdelegado de Fomento (luego “jefe político” o gobernador provincial). En octubre Cea Bermúdez se mostró partidario de la monarquía absoluta. Esto no gustó a los liberales y además la guerra se iniciaba y la reina acabó decidiendo el cambio de gobierno.
La regente decidió dar un paso decisivo hacia la renuncia por parte de la corona al poder exclusivo. Para ello llamó en enero del 34 a Martínez de la Rosa para formar un nuevo gabinete y elaborar un régimen constitucional aceptable. Martínez de la Rosa era un liberal doctrinario muy influenciado por el pensamiento francés. La aplicación del Estatuto Real en 1834 fue un paso más firme, ya que se establecía un régimen constitucional en el que la corona renunciaba al poder exclusivo y compartía la soberanía con las Cortes. De todas maneras, sólo los liberales más moderados se conformaron con el Estatuto. Aunque el rey cedía parte de su poder a las Cortes, estas sólo podían ser convocadas por el monarca (excepto para el presupuesto, cada dos años). Las Cortes eran bicamerales: la nobleza estaba representada en el Estamento de Próceres y el resto de la población en el de Procuradores. Estos últimos se elegían por tres años a través de sufragio en segundo grado y limitado.
Los progresistas consideraron el Estatuto Real como un primer paso, aunque equivocado, y continuaron luchando por un régimen basado en la Constitución de 1812. Las peticiones de los procuradores en Las Cortes fueron mayoritariamente deshechadas y la relación entre estas y el gobierno se hicieron muy tensas. La situación de guerra lo agravaba todo y los liberales se radicalizaron. Un intento de golpe de estado en enero de 1835 y otro intento de voto de censura hicieron que finalmente Martínez de la Rosa dimitiera.
Lo sustituyó el conde de Toreno con un gobierno que duro 4 meses. Se produjo en este período un acercamiento a los progresistas con la llamada a Mendizábal para la cartera de Hacienda. De todas maneras, la decreto de disolución de los conventos y otras decisiones marcaron una separación del liberalismo moderado que había caracterizado al gobierno y empujó a determinados sectores de la sociedad (el clero sobre todo) a apoyar al carlismo. Se produjo en este período también un proceso revolucionario a cargo de la milicia urbana que llevó a la constitución en diversas ciudades de juntas locales que asumieron el poder. Toreno intentó la disolución de las juntas, pero no tuvo éxito. Finalmente, la regente llamó a Mendizábal a formar gobierno para atraerse al sector progresista.
Entre agosto del 35 y del 37 se aceleró el proceso de liquidación del Antiguo Régimen con la acción decisiva de Mendizábal. Se liquidó la situación revolucionaria con diferentes acciones, entre ellas integrar los componentes de las juntas al gobierno de la diputación. La figura de Mendizábal dominó completamente este período y se rodeó en los ministerios de gente de su confianza. Mendizábal lo supeditó todo a acabar con la guerra en 6 meses. Siguió con la política de desamortización con el objetivo de afianzar una masa de propietarios fieles al liberalismo y que tuviese al clero como enemigo. La propiedad sujeto de esta desamortización no se consiguió repartir, ya que los compradores fueron los antiguos terratenientes y el efecto fue el contrario: la concentración de tierras. El éxito político tampoco estuvo claro, ya que los nuevos propietarios fueron mayoritariamente a parar al partido moderado. La desamortización conformó las bases socioeconómicas del Nuevo Régimen, ya que se reajustó la propiedad y se dio lugar a una poderosa clase terrateniente además de un amplio proletariado campesino. La economía de guerra se prolongó en el tiempo y se llegó a una situación insostenible, sobre todo por la deuda contraída. Pese a la victoria en las elecciones de febrero del 36 de los progresistas, el paso de Istúriz y otros al moderantismo obligaron al gabinete en el gobierno a dimitir.
La regente nombró a Istúriz presidente, pero tuvo en contra a Las Cortes, que acabaron siendo disueltas. Finalmente se produjo el levantamiento militar, que se propagó por diferentes ciudades. Con el motín de los sargentos, se obligó a la regente a jurar la Constitución de 1812 hasta que Las Cortes decidieran. Se confió el poder a Calatrava, que se apoyó en otros progresistas (entre ellos Mendizábal) y que promulgaron leyes en la dirección de restituir la situación del Trienio Progresista y la Constitución de Cádiz. Finalmente se convocaron unas Cortes Constituyentes que elaboraron la nueva constitución.
La Constitución de 1837 era más moderada que la de 1812, aunque más progresista que el Estatuto Real. Con ella se buscó el consenso. Se mantenían en ella puntos importantes de la Constitución de 1812, como la soberanía nacional, la separación de poderes y el reconocimiento a los derechos individuales. Por otra parte, se reconocía a la Corona una decisiva intervención en el proceso político, al ser quien convocaba Cortes, aunque también se ampliaban las funciones de Las Cortes. Se establecía un sistema bicameral (Congreso de Diputados y Senado) y el sufragio censitario y directo. Los senadores eran elegidos por el monarca de entre una lista confeccionada por los electores. De todas maneras, se permitía la disolución de Las Cortes por el monarca, lo que junto al sistemático falseamiento de las elecciones facilitó el control de estas por el gobierno.
El liberalismo más extremo del período se había alcanzado con Mendizábal, que llevó a cabo la desamortización. Además, la actitud mostrada hacia la Iglesia provocó malestar en algunos sectores, que giraron hacia el conservadurismo. El grupo moderado salió reforzado y adquirió mayor significado política. Se dotó además de una nueva teoría política, el doctrinarismo, según la cual lo que legitima el poder es la capacidad para gobernar.
Tras declinar Espartero la oferta de formar gobierno, Bardají se encargó, con victoria moderada en las elecciones. Su gabinete tuvo poca duración y le siguió Narciso Heredia, iniciándose así el Trienio Moderado (1837-1840). En este período se produjo el problema de las pagas a los militares y sus subsecuentes motines. Espartero impuso sus condiciones al gobierno, que tuvo que ceder. Se fue formando así en el norte un “Partido Militar” fuertemente influenciado por la situación de guerra y, por tanto próximo al progresismo. Al parecer, las presiones de Espartero acabaron con el gobierno.
Durante el siguiente Gobierno se produjo un enfrentamiento entre Espartero y Narváez (responsable del ejército del centro y de tendencia moderada). El tema acabó en pronunciamiento militar fracasado de Narváez, su exilio y el fortalecimiento de Espartero. Evaristo Pérez de Castro se hizo cargo del gobierno, que en este caso duró bastante (hasta julio de 1840), aunque sufrió profundas reorganizaciones.
Durante 1838 y principios de 1839 hubo entre los liberales dos tendencias en cuanto a la guerra. Por una parte, la corriente de Mendizábal, pedía acabar completamente con el carlismo. Los moderados eran partidarios de una paz honrosa que permitiese integrarlos en el Nuevo Régimen. En junio del 39 Espartero pidió a Mª Cristina que disolviese Las Cortes. Las elecciones tuvieron lugar casi al mismo tiempo que el Convenio de Vergara, que Espartero presentó como una victoria propia y del progresismo. Los progresistas vencieron en las elecciones, aunque luego le recriminaron a Espartero como había conseguido la paz, achacándole haber seguido las tesis moderadas. Además, para humillación de Espartero, se hicieron modificaciones al Convenio. El gobierno se sostuvo a pesar de estar en minoría por el apoyo de Espartero, pero se creo un clima de crispación ciudadana y se tuvo que cambiar el gobierno y convocar elecciones.
En diciembre se obtuvo holgada mayoría moderada. Se modificaron importantes leyes, entre ellas una relativa a la elección de los representantes en los ayuntamientos desde la corona. Este punto fue conflictivo, porque por el sistema de elección los ayuntamientos tenían mayoría progresista y eso les daba el control sobre la Milicia Nacional. La tensión entre el gobierno y los ayuntamientos creció y se produjo una movilización que empujó a Mª Cristina a buscar un acuerdo con Espartero. Este le propuso retirar la Ley de Ayuntamientos, disolver Las Cortes y sustituir el gobierno, aunque él se negó a encabezar un nuevo gobierno. Mª Cristina, en respuesta, siguió adelante con la Ley de Ayuntamientos en julio de 1840. A partir de ahí los sucesos se precipitaron: Espartero presentó una dimisión que no fue aceptada, el ayuntamiento de Barcelona se amotinó, Mª Cristina insistió en la opción moderada, etc. Se produjeron los primeros enfrentamientos entre milicianos y el ejército en diferentes lugares y se reprodujeron las juntas (otra vez según la fórmula de 1808) en varias ciudades. Con esta situación la regente tuvo que ceder ante las peticiones de Espartero y lo nombró presidente del Consejo de Ministros. Este formó un gobierno progresista y se redactó un programa de gobierno ante el que la reina gobernadora acabó renunciando a la regencia. Se exilió a París, desde donde conspiró con la ayuda de Luis Felipe de Orleáns y moderados y militares que se colocaron en la oposición al nuevo gobierno.

LA REGENCIA DE ESPARTERO (1840-1843)
Entre 1840 y 1844 el poder es ostentado por militares (Espartero, Narváez y O’Donell). Los dos primeros fueron más caudillos que políticos y practicaron más el autoritarismo que el respeto constitucional. El tercero tuvo mayor temple político y más capacidad para liderar la vida civil.
Según la constitución, hasta la designación de nuevo regente el poder lo detentaría el Consejo de Ministros, que estaba dirigido por Espartero. Este estaba más acostumbrado a ejercer el poder militar que el civil y su relación con el Partido Progresista duró mientras este le fue útil. En esta línea, suspendió Las Cortes en octubre de 1840 y no las volvió a convocar hasta que no tuvo una supuesta mayoría parlamentaria. En realidad, Espartero nunca tuvo mayoría, ya que la suma de los moderados y de los progresistas que se ponían en su contra le hizo perder varias elecciones. En el Senado los moderados siempre fueron mayoría y en las sesiones conjuntas se tuvo que apoyar precisamente en los moderados para sacar adelante cuestiones concretas (sobre todo las relacionadas con la regencia).
En el tema de la regencia la Constitución preveía que pudiese ser ejercida por 1, 3 ó 5 personas. Los progresistas eran partidarios de 3 personas y los moderados y Espartero de 1 persona al frente únicamente. Así pues, con el apoyo de algunos progresistas fieles y de los moderados sacó adelante la regencia única en su persona en mayo de 1841. Formó un nuevo gabinete con sus incondicionales.
Una de las principales acciones del nuevo gobierno fue la venta de los bienes del clero secular (la llamada Ley Espartero). La venta ya había sido aprobada anteriormente, pero no fue hasta verano de 1841 cuando se produjo la subasta de los bienes, que se vendieron a un ritmo muy rápido.
Otro aspecto importante de la política de Espartero fue su orientación librecambista, en la línea de Mendizábal. Aunque los aranceles impuestos podían hacer pensar que se mantenía el proteccionismo, la realidad es que se rebajaron los aranceles, facilitando así la entrada de producto extranjero y la salida de productos españoles. Esta política librecambista y las intromisiones del embajador británico le hicieron a Espartero ganar fama de anglófilo. Esto le supuso una oposición creciente.
El gobierno fue derrotado en Las Cortes y estas se cerraron en agosto de 1841. Se fraguó entonces una conspiración entre militares y civiles que se tradujo en levantamiento entre septiembre y octubre de 1841. Este levantamiento fracasó debido al escaso apoyo que suscitó, a que las fuerzas de Espartero estaban intactas y la propia descoordinación del levantamiento.
De todas maneras, el gobierno antiforalista de González acabó provocando la reacción de varias zonas del norte donde Espartero utilizó el sitio. Esto le valió la reprobación del Congreso. Espartero conservó el poder gracias al apoyo de significados progresistas y las clases urbanas, así como aún de buena parte del Ejército. Pero las conspiraciones le hicieron perder apoyos también en este ámbito. Narváez conspiró junto a Mª Cristina desde París con la creación de la Orden Militar Española, que fue ganándose a militares partidarios del derrocamiento de Espartero y de la vuelta de Mª Cristina.
En el derrocamiento de Espartero jugó un papel clave Barcelona, que ya se había rebelado contra decisiones de su gobierno. La clase industrial catalana también se sintió fuertemente amenazada por la política librecambista del general. En este clima surgió en Barcelona una de las muchas revueltas conocidas como “motines de quintas” que se oponían a la recluta anual de soldados. El 13 de noviembre de 1842 se produjo una pelea entre civiles y soldados. Se acabó organizando una rebelión que aunó a fuerzas opuestas a Espartero, incluida la Milicia Nacional. Se formó también una junta provisional de gobierno y Espartero reaccionó con una represión durísima y el bombardeo masivo de la ciudad. A las protestas de los diputados catalanes Espartero respondió disolviendo Las Cortes. Desde principios de 1843 se multiplicaron las alianzas entre progresistas descontentos y moderados.
Las elecciones de abril fueron perdidas por Espartero, aunque este lo achacó al gobierno y sustituyó a Rodil por López, que juró en mayo de 1843. Pero el programa presentado no era aceptable para Espartero y le obligó a dimitir. Un nuevo gobierno tampoco duró y además, desde finales de mayo los pronunciamientos se difundieron por España pidiendo la normalidad constitucional. La Orden Militar Española también se movilizó. Tras la revuelta de julio en Sevilla, se consolidó el movimiento en Cataluña, con la “Junta Suprema de Barcelona” nombrando a Prim ministro universal. El golpe final fue la derrota del ejército esparterista de Seoane contra Narváez en Torrejón de Ardoz entre los días 22 y 23 de julio. Espartero decidió buscar refugio en Londres.
Los gobiernos intermedios y la mayoría de edad de Isabel II
Hasta mayo de 1844 se da un período de transición. Aunque el esparterismo había sido derrotado, el progresismo seguía vivo. En cualquier caso, el dominador de la nueva escena política fue Narváez.
López volvió a la presidencia para un gobierno breve que se dedicó a desmontar todo el aparato esparterista (disolución de la Milicia Nacional entre otras acciones). Pero algunos problemas continuaban pendientes. Entre ellos, estaba la continuidad de la Junta de Barcelona, que pedía una solución de cara a equilibrar los poderes de la regencia y el gobierno. Además, la vuelta de Mª Cristina no estaba bien vista por parte del progresismo. La junta barcelonesa, que reconocía a Prim y a Serrano como máximas autoridades, propuso el adelantamiento de la mayoría de edad de la reina. Narváez y el gobierno aceptaron la solución e Isabel II fue proclamada reina el 10 de noviembre de 1843 con 13 años de edad.
Tras la dimisión de López, accedió a la presidencia Olózaga, que intentó rehacer la fuerza progresista (amnistías, rehabilitación de la Milicia Nacional, derogación de la ley de ayuntamientos...). Pero acabó siendo bajo acusaciones de los moderados y tuvo que huir a Portugal. El siguiente presidente, Luis González Bravo, dio marcha atrás a las decisiones de Olózaga (volvió a disolver la Milicia Nacional). Las revueltas de respuesta fueron reprimidas muy duramente. Con la vuelta a España de Mª Cristina se acabó el gobierno de González Bravo y Narváez decidió asumir personalmente el gobierno el 8 de mayo de 1844.

El reinado de Fernando VII

El reinado de Fernando VII (1814-1833): Absolutismo versus liberalismo

LA RESTAURACIÓN DEL ABSOLUTISMO (1814-1820)

1. El regreso de Fernando VII
Las tensiones en la Península entre liberales y serviles habían ido en aumento. Los defensores del Antiguo Régimen esperaban confiados a su rey, criticaban a la Regencia a la que acusaban de liberal, a las Cortes que no conseguían controlar pese a que los liberales estaban en minoría y, por supuesto, empleaban todas sus fuerzas para intentar volver a la situación anterior a la guerra. Los liberales intentaban asegurar la supervivencia de su obra atando corto a Fernando para obtener su respaldo a la Constitución. En Madrid, desde enero de 1814, los liberales habían conseguido un decreto que vinculaba el acatamiento de las Cortes al rey al juramento por éste de la Constitución. La Regencia controlada por los liberales, seguiría siendo la titular del poder ejecutivo.
Fernando había evitado pronunciarse sobre los acontecimientos que habían tenido lugar en la Península, pero al decreto de febrero respondió con más suavidad de la que nadie hubiera.
Poco después se produciría la liberación del monarca. Napoleón abandonaba definitivamente el intento de solución militar al problema peninsular y centraba sus esfuerzos en la diplomacia para poder recuperar a la totalidad de sus efectivos. Los intereses comerciales de Gran Bretaña en la América española y su insistencia en desempeñar labores de mediación cobraban a ojos de los españoles tintes peligrosos en la situación de crisis allí desencadenada. Mientras, los británicos contemplaban con desconfianza la evolución y radicalización de los liberales en la Península.
El 13 de marzo de 1814, Fernando VII salía de Valençay con destino a la Península dio un comunicado dirigido a los afrancesados de que los partidarios de José I pronto retornarían a sus casas bajo la protección de su verdadero soberano que quería ser el rey de todos los españoles, mostraba su desprecio por la Regencia y las Cortes, al aceptar cláusulas de un tratado no ratificado y al pasar por alto los decretos de Cádiz que condenaban a penas diversas a los afrancesados. El anuncio de su inminente llegada provocó en distintas ciudades, como Zaragoza, Valencia y Sevilla manifestaciones de alegría. Este «respaldo popular» produjo reacciones diversas. Para los serviles y el monarca era la confirmación de que gozaban del respaldo necesario para volver a la situación anterior a Cádiz. Para los liberales era el anuncio de que se alejaba la posibilidad de que Fernando aceptase las reformas y se convirtiese en un rey constitucional. Los que antes salieron a las calles a celebrar la Constitución se aprestaban ahora a recibir con idéntico entusiasmo al que se convertiría en su verdugo.
Fernando VII cruzó la frontera en Cataluña y proliferaron los signos de su rechazo a cualquier tipo de imposición por parte de los nuevos titulares de una soberanía que él consideraba le pertenecía. No dudó en alterar el itinerario establecido por la Regencia para su viaje, dirigiéndose a Zaragoza en vez de a. Allí pasó la Semana Santa retando a unos liberales que no eran capaces de imponerse, mientras los «serviles» arreciaban en sus «manejos». La prensa liberal hacía enfervorizados llamamientos a la defensa de la Constitución.
A su llegada a Valencia recibieron dos pruebas definitivas. Por un lado, el general Elío, capitán general de la zona, le recibió con un discurso de claras resonancias absolutistas. Por otro, el diputado Mozo de Rosales, representante de la ciudad de Sevilla y conocido conspirador absolutista, se presentó ante el monarca portando un manifiesto en defensa del restablecimiento de la monarquía absoluta, el llamado Manifiesto de los Persas. Frente a estos claros pronunciamientos serviles resultaba evidente la debilidad del presidente de la Regencia, el cardenal Borbón, encargado de entregar a Fernando una copia de la Constitución. El embajador británico recomendó a su gobierno no intervenir en los acontecimientos futuros. Dada la radicalización de los liberales quizás la mejor opción para Gran Bretaña era esperar a su desaparición y confiar en poder ejercer más tarde una acción moderadora sobre Fernando y los absolutistas.
El Manifiesto de los Persas era básicamente una descalificación de los diputados gaditanos, una dura crítica de la obra liberal y un canto a la monarquía absoluta. Su larga exposición concluía con la solicitud de una convocatoria de Cortes a la manera tradicional y que declara se nulos la Constitución y los decretos de las Cortes de Cádiz. El Manifiesto de carácter marcadamente absolutista, llegando incluso a calificarlo, de «invitación a un golpe de Estado». El tibio reformismo expresado en sus páginas parece sólo un intento de separar de los liberales a los sectores más moderados, incluyendo un horizonte de reformas en concordancia con la tradición. En cualquier caso, en los años venideros no volvió a haber ninguna insistencia para la convocatoria de Cortes tradicionales. En cualquier caso el Manifiesto de los Persas fue, sin duda, recibido con alegría por Fernando VII y fue uno más de los elementos que le animaron, junto con el decisivo apoyo de algunos generales y el triunfante recibimiento popular, a dar los pasos siguientes.
El ejército jugó un papel decisivo en los días previos a la reimplantación del Antiguo Régimen. Wellington, comandante en jefe de los ejércitos españoles, se encontraba en el sur de Francia, con aproximadamente la mitad de las fuerzas. En la Península los militares partidarios de los liberales y los absolutistas estaban repartidos en las distintas provincias. El embajador británico, que ante la evolución de los acontecimientos temía el estallido de conflictos, fue tranquilizado por un enviado de Fernando, quien le aseguró que ya se habían enviado tropas a Madrid para prevenir cualquier resistencia de los liberales a los planes del monarca. Mientras en la capital se preparaban las celebraciones del 2 de mayo y se remataba la nueva sede de las Cortes, en Valencia, el monarca y sus ayudantes daban los últimos toques al decreto del 4 de mayo, programa de acción del golpe de estado que se avecinaba. Los británicos se mantenían a la expectativa. Ningún poder externo parecía estar dispuesto a hacer peligrar los planes de Fernando.
El 5 de mayo salía el rey de Valencia hacia su capital. Su paso por las distintas poblaciones fue triunfal y estuvo acompañado de manifestaciones populares de apoyo al monarca y contrarias a la Constitución. Cada vez más reforzado, Fernando se negó a recibir a una delegación enviada por las Cortes. Un buen número de conocidos representantes del pensamiento liberal fueron arrestados, en los días siguientes los que no consiguieron escapar corrieron la misma suerte. Con las Cortes disueltas y los regentes y buen número de diputados en la cárcel, Fernando hacía su entrada triunfal en Madrid. Los protagonistas de la revolución liberal ya estaban a buen recaudo, ahora había que desmontar su obra.

3. Primeras acciones de gobierno
El decreto del 4 de mayo dejaba claras las nuevas reglas del juego. En él insistía en el texto en la ilegalidad de las Cortes, en la violación que la Constitución suponía de las leyes fundamentales, y en su carácter jacobino.
En este decreto incluye Fernando su particular relato de lo acontecido en la Península desde 1808 y no duda en presentarse como un gran defensor de su pueblo, a quien ha salvado «de la perniciosa influencia de un valido durante el reinado anterior», y que ha tenido siempre presente en su memoria durante los largos años de la guerra y finalmente rescata ahora de las garras de este movimiento revolucionario y sedicioso.
Haciéndose eco de las «las nobles esperanzas» de «los verdaderos y leales españoles», Fernando se compromete, a una futura convocatoria de Cortes, aludiendo incluso a la presencia de futuros diputados americanos. A asegurar por medio de leyes «la libertad y seguridad individual y real» como corresponde a «un gobierno moderado»,. A respetar la libertad de imprenta, dentro «de los límites que la sana razón soberana e independientemente prescribe a todos» el respeto a la religión, al gobierno y de unos con otros. Todas ellas propuestas mínimas, que además pronto caerían en el olvido, pero que a sus ojos le convertían en «no un déspota, ni un tirano, sino un rey y un padre de sus vasallos». Quedaba abierto el camino al restablecimiento del Antiguo Régimen.
En los meses siguientes se procedió a liquidar cargos e instituciones constitucionales y al restablecimiento de todos los organismos políticos y administrativos que habían existido antes de la guerra de la Independencia. Se reinstauró el régimen de Consejos pero con un menor papel del Consejo de Castilla en beneficio del Consejo de Estado. Los primeros gabinetes, con miembros designados de entre personas de la absoluta confianza del rey, cambiaban con gran rapidez ante su ineficacia a la hora de afrontar los graves problemas que vivía el país. Se devolvió a cada secretaría las atribuciones que tenían antes de 1808. Volvió a funcionar la Junta Suprema de Estado. Se restablecieron los ayuntamientos, corregimientos y alcaldes mayores en la planta que tenían en 1808. Los capitanes generales recuperaron el poder territorial de que habían gozado los jefes políticos. Se restablecieron las Audiencias y Chancillerías. Fernando daba claras muestras de su voluntad de volver al sistema político anterior a la guerra, a la cabeza de este entramado se encontraba el monarca que se hacía acompañar en la toma de decisiones por un grupo de hombres de su estricta confianza.
Las disposiciones que se tomaron en asuntos de índole social, económica y religiosa no hicieron sino ahondar en esta vuelta atrás, restableciendo en su situación de privilegio a todos aquellos que se habían visto afectados por las medidas gaditanas. El restablecimiento del Santo Oficio. La devolución al clero regular de sus conventos y propiedades vendidos por el régimen anterior. El regreso de los jesuitas. El restablecimiento del voto de Santiago. La supresión de la contribución directa. La vuelta de los gremios. Se reintegraba a los señores jurisdiccionales en sus prerrogativas. Estos y otros textos de similar orientación consolidaban las buenas relaciones entre el monarca y los estamentos privilegiados.
No eran las mejores armas ni los mejores hombres, para hacer frente a los graves problemas en que se encontraba sumido el país. A las dificultades del final de una guerra había que sumar la repercusión de los acontecimientos que estaban teniendo lugar en las colonias, las tensiones derivadas de la política interior represiva y los problemas para encontrar un hueco en el nuevo orden internacional.

4. La situación internacional: el Congreso de Viena
El regreso a España de Fernando y los primeros años de su reinado coincidieron con la crisis final del imperio napoleónico y el diseño de un nuevo sistema de equilibrio de poderes en Europa al establecimiento del «sistema de Congresos». El descenso de España a una situación secundaria en el marco internacional iniciado con la firma de los tratados que pusieron fin a la guerra de Sucesión, su dependencia con respecto a Francia a lo largo de gran parte del XVIII y la nueva relación de «amistad y alianza» respecto a Gran Bretaña determinaron el papel que España desempeñaría en el diseño del nuevo orden. Pese a ser uno de los artífices de la derrota napoleónica en el continente, España había quedado fuera de la gran alianza que había acabado con Napoleón. El sistema europeo no se había hecho en pie de igualdad sino a través de pactos bilaterales con algunos de sus componentes. España, la antigua gran potencia en Europa y en América no pudo ni supo hacer oír su voz en las conversaciones que llevaron a la firma del tratado de paz con Francia y del Acta de Viena.
España fue admitida en el Comité de los Ocho. Sin embargo, se reunieron poco y siempre para ocuparse de asuntos de menor rango. A pesar de su prestigio por los ecos de su victoria militar frente al emperador, España obtuvo escasas satisfacciones en los asuntos italianos y no fue escuchada en la única compensación territorial que demandaba, la devolución de la Louisiana. En cuanto al espinoso tema del comercio de esclavos, España, junto con Portugal y Francia, se opuso a la abolición inmediata de la trata reclamada por Gran Bretaña. El único triunfo, relativo, de la diplomacia español a en la época tuvo lugar tras la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo, después de los Cien Días. En el Segundo Tratado de París España obtuvo, no sin dificultad, una indemnización económica y una ayuda para la reparación de fortalezas dañadas por la última guerra.
Además se firmaron otros dos acuerdos de desigual importancia internacional, pero interesantes ambos como prueba del lugar a que había quedado relegada la monarquía de Fernando VII y a instancias del zar Alejandro I, los soberanos de Austria y Prusia firmaron con él el que se ha conocido como el Pacto de la Santa Alianza. Se firmó la Cuádruple Alianza. Gran Bretaña, Austria, Prusia y Rusia formaron una liga permanente. Se comprometían a mantener los acuerdos de Chaumont, Viena y París, incluso por las armas, acordaban celebrar reuniones diplomáticas cada cierto tiempo para discutir asuntos «de interés común». Era el origen del «sistema de Congresos» que buscaba proporcionar a las naciones europeas un mecanismo eficaz para el mantenimiento de la paz y el equilibrio y del que España no formaría parte.

5. La política interior
Tras seis largos años de guerra la situación de la economía peninsular era desesperada. Solucionar incluso sólo los problemas básicos hubiese requerido una capacitación que los ministros y asesores de Fernando VII estuvieron muy lejos de mostrar. Fernando VII y sus ministros querían restaurar y mantener el Antiguo Régimen, sus instituciones y sus estructuras, y a la vez solucionar unos problemas que requerían cuanto menos una profunda reforma del viejo sistema. Sin embargo, el golpe de estado del 4 de mayo había supuesto el triunfo de los enemigos de cualquier iniciativa que pudiese recordar los cambios. Así pues había que probar reformas administrativas que aportaran soluciones parciales y no dañasen la estructura del edificio. Los fallidos intentos por este camino sin salida fueron la causa del continuo baile en los ministerios en los primeros seis años de gobierno fernandino: 28 ministros para tan sólo cinco carteras.
Un magnífico ejemplo de su incapacidad lo proporcionan las fallidas reformas de la Hacienda. No tardaron en salir a la luz sugerencias o proyectos complejos de reforma. Algunos fueron desestimados por requerir la convocatoria de Cortes que aprobasen nuevos tributos. Otros por volver los ojos a las riquezas de nobleza y clero. Pero en general todos proponían soluciones insuficientes o incluso disparatadas. A comienzos de 1816 se designó una Junta de Hacienda, encargada de conseguir información sobre el estado económico del país, así como de los rendimientos y a partir de estos datos proponer medios para aumentar los ingresos del erario real. Otra Junta, denominada de «Economía» debía establecer el presupuesto de cada Ministerio y procurar reducirlo al máximo. Ambas se fusionaron sin por ello mejorar la calidad de sus propuestas.
En diciembre de 1816 se hizo cargo de la cartera de Hacienda Martín de Garay, el más conocido y el único que ha merecido un juicio algo favorable de los que tuvo Fernando VII en este periodo. A partir de los datos sobre gastos de los ministerios y del conocimiento de los ingresos de la hacienda Garay calculaba el déficit y proponía para cubrirlo el recurrir a una contribución extraordinaria. La novedad relativa de su propuesta residía en la tercera parte de su Plan. Planteaba la abolición de las rentas provinciales que serían sustituidas por una contribución directa y universal sobre la riqueza. En cualquier caso, cuando se hizo público, la población asimiló la «contribución general» de Garay con la «contribución directa» de las Cortes, por lo que no fue bien recibida y suscitó muchos conflictos a la hora de aplicarse. Martín de Garay fracasó, pero sin duda su obra fallida fue un paso adelante al poner en evidencia que, por más vueltas que se quisiese dar al problema, la única solución posible residía en una ampliación de la base tributaria, medida que supondría un duro golpe a la estructura del Antiguo Régimen. El problema sería heredado intacto por los liberales.

6. La oposición liberal: los pronunciamientos
Estos gobiernos mostraron sin embargo una cierta capacidad a la hora de dirigir la represión.
La mayoría de los afrancesados, conscientes del odio que suscitaban entre las clases populares, habían salido de la Península detrás de las tropas de José, las previsiones del Tratado de Valençay y las declaraciones hechas por Fernando VII pudieron hacerles pensar en una futura amnistía. Sin embargo, la actuación de Fernando distó mucho de esa promesa desterraba a todos aquellos que habían ocupado cargos en el gobierno de José I. Unas 4.000 personas vieron así cerrada la posibilidad de su retorno y tuvieron que prepararse a una vida difícil en el exilio, a expensas de un presupuesto francés cada vez más reacio a hacerse cargo de ellos, pues sus bienes en la Península quedaban confiscados. Fue una de las medidas del nuevo monarca para «premiar a los fieles, perdonar a los débiles y castigar a los malos».
«Los Malos» eran, sin duda, los liberales, que habían osado despojar al rey de su soberanía. Para ellos reservó las medidas más duras apoyado por los absolutistas que clamaban ahora pidiendo venganza y reclamaban del rey la máxima dureza. Las detenciones de los más destacados liberales fueron inmediatas, sin embargo los procesos se dilataron en el tiempo. Había que trabajar lentamente para identificar sus actos, declararlos culpables y estipular la sanción. Los jueces de la época fueron los primeros grandes estudiosos de la obra de las Cortes de Cádiz, buscando base para sustentar las acusaciones y completar así las declaraciones de testigos presenciales. El procedimiento recuerda los aspectos más odiados del proceso inquisitorial. Vulnerando la ley, no se formulaban acusaciones en el momento del arresto y meses de reclusión sin que se les tomara siquiera declaración. Pese a todo, resultaba difícil armar un proceso legal. Ante la impaciencia del rey por la demora de unos pleitos cada vez más dificultosos, se aconsejó al monarca que separase lo judicial de lo político y que adoptara una solución política. Fernando escogió esta solución y pronunció él mismo las sentencias definitivas, condenando a los procesados, al margen de cualquier procedimiento legal y de manera totalmente arbitraria, a diversas penas de prisión y destierro. Sólo dos dirigentes liberales fueron condenados a muerte, Álvaro Flórez Estrada y el conde de Toreno, y los dos se encontraban refugiados en Inglaterra. Esta fue la pena reservada a los que protagonizaron insurrecciones armadas en este primer periodo de gobierno fernandino.
La actuación de Fernando en el interior no pasaba desapercibida en el exterior y suscitaba reacciones encontradas. El gobierno tory, que había visto con recelo la evolución de las Cortes de Cádiz hacia posturas radicales y se había mantenido al margen ante el retorno de Fernando, no quería sin embargo tener problemas con su oposición whig, cuya simpatía por los liberales españoles era evidente y cuya voz se hacía escuchar con fuerza en las sesiones del Parlamento. Los informes no permitían abrigar esperanzas de un cambio en la línea represiva de Fernando, ni una apertura a las reformas políticas que Gran Bretaña consideraba indispensables. Se sumaban los habituales roces por asuntos comerciales, centrados especialmente en el escenario americano. Comienza ya la habitual política británica hacia Fernando: una suave presión en pro de reformas y de una dulcificación de las medidas hacia los liberales, pero que no haga peligrar el avance de los auténticos intereses británicos en sus relaciones con España centrados el fortalecimiento de su posición de supremacía comercial en América. Las otras potencias mostraron aún menos preocupación por los excesos de Fernando VII, se asistió a un acercamiento en el marco de la Santa Alianza.
Poco apoyo podían esperar pues del exterior por el momento, tenían que conformarse con las simpatías de sus correligionarios de otros países, bastante alejados de los círculos de poder en la época.
El descontento que siguió a las expresiones de alegría por el retorno de Fernando VII no se hizo esperar. La imperiosa necesidad de una reforma en profundidad de las estructuras agrarias españolas no fue abordada, limitándose el gobierno fernandino a una reinstauración parcial del régimen señorial y al restablecimiento del Concejo de la Mesta, seguidas de numerosos incidentes entre los antiguos señores y los campesinos, que no querían volver a la situación anterior en lo referente a rentas y tributos, sin llegar a contentar plenamente a la nobleza, que veía limitada su jurisdicción en beneficio de la corona. Fue, sin embargo en las ciudades donde la oposición a Fernando VII fue encontrando el caldo de cultivo más adecuado. La situación económica en que se vio sumida la burguesía comercial e industrial por la crisis del mercado americano sin articular un mercado interior alternativo, o las dificultades de las clases populares agravadas por las malas cosechas, resaltar la incapacidad del gobierno para resolver los problemas heredados y los que fueron surgiendo o agravándose erosionó la posición del monarca y sus seguidores. En estos sectores encontraría seguidores la revolución liberal.
En un primer momento, el descontento se canalizó sobre todo a través de movimientos de fuerza que partieron de un sector que se revelaría como fundamental en la vida política española a lo largo del siglo: el Ejército. A lo largo del siglo XVIII los ejércitos habían reforzado su carácter estamental, reservándose los puestos de oficiales para los miembros de la pequeña nobleza y siendo ocupados los grados más altos por la gran nobleza y los personajes más cercanos a los monarcas. La profesionalización que cabía esperar de la creación de las academias y escuelas para formar en estas ramas técnicas, no fue acompañada de una apertura a los hijos de burgueses y campesinos, el Ejército siguió siendo un mundo ajeno y cerrado para gran parte de la sociedad. Amparados por una jurisdicción propia que les unificaba como grupo. Pero junto a los militares que ocupaban los grados intermedios y vivían de su sueldo, encontramos a los que concentraban en sus manos un enorme poder, como era el caso de los capitanes generales.
La situación cambió considerablemente con la guerra de la Independencia. El ejército borbónico terminó aceptando la autoridad de las Juntas y vio como su composición se alteraba de forma notable. Las Juntas decretaron un reclutamiento general sin exclusiones y para proporcionar mandos a este nuevo ejército recurrieron a todos los grupos sociales. Éste y otros cambios ocasionaron no pocos conflictos entre las nuevas autoridades y los generales más tradicionales que se resistían a doblegarse ante el nuevo poder civil. La Constitución de 1812 y otros decretos y reglamentos de los hombres de Cádiz profundizaron en la transformación del ejército. Establecieron el servicio militar obligatorio, se preveía la posibilidad de evitarlo con un pago en metálico. Se limitaron los requisitos de carácter estamental para acceder a los puestos de oficial. Se establecieron las Milicias Nacionales y se restringió el poder de que habían gozado los altos mandos en provincias. Además de este ejército renovado y dividido, la guerra fue la causa directa del nacimiento de otra fuerza armada, la guerrilla. Ya desde fines de diciembre de 1808, el Reglamento de partidas y cuadrillas intentó regularizar este nuevo modelo de ejército. Se atribuyeron grados militares a civiles cuya legitimación venía de sus triunfos frente al francés, héroes a los ojos de la población. Constituían un nuevo tipo de mando militar cuya trayectoria corría paralela a la de los del ejército regular, aunque su prestigio era en muchos casos superior. Desde el punto de vista ideológico podían encontrarse tanto seguidores de las nuevas ideas como fernandinos en todos los grupos.
La restauración absolutista supuso un cambio radical en esta situación. Dejaban sin valor ni efecto la Constitución y demás decretos de las Cortes se sumaron las erráticas disposiciones de los ministros de Guerra fernandinos. La reducción de sueldos y la discriminación en destinos y ascensos, atendiendo a criterios anticuados o políticos, con la que tuvieron que enfrentarse antiguos guerrilleros o simpatizantes liberales, contribuyeron a crear en el ejército un magnífico caldo de cultivo en el que prosperaba cualquier intento de oposición al régimen.
A este periodo corresponden los primeros «pronunciamientos», una forma de golpe militar asestado contra el poder para introducir en él reformas políticas. Las primeras conspiraciones se caracterizaron por su falta de preparación y organización y la facilidad con que fueron controladas por el régimen. El levantamiento de Francisco Espoz y Mina en Navarra el 25 de septiembre de 1814 proporciona un magnífico ejemplo de estos primeros pronunciamientos condenados al fracaso por su carácter aislado y desorganizado.
Porlier se pronuncia también en el territorio de sus triunfos militares, en Galicia, su liberalismo moderado, las simpatías que suscitaba en las guarniciones a las que no se pagaba desde hacía tiempo o se hacía con retraso y a pesar de haber atraído a su causa a algunos miembros de la burguesía profesional y mercantil de La Coruña, Porlier fracasó al no ser capaz de conseguir que se extendiese el levantamiento. Abandonado, pagó con su vida su error. La lección era clara. No bastaban los contactos personales. Era necesaria una auténtica coordinación .
Las intentonas que tuvieron lugar entre 1816 y 1819 agrupadas bajo el calificativo de «las conspiraciones masónicas». Efectivamente la masonería permitiría a los nuevos rebeldes conspirar desde la clandestinidad. Las primeras logias masónicas surgieron en la Península en el siglo XVIII. La masonería se convirtió en una institución con una visión universalista y una finalidad ética, caracterizada por la defensa de la solidaridad, la tolerancia y la igualdad. Su carácter secreto y las desviaciones y abusos que no se hicieron esperar provocaron no pocos recelos en sectores muy diversos. Una década después de la fundación de la Gran Logia de Inglaterra la organización empezó a extenderse fuera de las fronteras británicas, siendo España la primera nación del continente en la que se solicitó fundar una logia regular. La Logia de Madrid desde 1729 poco después una segunda logia en Gibraltar. Los fundadores y los componentes de estas primeras logias «españolas» fuesen británicos no quiere decir que la masonería fuese totalmente desconocida para los españoles, durante gran parte del siglo XVIII, incluida la época de Carlos III, la masonería en España fue algo casi anecdótico, vinculado sobre todo con extranjeros.
Hay que esperar a la guerra de la Independencia y a los contactos entre los afrancesados, y también los patriotas prisioneros, y los franceses para asistir a un auténtico desarrollo de la masonería en España. Napoleón había revitalizado la masonería en Francia y la práctica totalidad de los regimientos franceses de la época contaban con una logia. Su influencia en las ciudades en que estaban acantonados permitió además la proliferación de logias civiles. Un proceso similar debió seguirse en la Península, es interesante destacar que este origen francés enturbió en este periodo las relaciones entre el bando patriota y la masonería. La llegada de Fernando VII, su reacción absolutista y la vuelta a la Península de unos 4.000 oficiales españoles prisioneros en cárceles francesas supusieron un fuerte refuerzo para la organización al producirse un acercamiento entre sus miembros y los liberales, víctimas todos ellos de la represión fernandina. Las logias renovadas y reforzadas eran el lugar perfecto para albergar las conspiraciones liberales que pretendían terminar de una vez por todas con el Antiguo Régimen. En ciertos casos fueron el modelo para organizar otras sociedades secretas de carácter más netamente español que proliferaron en año sucesivos. Entre las conspiraciones o pronunciamientos de corte masónico hay que destacar la Conspiración del Triángulo y el pronunciamiento de Lacy.
En 1816 fue descubierta una oscura conjura que pretendía secuestrar o poner fin a la vida de Fernando VII, lo que lleva a los distintos autores a discrepar en cuanto a su finalidad política exacta, habiendo quien afirma que lo que se buscaba era la proclamación de una república liberal. El problema a la hora de analizar esta conspiración es su carácter secreto y en el tipo de organización que adoptaron los conjurados. En cada triángulo el vértice recibía información de una cabeza y la transmitía a sus dos ángulos que se convertían a su vez en vértices. Las detenciones fueron mínimas. Otras personas resultaron implicadas a lo largo del proceso, algunas huyeron y unos pocos fueron encarcelados. La mayoría de los implicados fueron finalmente condenados por participación en reuniones clandestinas a penas que oscilaron entre dos y siete años de prisión. Sin embargo, Vicente Richart y Baltasar Gutiérrez fueron condenados a muerte y ejecutados. Para que sirviera de escarmiento y de acuerdo con la línea de terror y persecución que caracterizó la política antiliberal de Fernando VII.
Un año después, en Cataluña, hubo un nuevo intento de restaurar la Constitución, se volvió a la fórmula del pronunciamiento. Parece que hubo una influencia masónica en la insurrección, aunque sólo fuese por el hecho de que algunos de sus principales implicados eran masones. En cualquier caso es ya una prueba fehaciente del peso de esta organización entre los militares, lo que quedará aun más en evidencia con el pronunciamiento de 1820. Lacy en Barcelona y Milans del Bosch en Gerona eran los principales artífices del levantamiento. Ambos habían desempeñado un papel destacado en las guerrillas antinapoleónicas. Luis de Lacy era un personaje de gran prestigio y que contaba con un amplio respaldo popular. Sin embargo eso no fue suficiente para hacer triunfar su conspiración, ni siquiera para salvarle la vida. La improvisación, la precipitación, y en última instancia la denuncia previa a la materialización completa del pronunciamiento provocaron el arresto de parte de los implicados. Milans con algunos oficiales consiguió huir a Francia. Lacy, detenido, tuvo que enfrentarse a un proceso, ni las menguadas evidencias en su contra, ni las demandas pidiendo su perdón y recordando su papel en la guerra de la Independencia lograron salvarle.
Entre 1817 y 1819 hubo nuevas conspiraciones en ciudades del sur y del levante en las que estuvieron implicadas algunas logias y en las que participaron personajes que vieron fracasar sus intentonas pero cuya suerte fue desigual. Es en este contexto de continuos pronunciamientos y conspiraciones para terminar definitivamente con el Antiguo Régimen y reinstaurar la Constitución de Cádiz, en el que hay que situar el pronunciamiento de Riego.


EL TRIENIO CONSTITUCIONAL, 1820-1823

1. El pronunciamiento de Riego
A pesar de su triunfo tampoco el pronunciamiento de Riego fue un modelo a seguir, aunque hubo progresos en la organización y difusión.
El ejército, en tomo a los 15.000 hombres, estaba compuesto en su mayoría por veteranos de la guerra de la Independencia, reacios a embarcarse rumbo a América para luchar en una nueva guerra sobre la que sabían poco y nada bueno. Acantonados en Andalucía por problemas de logística, los soldados se veían sometidos a unas difíciles condiciones de vida, endurecidas aún más por el estallido de una epidemia de fiebre amarilla. Fue a esta tropa a la que Rafael de Riego dirigió su proclama del 1 de enero de 1820 en la que anunciaba que la oficialidad «mirando por el bien de la Patria y de las tropas» había decidido tomar las armas para «impedir que verifique el embarque proyectado y establecer en nuestra España un gobierno justo y benéfico que asegure la felicidad de los pueblos y de los soldados» y azuzando el descontento de la tropa por temas sobradamente conocidos, consigue atraer a la tropa a lo que era su fin principal, persuadir a sus soldados de que «entretanto que en España reine la tiranía que ahora la oprime, no hay que esperar remedio a males tan enormes», sólo podrán ser felices «bajo un gobierno moderado y paternal, amparados por una Constitución que asegure los derechos de todos los ciudadanos». Las circunstancias habían puesto en manos de Riego unos soldados mucho más motivados que los que habían participado en intentonas anteriores, pero eso por sí solo tampoco fue definitivo para el triunfo de la revolución.
Los planes de conquistar Cádiz fracasaron, quedando parte de las tropas sublevadas bloqueadas entre la isla de León y los soldados enviados por el gobierno en auxilio de la ciudad. Riego, acompañado de parte de sus hombres, inició un duro viaje por Andalucía, sometidos a las inclemencias de un crudo invierno, intentando recabar apoyos para la sublevación. De fines de enero a mediados de marzo, fueron las tropas de Riego proclamando la Constitución. Su capacidad de resistencia a la adversidad, a pesar de no encontrar los apoyos que esperaba y de verse obligado a imponer contribuciones de todo tipo para mantener a sus cada vez más desmoralizados hombres, permitió ganar tiempo y mantener encendida la llama del pronunciamiento. Los rumores que se extendieron por todo el país narrando sus hazañas; las críticas a lo que se veía como incapacidad del gobierno para terminar con el foco rebelde y el indudable fermento constitucionalista que existía en otras zonas del país y que ya se había manifestado anteriormente en otros pronunciamientos fallidos, permitieron la generalización del movimiento, estadio al que nunca habían llegado los levantamientos anteriores. A partir de los últimos días de febrero, La Coruña, Ferrol, Vigo, Zaragoza, Barcelona..., se sumaban a la revolución.
Las alarmantes noticias que llegaban a la corte movieron a Fernando y a su entorno a intentar frenar la avalancha con la promesa de una convocatoria de Cortes a la manera tradicional. Sin embargo, no era una promesa nueva y llegaba demasiado tarde. Finalmente, abandonado por la Guardia Real y presionado por algunos de sus consejeros, Fernando cedió y afirmaba el 7 de marzo que, «siendo la voluntad general del pueblo, me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias en el año 1812». Se puso en libertad a los detenidos políticos y se creó una Junta Provisional Consultiva. El 9 de marzo juró el rey la Constitución y al día siguiente se publicó el manifiesto que contiene la famosa frase: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». El régimen absolutista se desmoronaba.

2. La Junta Provisional y el nuevo gobierno
El golpe había supuesto, además de la derogación de todas las reformas, la destitución de todos los que ocupaban algún cargo, la persecución y encarcelamiento de los liberales y la destrucción de los símbolos que habían acompañado la promulgación de la Constitución. Ahora el triunfo de la revolución de 1820 fue acompañada de la reposición en sus puestos de los destituidos de 1814, la puesta en libertad y el encumbramiento de los que habían sido víctimas de la represión y la reposición de toda la simbología liberal en medio de un entusiasmo popular que en este primer momento no dio muestras de revanchismo o ensañamiento. Seis largos años parecían quedar borrados de un brochazo. Había llegado el momento de poner en práctica las reformas.
La Junta provisional fue el organismo que dirigió la transición hasta la reimplantación del régimen constitucional, hay que destacar su participación en la designación de un nuevo gobierno, facultad que la Constitución reservaba al monarca pero en la que hubo de tomar cartas la Junta para conseguir unos ministros aceptables para los liberales, y en la convocatoria de Cortes. El hecho de que estuvieran fuera de la circulación los miembros de este primer gobierno facilitó la actividad de la Junta. Presidida por el cardenal de Borbón y compuesta por liberales de no mucho relieve, en teoría no tenía ninguna autoridad para mandar, pero «tenía toda la amplitud posible para proponer, para consultar y para impedir». Con excesiva moderación para algunos y con prudencia para otros, la Junta fue elevando al rey propuestas para ir restableciendo el régimen constitucional. Especial relevancia tuvo la propuesta de la reanudación de la libertad de imprenta, pues de forma casi inmediata empezaron a publicarse un gran número de periódicos, destacando el volumen de publicaciones de signo liberal, cuya fortuna fue desigual. Se volvió a decretar la abolición del Santo Oficio, esta vez para siempre. Se convocaron las Cortes, no sin una polémica sobre si debían ser ordinarias o extraordinarias, triunfando finalmente la primera opción. Poco a poco se fueron restableciendo otros decretos de las Cortes de Cádiz.
Con un rey que por el momento parecía resignado y cuyos respaldos absolutistas estaban todavía mal organizados y un gobierno con escasas competencias, las principales fuerzas se encuadraban en sectores muy diversos del bando liberal: las Juntas Provinciales, el ejército, las Sociedades Patrióticas, así como la masonería y otras organizaciones secretas, autoproclamadas guardianes de la revolución. Algunas de las Juntas Provinciales más extremistas pretendieron enviar representantes a Madrid para constituir una Junta Central, algo innecesario una vez que el rey hubo jurado la Constitución y se convocaron las Cortes. Hasta su disolución, tras la apertura de las Cortes, algunas Juntas Provinciales fueron un auténtico quebradero de cabeza con sus desmedidas pretensiones. Pero no sólo ellas presionaban en estos primeros momentos. El conocido como «ejército de la isla» podía ser útil si era necesario el uso de la fuerza para defender la revolución, pero a la Junta y al gobierno no se les escapaba que podía ser utilizado como elemento de presión para defender una interpretación determinada de la misma. Era un problema y sobre todo una pesada carga económica.
Las Sociedades Patrióticas habían surgido desde los primeros días de la revolución. En toda la Península proliferaron las reuniones en las que se discutían asuntos de índole política y, con distintos enfoques según las tertulias, se propagaban las máximas del liberalismo en un ambiente entusiasta. Los más moderados veían con temor la orientación de alguna de ellas y pretendieron acabar con lo que consideraban una amenaza, mientras sus partidarios estaban dispuestos a defenderlas por encima de todo. En cuanto a la masonería, el desembarco en las logias de los hombres de Cádiz, que utilizando su prestigio intentaron hacerse con el control, provocó la salida de los jóvenes más extremistas quienes, en febrero de 1821, fundarían otra sociedad secreta más radical, los «Comuneros». Con pequeñas medidas administrativas y económicas para intentar restablecer un cierto equilibrio en la dañada Hacienda nacional y la existencia de serias divergencias entre los liberales, se llegó a la reunión de Cortes.
El 9 de julio se reunieron formalmente y en el solemne acto de apertura se produjo la renovación por parte del monarca de su juramento de la Constitución, se iniciaba el periodo de monarquía constitucional. Fernando se comprometió, una vez más, a conservar «entera e inviolable» la Constitución. Poco duraría esta actitud y comenzarían los choques entre el rey, su gabinete y las Cortes. Estas mostraban una composición bastante homogénea, con una mayoría aplastante de liberales y unos pocos absolutistas. Las dificultades y las discusiones se producirían entre las dos generaciones de liberales. Los hombres de Cádiz moderados por el tiempo, la cárcel o el exilio y a una nueva hornada de jóvenes, los artífices de la revolución de 1820, defensores a ultranza de métodos más radicales. En estas primeras Cortes, el grupo más ampliamente representado era el de los moderados. Las grandes figuras de Cádiz, el conde de Toreno, Diego Muñoz Torrero, Francisco Martínez de la Rosa, vuelven a sus escaños para intentar llevar adelante su acción reformadora. Junto a ellos, pendientes de su actuación, políticos de nuevo cuño como Quiroga, héroe del levantamiento y ahora mariscal de campo y diputado.
Los diputados decretaron la supresión de los mayorazgos y cualquier otra especie de vinculación. Implantaron el medio diezmo pero que no cerraba totalmente este ingreso eclesiástico. Acometieron el espinoso tema de las órdenes regulares, suprimiendo la Compañía de Jesús y reformando de forma drástica y limitadora otras comunidades religiosas. Eran cuestiones muy importantes, que aunaban lo económico y lo social. Se abordaron otras, también relevantes, como la reorganización de la Milicia Nacional que para los moderados debía velar por el orden público, los exaltados privilegiaban su papel como organismo político defensor de los logros constitucionales.
Uno de los temas más espinosos fue la disolución del «ejército de la isla». El 13 de julio, poco después de la constitución de las mismas, Riego, se había dirigido a ellas congratulándose por su apertura. Poco después el ministro de Guerra, marqués de las Amarillas, firmó el decreto de disolución del ejército de Andalucía. Prescindir así de los que seguían siendo los héroes nacionales no podía menos que ocasionar graves tensiones en las que se vieron envueltas todas las fuerzas del momento.
En una «representación al rey» que se publicó en la prensa, Riego acusaba a «una mano oculta» y enemiga de conducir a la nación y al monarca al precipicio; insistía en las pruebas de amor a la patria dadas por él y sus hombres, y criticaba que habiendo tanto por hacer y estando «la ley fundamental del Estado y la seguridad pública amenazadas por asociaciones, amparadas en Reinos extranjeros, y por disturbios interiores», se disolviera el ejército de Andalucía, por lo que suplicaba al rey la suspensión de la orden. En términos no muy distintos se dirigió el mismo día a las Cortes pidiendo su apoyo. Las reacciones no se hicieron esperar y el debate, ya en la calle, subió de tono. A las súplicas se unieron las amenazas y las peticiones de dimisión de Amarillas, solución que finalmente aceptó el gabinete como un mal menor para calmar los ánimos. Fernando, en cambio, se negó en redondo produciéndose el primer choque entre el rey, que se apoyaba en su derecho constitucional a designar sus ministros, el gobierno y las Cortes, teniendo finalmente el monarca que ceder. Esta crisis supondría el inicio del abandono por parte de Fernando de una senda constitucional, que para otros autores nunca había contemplado, sirviendo además de catalizador para la escisión de los grupos liberales.
El tema del «ejército de la isla» supuso también un serio conflicto dentro del bando liberal, pues la dimisión de Amarillas no alivió la tensión. La decisión de mantener la disolución del ejército y enviar a Riego como capitán general a Galicia radicalizó a los exaltados que alentaron las algaradas. A su llegada a Madrid, Riego fue recibido con gran entusiasmo por el pueblo. La polémica estaba servida. Se ponía sobre el tapete lo que muchos pensaban: que unos habían hecho la revolución y otros se estaban haciendo con ella. Banquetes y agasajos de Sociedades Patrióticas, salidas en loor de multitud, incluida una polémica asistencia al teatro del Príncipe donde se cantó el «Trágala», estos y otros hechos alertaron al gobierno que decidió tomar medidas disciplinarias y alejar de la Corte a algunos significados militares, entre ellos Riego. La tensión en las Sociedades Patrióticas y en la calle continuó y arreciaron los tumultos, y aunque el gobierno no se atrevió a acusar abiertamente a Riego de republicanismo, se insinuó ante las Cortes y él tuvo que defenderse. El gobierno, controladas las Cortes y reinstaurada una cierta tranquilidad, alternó medidas represoras con otras destinadas a calmar los ánimos. Los moderados habían triunfado, pero la manzana de la discordia estaba lanzada.

3. Los gobiernos moderados
Los meses que mediaron entre la disolución de las Cortes y la reunión de las nuevas estuvieron plagados de incidentes, nuevos enfrentamientos entre el rey y los liberales y también entre los moderados doceañistas y los exaltados veinteañistas. El rey, instalado en El Escorial y rodeado de partidarios, retrasaba su vuelta a una capital en la que los rumores de toda índole sobre conspiraciones serviles provocaban manifestaciones y alteraciones del orden. Finalmente el gobierno tuvo que obligar al rey a regresar a Madrid y realizar ciertas cesiones a los exaltados. Los jefes del «ejército de la isla» y algunos señalados simpatizantes fueron ascendidos y se reabrieron las Sociedades Patrióticas.
Pero la unidad liberal que había provocado la actitud del monarca era muy débil y los moderados volvieron a fijar su atención en los exaltados y en su temida capacidad de movilizar a las masas populares. Se volvió a ordenar el cierre de las Sociedades Patrióticas. Es en este contexto se sitúa la aparición de los «Comuneros», sociedad secreta escindida de la masonería, en la que militarían los jóvenes más radicales. Con esta política oscilante, utilizando a las masas cuando era necesaria una presión popular en la calle y reprimiéndolas después, el gobierno no hacía más que intranquilizar a los que les veían como traidores a la revolución. Los incidentes, algaradas y tumultos arreciaron en un marco de división que daba una apariencia de mayor solidez a una oposición absolutista cada vez más organizada. Pronto hubo partidas armadas en varias provincias y se descubrió una conspiración palaciega. Cuanto más se acercaba la fecha de reapertura de las Cortes más temor había a una intentona contrarrevolucionaria. En febrero se produjo un choque entre los guardias de Corps, que se habían enfrentado contra una muchedumbre agitada que se manifestaba en las cercanías del palacio, y la Milicia Nacional que finalmente obligó a la guardia a retirarse. En esta ocasión las presiones del sector radical, representado por parte de la milicia y del Ayuntamiento de Madrid, lograron un decreto de las Cortes por el cual se extinguía definitivamente el Real Cuerpo de Caballería de Guardias de la Persona del Rey, el protagonista de los ataques contra el pueblo y los regidores de la capital. Pero dejaba en pie a los regimientos de infantería de la Guardia Real, era una invitación a nuevas insurrecciones.
La nueva legislatura se inauguraba en 1 de marzo y la debilidad del gobierno quedó de manifiesto en la «crisis de la coletilla». En su discurso ante la Cámara, al terminar el texto redactado por sus ministros, Fernando añadió una «coletilla» en la que tras jurar la Constitución criticaba con dureza a su gobierno por no haberle defendido de ultrajes y desacatos, acusándole de no tener la fuerza necesaria y anunciando «un sinnúmero de males y desgracias» para la nación española si volvían a producirse. El gobierno se vio forzado a dimitir, pero ya había sido cesado. Fernando se dirigió al legislativo primero y al Consejo de Estado después pidiendo le recomendasen las personas a su juicio «más a propósito para desempeñar con aceptación y utilidad común tan interesantes destinos». Finalmente designó un gobierno con un nuevo grupo de moderados que, además de no contar con la confianza del monarca, ni con el respaldo de los exaltados, tampoco gozaba de las simpatías de sus correligionarios. Además, eran poco conocidos por la población y carecían de la aureola de heroísmo del anterior gobierno. Por otro lado, la situación internacional era cada vez más complicada y los contactos de Fernando con la Santa Alianza no facilitaban las cosas.
El gabinete Bardají intentó con poca fortuna poner algo de orden en la administración y la hacienda. Las Cortes acompañaron en su labor a este gobierno: la Ley Orgánica del Ejército, ejemplo del «utopismo liberal» y base para un nuevo ejército pequeño, eficaz y al servicio de la sociedad civil, fue aprobada. Riego expresaba su alegría ante la aprobación de la ley, la Ley de Instrucción Pública, puso las bases de un sistema dividido en tres niveles: la enseñanza primaria, obligatoria, impartida en las escuelas que habría en todos los pueblos de más de cien vecinos y necesaria para ejercer los derechos políticos; la secundaria, que se podría cursar en todas las capitales de provincia, y la superior o tercera, impartida en 10 universidades peninsulares y 22 de Ultramar. Un sistema uniformador y centralizado que fue la base de la organización educativa española, durante muchísimos años.
La aprobación de éstas y otras leyes y la discusión de temas que pasarían a futuras legislaturas, como la reorganización de la división territorial, no debe ocultar la fragilidad del equilibrio y las continuas tensiones entre los distintos grupos rivales. Las partidas realistas seguían actuando y las Cortes tuvieron que aprobar un decreto en el que se condenaba a penas severísimas a los que conspirasen contra la Constitución. Las algaradas y tumultos callejeros continuaban. Medidas radicales restablecieron el orden, pero por poco tiempo.
El 30 de junio se disolvieron las Cortes ordinarias para dar paso a unas extraordinarias, con los mismos diputados elegidos para las de 1820 y 1821. La justificación para ello fue la necesidad de abordar reformas administrativas en profundidad y pacificar América. En septiembre empezaron sus sesiones, nadie dudó en poner toda la carne en el asador. Los moderados utilizaban los resortes que el poder ponía en sus manos. Los exaltados seguían recurriendo a sus figuras para hacer propaganda y enardecer a sus simpatizantes que ocupaban las calles demostrando su fuerza. Especialmente significativo fue el incidente provocado por el cese de Riego, capitán general de Aragón, se le relacionó en supuestas conspiraciones revolucionarias, lo que provocó una intensificación de los incidentes (escritos contra el rey y el gobierno, manifestaciones de protesta).
Pocos días después iniciaban sus sesiones las Cortes extraordinarias y aprobaron con algunas modificaciones el proyecto obra de Argüelles dividiendo el territorio nacional en 52 provincias. Una prueba más del espíritu centralizador y racionalizador de raigambre ilustrada del liberalismo español. Otras leyes de especial trascendencia: la Ley de Beneficencia, por la que se crearon las Juntas Municipales de Beneficencia y el primer Código Penal español. Mientras, la lucha entre moderados y exaltados continuaba. En los últimos meses de 1821 aumentaron los incidentes en que estaban implicadas autoridades locales, «la revolución exaltada». Los ayuntamientos de destacadas ciudades, sus guarniciones, la Milicia, las Sociedades Patrióticas se unían contra el gobierno moderado al que se acusaba de connivencias con los absolutistas. Estos hechos son una prueba más de las diferencias entre los dos grupos del liberalismo. Los moderados, que acusaban a los exaltados de desestabilizar el país y fomentar la oposición absolutista con sus excesos, y éstos que responsabilizaban a los primeros de impedir el triunfo de un auténtico programa reformista con sus medidas lentas y respetuosas con los enemigos del cambio.
Los ecos de la revolución llegaron a las Cortes, donde se produjeron enfrentamientos muy sonados. Finalmente provocaron una remodelación y pocas semanas después un cambio total del ejecutivo, que sin embargo seguiría en manos de los moderados con el gabinete Martínez de la Rosa. Una nueva maniobra regia volvía a poner frente a frente al ejecutivo y al legislativo. Los problemas no podían sino continuar, habida cuenta del triunfo exaltado en las elecciones. Riego se convirtió en el presidente de las nuevas Cortes ordinarias y prueba del nuevo protagonismo parlamentario de los exaltados. La presentación del nuevo gabinete ante este Parlamento era una postura de fuerza por parte del monarca y casi constituía una declaración de guerra. En su contestación como presidente al discurso de Fernando ante las Cortes, Riego insistió en «las difíciles circunstancias» a que habría que hacer frente y presentó con gran claridad los tres sectores enfrentados «los enemigos de la libertad», «los que no odian las reformas» pero se resisten a los cambios y las Cortes que «trabajarán incesantemente en vencer todas estas dificultades».
La tensión irá en aumento. Insurrecciones de los absolutistas en Cataluña, Navarra y otras zonas de la Península. Intentos fallidos de suavizar las tensiones por parte de un ejecutivo débil, presionado por un legislativo. Proliferación de los gestos de los parlamentarios exaltados para reforzar la simbología revolucionaria. Las necesarias reformas, sobre todo económicas, no lograban pasar de un segundo plano. Todo ello en un escenario internacional cada vez más complicado, con las colonias americanas prácticamente perdidas y observados con desconfianza por una Europa.
Al acercarse el cierre de la legislatura las conspiraciones realistas se fueron haciendo cada vez más organizadas y peligrosas. Coincidiendo con la onomástica del rey, que pasaba la primavera en Aranjuez, se organizaron manifestaciones realistas. En el Real Sitio se oyeron gritos a favor del rey absoluto y hubo algunas algaradas, y en Valencia los artilleros se encerraron en la ciudadela y aclamaron no sólo al monarca sino también al general Elío, allí prisionero. La insurrección fue rápidamente controlada y el temido Elío fue finalmente condenado a muerte y ejecutado. El rey, requerido por el gobierno para que abandonase Aranjuez y una vez en la capital condenase los acontecimientos de Valencia, se enfrentó directamente a su gabinete negándose a acceder, en una prueba de fuerza. Tras un mes muy agitado, el estallido definitivo tuvo lugar el día 30 de junio. Con el rey en Madrid para asistir a la ceremonia de clausura de las Cortes, se produjeron una vez más incidentes entre los que gritaban en favor y en contra del rey absoluto. La Guardia Real cargó contra la multitud, en esta ocasión no se trataba de un mero enfrentamiento callejero. Una sublevación palaciega estaba en marcha, al parecer con la colaboración de la familia real. En las horas siguientes, Madrid quedó convertida. Algunos oficiales exaltados constituyeron el Batallón Sagrado, apoyados fundamentalmente por el ayuntamiento de la capital, a quien pronto se sumará la Diputación Permanente de Cortes. La postura del gobierno, en palacio con el rey, protegidos por los guardias y a la expectativa, hizo aumentar los rumores de sus connivencias con el monarca. El gobierno ordenó que los batallones de guardias que se habían concentrado en El Pardo y amenazaban la capital se retirasen fuera de Madrid. No tomaría medidas contra ellos. Un ejemplo más de esa postura conciliadora y carente de iniciativa que caracterizó la actividad del gabinete Martínez de la Rosa; una prueba clara de su implicación para otros. Los Guardias se negaron a acatar las órdenes con un rey cada vez más dispuesto a ir a reunirse con sus hombres sublevados y un gobierno que presentó una dimisión que el monarca no aceptó.
La madrugada del 7 de julio los guardias marcharon sobre Madrid, donde los milicianos y el Batallón Sagrado defendieron sus posiciones y les obligaron a replegarse hacia palacio buscando la protección de Fernando. Cuando más tarde intentaron huir fueron perseguidos por la milicia y tuvieron que rendirse. El golpe del 7 de julio había terminado con la victoria de los liberales. El rey se plegó a la necesidad de designar un nuevo gobierno, esta vez exaltado, si quería continuar en su puesto. Es posible una segunda intención, radicalizar la situación para animar la intervención de las potencias extranjeras a las que ya llevaba meses cortejando.

4. Los exaltados en el poder
A comienzos de agosto de 1822 tomaba posesión el nuevo gobierno, con el general Evaristo San Miguel al frente de la cartera de Estado. Por fin los exaltados iban a poder dirigir la revolución. Sin embargo, el deterioro de la situación política, económica y social puso las cosas muy difíciles. La falta de decisión a la hora de investigar las responsabilidades del golpe, por miedo a poner en crisis el sistema, reforzó a los realistas.
Se establecía la llamada Regencia de Urgel, originada en los círculos realistas exilados en el sur de Francia que venían combatiendo al gobierno constitucional ayudando a las partidas que actuaban en España y buscando el apoyo francés para sus actividades. Aprovechando la ocupación de la Seo de Urgel se constituyó una regencia y entonces se produjo la tan temida unidad del movimiento realista en el interior y en el exilio, una autoproclamada segunda legalidad que se arrogaba la representación del rey. Los manifiestos emitidos por los regentes a Su Majestad y a la nación retoman los argumentos: la ilegalidad del régimen constitucional, la condición de prisionero del rey y por lo tanto la invalidez de sus decisiones, junto a vagas promesas de reformas de acuerdo con los antiguos fueros y costumbres. La Regencia se convirtió en objetivo prioritario. Sin embargo, resultó ser más el ruido que las nueces, parece ser que ésta nunca contó con el apoyo de Fernando y desde luego nunca logró el respaldo de las potencias de la Santa Alianza. Aislada y afectada por los propios conflictos internos de los realistas, no fue rival para las tropas de Espoz y Mina. Tres meses después de ser creada, la Regencia tuvo que refugiarse en Francia, donde su desprestigio aumentaría día a día hasta su práctica desaparición. Los enfrentamientos entre los liberales y las partidas continuarían sin embargo, al no cambiar las condiciones económicas y sociales que ponían a los campesinos al borde de la desesperación, convirtiéndoles en presa fácil de las proclamas y llamamientos contra el régimen constitucional.
El gobierno y las Cortes intentaban reconducir la situación, se convocaron Cortes extraordinarias ante la importancia de varios de los temas que quedaban pendientes de la legislatura anterior, sobre todo los que afectaban al Ejército y otros asuntos, como los referentes al clero regular y a sus bienes, que contribuyeron a exacerbar las tensiones ya existentes así como las inevitables proclamas patrióticas, en medio de un ambiente cada vez más opresivo ante las noticias que llegaban del exterior y que no presagiaban nada bueno. La amenaza, cada vez más real, de una invasión armada, radicalizando aún más a sus sectores más extremistas que veían con sorpresa como «su» gobierno tomaba medidas «represoras» que impedían la unidad de los liberales.
A mediados de febrero se clausuraban las Cortes extraordinarias, no sin antes aprobar el traslado de la Corte a Andalucía, en previsión del conflicto. Resultaba cada vez más evidente que el futuro del régimen escapaba de las manos de los protagonistas españoles, aún hubo tiempo para nuevas manifestaciones de fuerza entre el monarca y unos exaltados cada vez más divididos. En estos últimos meses del Trienio: un rey, dos gabinetes y unas nuevas Cortes, se aprestaban a abandonar la capital, aun antes de que se produjese la tan temida invasión.

5. Las situación internacional y la caída del régimen constitucional
El sistema de Congresos estaba en pleno funcionamiento cuando se produjo la revolución española de 1820. España apareció en las deliberaciones del Congreso de forma indirecta. El zar pretendió la aprobación de un acuerdo por el que todos los firmantes garantizasen el mantenimiento de las disposiciones territoriales adoptadas en Viena, así como la defensa de los gobernantes legítimos frente a movimientos revolucionarios. Esto fue desestimado por Gran Bretaña y Austria, la principal amenaza a la estabilidad de un país europeo era la rebelión de las colonias españolas americanas contra su metrópoli, tema muy alejado de las preocupaciones e intereses austriacos y en el que Gran Bretaña no veía ventajosa una intervención.
Cuando las potencias se reunieron de nuevo (octubre-diciembre 1820), el escenario había cambiado de forma espectacular. La revolución se extendía por el continente y afectaba de forma directa a los intereses de algunas potencias. El pronunciamiento de Riego el 1 de enero de 1820, el asesinato del duque de Berry en Francia, la promulgación de la Constitución de Cádiz, la revolución napolitana, la portuguesa motivaron un cambio de actitud en Austria y un acercamiento a la postura rusa, favorable a la intervención en suelo extranjero en aras de la estabilidad restaurada. Austria, Prusia y Rusia -Gran Bretaña y Francia asistieron como observadores- acordaron que respaldarían intervenciones armadas para aplastar revueltas revolucionarias si fuese necesario. La oposición británica fue un duro golpe para la Alianza y el Congreso fue aplazado.
Reunidos de nuevo pocos días después, Castlereagh se vio forzado a aceptar la intervención del ejército austriaco en Italia. Francia se mantuvo al margen de la cuestión italiana. Su actitud cambiaría con la llegada al poder del gabinete ultrarrealista a fines de 1821. Una vez solucionado el problema que más preocupaba a Metternich, el Congreso estaba por disolverse cuando estalló la revolución griega, ante este nuevo problema, que podía arrastrar al zar a una guerra contra los turcos, se separaron no sin convocar una nueva reunión en la que se abordarían el tema griego y los asuntos peninsulares una vez más quedaron en un segundo plano.
En Verona (octubre-diciembre 1822) España se convirtió en la gran protagonista. Desde el estallido de una epidemia de fiebre amarilla en Cataluña, Francia había instalado en la frontera un «cordón sanitario» y había asistido con preocupación a la creciente violencia popular que acompañó al desprestigio cada vez mayor del gobierno moderado. En septiembre de 1822 sustituyó el «cordón sanitario» por un ejército de observación, mientras continuaba dando largas. a las peticiones de ayuda de Fernando, manifestando repetidamente que era impensable un retorno a la situación de 1814. Por su parte Alejandro 1 y Metternich compartían los recelos franceses ante la evolución de los acontecimientos en España. El zar aprovechaba la situación para sumar apoyos a su política intervencionista y Austria, con Prusia siempre a remolque, intentaba frenar los deseos protagonistas de los rusos buscando una imposible unidad de acción ante España que atemperase los «excesos» de los exaltados.
Se abría el Congreso de Verona con una posible intervención en los asuntos internos españoles como punto principal. El representante británico, Wellington, fue uno de los principales protagonistas por su firme negativa a respaldar un ataque contra España. Mientras Wellington intentaba sin éxito frenar la intervención en la Península, el embajador en España procuraba a su vez extraer el máximo provecho de la difícil situación en que se encontraba el gobierno español postulándose, con poco éxito, como mediador entre España y sus colonias en América. El representante francés, Montmorency, pasando por alto las instrucciones de Villele, reacio a una intervención, adoptó una postura decidida en pro de la acción y preguntó cual sería la reacción de los aliados ante una ruptura de relaciones entre su país y su vecino meridional. Wellington abandonó el Congreso, dejando clara la posición británica, pero el resto de los aliados garantizaron su respaldo. El primer paso fue el envío de notas al gobierno español exigiendo una reforma del texto constitucional. La inevitable y dura respuesta española, dado el carácter agresivo y de clara injerencia en asuntos internos de las notas, cerraba el camino de una posible negociación. A fines de año la guerra era inevitable.
La postura de Montmorency, de acuerdo con Metternich en su defensa de una acción conjunta de la Santa Alianza, chocó con la de Villele y Luis XVIII, partidarios del protagonismo francés, y provocó su dimisión, siendo sustituido por Chateaubriand, encargado de conseguir que la fuerza expedicionaria fuera exclusivamente francesa. El 28 de enero, Luis XVIII anunció que «cien mil franceses están preparados para avanzar invocando al Dios de San Luis para conservar el trono de España a un nieto de Enrique IV». Sus críticas a la Constitución española por no emanar de la corona permitieron a los británicos marcar las diferencias entre Gran Bretaña y el continente. Gran Bretaña agitó ante Francia una posible intervención británica. Pero en cuanto consiguió seguridades francesas de que no establecerían una ocupación permanente, respetarían los dominios de su aliado tradicional Portugal y no se apropiarían de territorios en las colonias españolas en América, Canning manifestó a su homónimo francés su intención de permanecer neutral. El gobierno y las nuevas Cortes iniciaban un largo viaje hacia Sevilla. A principios de abril, las tropas mandadas por el duque de Angulema cruzaban el Bidasoa.
Ante la sorpresa de muchos observadores no se produjo reacción popular. Es cierto que los franceses habían tomado precauciones, desde la selección de los oficiales de su ejército, evitando nombres de dolorosa memoria, el aprovisionamiento de las tropas, pagando al contado y renunciando a los saqueos habituales. Para el embajador británico lo más importante era un cambio de espíritu entre la población. En Sevilla se iban reuniendo las principales fuerzas políticas. El desánimo y la sensación de impotencia atenazaban a los liberales que se sentían cada vez más aislados, sin que el ejército preparado por el gobierno constitucional fuese capaz de ofrecer resistencia. La única excepción la constituyeron los hombres mandados por Espoz y Mina que, en Cataluña, ocasionaron problemas a los franceses hasta el final. Todos los intentos de resucitar el espíritu del pasado eran recibidos con indiferencia por la población.
El 23 de mayo los franceses llegaban a Madrid y se constituía una regencia, presidida por Infantado, la Regencia afirmaba su voluntad de emprender una labor puramente administrativa y de prevención de persecuciones, en realidad su actuación fue un claro preludio de lo que supondría la restauración de Fernando en su papel de rey absoluto: una vuelta atrás similar a la de 1814 acompañada de una represión política aun más feroz. Mientras, los liberales refugiados en Andalucía seguían mostrando su incapacidad para hacer frente a los acontecimientos. Se tomó la decisión de abandonar Sevilla para refugiarse en Cádiz. La negativa del monarca a desplazarse de nuevo, sobre todo ahora que sus «libertadores» estaban cerca, obligó a adoptar medidas extraordinarias que dividieron a los liberales. Las Cortes decretaron la enajenación mental transitoria del monarca y el nombramiento de una regencia.
El ambiente que se respiraba en Cádiz no era el que los constitucionalistas habían esperado, eran muchos los partidarios de negociar una rendición. Después de un largo verano tras los muros de Cádiz, los liberales aceptaron la inevitabilidad de la negociación que emprendieron directamente con Fernando y los franceses. El 1 de octubre, tras firmar un largo decreto repleto de promesas de perdón y ofrecimientos políticos, el monarca salía de la ciudad y se reunía con su libertador el duque de Angulema. En cuanto se encontró en libertad revocó lo firmado y declaró «nulos y sin valor todos los actos del llamado gobierno constitucional . La justificación para esta medida fue la falta de libertad a que había estado sometido y el carácter forzado de todos sus actos en dicho periodo. Era el final del Trienio Constitucional, la restauración y persecución estarían a la orden del día.
El Trienio caía como consecuencia de una intervención extranjera, pero ello no debe ocultar que el fracaso del nuevo intento constitucional se debió a sus propias contradicciones internas. Las graves divisiones existentes plasmadas en los enfrentamientos y tensiones constantes entre los representantes del sector moderado y los exaltados. La incapacidad para articular un sistema político eficaz, al concentrar la mayoría del poder en unas Cortes que chocaron continuamente con un monarca opuesto a los cambios y con gobiernos moderados que querían imponer un ritmo lento a las reformas, en un intento poco afortunado de atraerse a los absolutistas más tibios. Todo ello impidió la estabilización del régimen Y facilitó el surgimiento de los movimientos contrarrevolucionarios.






LAS COLONIAS
La crisis del Antiguo Régimen en las colonias de América

en la Península supuso una drástica alteración en las relaciones entre la metrópoli y sus colonias en América. En otros momentos difíciles para la metrópoli las colonias no aprovecharon la situación de debilidad de la «potencia imperial». Durante los reinados de Fernando VI y sobre todo de Carlos III, se inició un vasto plan de reformas dirigidas a frenar la emancipación económica de las colonias. «La segunda conquista de América» supuso un mayor control burocrático y un intento de aumentar el dominio económico para obtener mayores beneficios y limitar la autonomía de los criollos. Mayor presión fiscal provocó en las últimas décadas del siglo ilustrado una gran oposición que a veces se tradujo en revueltas violentas.
España tomó las primeras medidas de lo que se llamó «el comercio libre». Se ampliaron de forma considerable el número de puertos habilitados para el tráfico con América, se eliminaron ciertos trámites burocráticos y, en general, se flexibilizó un sistema, que por supuesto para los americanos no significó una mayor libertad, más bien al contrario, al funcionar ahora de forma más eficaz. La política económica borbónica agravó la situación de las colonias y acrecentó la hostilidad de los criollos hacia los peninsulares que desde ambas orillas se beneficiaban de las reformas.
El creciente intervencionismo británico en el área-, el problema económico no era el único. Los criollos envidiaban también a los peninsulares su situación de privilegio, cuando no de exclusividad, a la hora de acceder a los cargos públicos. Había una cierta identidad diferenciada, de ser súbditos del mismo rey pero unos americanos y otros españoles, fue reforzándose y perfeccionándose dando lugar también a la aparición de rivalidades entre las distintas colonias de ese inmenso territorio. Un nacionalismo incipiente y un regionalismo estaba ya bastante asentado.
La influencia de las ideas de la Ilustración como causa del «surgimiento» de los movimientos revolucionarios en las colonias españolas en América. Es cierto que un pequeño grupo de precursores de entre la elite criolla conocían a los principales autores del movimiento ilustrado. Pero su papel fue más el de proporcionar una justificación ideológica a un movimiento que tenía unas raíces mucho más prácticas, la defensa de los intereses económicos y políticos de los criollos.
Entre 1780 y 1808 los momentos en que la tensión entre criollos y peninsulares alcanzó su máxima intensidad. Hubo que esperar a partir de 1808 para que se iniciara el proceso que culminaría en 1825 con la independencia de las colonias españolas en la América continental. Las noticias de la presencia de tropas francesas en España, la rebelión del 2 de mayo, el cautiverio de la familia real en Bayona, las abdicaciones, el nombramiento de José I, y otras igualmente preocupantes llegaron a América con rapidez. La extrema gravedad de la situación puso a la administración colonial en la tesitura de tener que sumarse a los afrancesados o seguir el ejemplo de las juntas provinciales y negarse a aceptar al «usurpador».
La reacción en las colonias no fue muy distinta de la que tuvo lugar en la Península. Manifiestos, proclamas, impresos de todo tipo expresaron fidelidad a Fernando VII. El rechazo a José I y la prisión de la familia real hizo que se experimentase un vacío de poder que había que llenar con la constitución de poderes emanados de la soberanía que el pueblo había recuperado al verse privado de monarca. Pero a la hora de llevar a la práctica esta idea surgían en las colonias problemas inevitables derivados de su situación de dependencia. La toma de decisiones llevó a enfrentamientos entre las autoridades reales y las elites americanas que querían hacerse con el control de la situación. Al no haber «afrancesados», ni levantamientos populares, ni tropas invasoras era difícil convencer a los antiguos representantes de la corona de la necesidad de cambios y los primeros intentos fueron reprimidos por los peninsulares. Esto presuponía una desigualdad entre el derecho peninsular a constituir juntas y el castigo a los americanos que intentan hacer lo propio, esta desconfianza abriría aun más la brecha.
Las primeras manifestaciones de las nuevas autoridades peninsulares sobre las colonias generaron expectativas y decepciones casi al mismo tiempo. La Real Orden del 22 de enero de 1809 en la que la Junta Suprema Central afirmaba que los territorios de España en América «no son propiamente colonias o factorías como las de las otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española», suponía un ansiado reconocimiento, pero el número de diputados que se les concedía para formar parte de esta organización, sólo 9 cuando la Península aportaba 26, daba una clara idea de su papel secundario. La convocatoria de elecciones a Cortes concedía sólo 30 diputados a los americanos frente a los aproximadamente 250 de los españoles. Esta desigualdad hacia América de los liberales no tan distinto del de sus predecesores, fue una de las causas fundamentales del rechazo americano a las nuevas autoridades y de la constitución de juntas autónomas. En 1810 la constitución de juntas autónomas fue el primer paso hacia la desvinculación definitiva con la Península y, también, hacia la división entre las propias colonias. De hecho, en territorios tan importantes como Nueva España o Perú las autoridades reales optaron por reconocer a la Regencia. Enfrentamientos entre organismos controlados por peninsulares y cabildos, más próximos a los criollos; entre los diferentes cabildos, la presencia de diputados americanos en las Cortes de Cádiz y el importante papel que algunos de ellos desempeñaron en la defensa de la causa liberal; el decepcionante centralismo que emanó de la Constitución allí aprobada; los intereses británicos en la zona, el peso que estaban teniendo en la guerra peninsular y sus deseos de mediar en el conflicto; manifestaciones de problemas indígenas y sociales subyacentes, todos estos elementos y algunos otros se entremezclan dando lugar a cuatro años de agitación social, cambios políticos y guerra civil.
Cuando Fernando VII llegó a la Península en 1814, pareció que aún sería posible restablecer el orden en América. Partiendo de las zonas que habían permanecido fieles a la Península, el virrey de Perú, Abascal, había logrado restablecer su autoridad en el oeste. En otras regiones, el cariz social y racial que estaban adoptando los procesos independentistas facilitó una reacción contrarrevolucionaria que las autoridades realistas supieron capitalizar a su favor. Había zonas más difíciles de recuperar que otras, Fernando se encontraba en una buena posición para haber intentado una solución negociada, mediando entre los «fidelistas o realistas» y los «autonomistas o independentistas». Sin embargo se puso con firmeza a la cabeza del grupo realista. En 1816 todas las provincias de Ultramar estaban bajo su control excepto el Río de la Plata. La transformación de la guerra civil en una guerra contra la metrópoli permitió moderar los extremismos de los «patriotas», y ampliar su base incluyendo incluso a antiguos realistas. Bajo la dirección de dos grandes líderes, Bolívar y San Martín, la contienda cobró nuevas fuerzas a partir de 1816-1817. España, recién salida de una guerra, con una situación financiera catastrófica, sumida en una profunda crisis política e incapaz de obtener apoyos internacionales, quedaba sola para combatir la rebelión.
La crisis colonial durante el Trienio
La actitud de los liberales frente a las colonias no difería en lo sustancial de la de los absolutistas. Para ambos grupos resultaba impensable una América independiente. Podían diferir en cuál debía ser su papel, en cómo debían ser tratados y considerados, pero coincidían en considerar aquellos territorios como parte integrante de la corona española. Los motivos iban desde los puramente económicos, hasta los históricos y sentimentales.
La proclama de Riego el 1 de enero de 1820 no había hecho mención expresa a los sublevados en las colonias y a su lucha por la libertad. Los liberales peninsulares estaban convencidos que el restablecimiento de la Constitución gaditana sería suficiente para que los insurrectos depusieran las armas. El 11 de abril, la Junta Provisional y el Consejo de Estado enviaron instrucciones a los representantes del gobierno en América para que publicasen el real decreto que restablecía la Constitución, invitando a dirigentes y habitantes de sus territorios a jurarla, así como a enviar diputados a las nuevas Cortes. Poco después se anunciaba un alto el fuego para iniciar negociaciones con los rebeldes. Todo ello en el marco del espíritu conciliador que caracterizará al nuevo régimen, en cuya raíz no hay que descartar el convencimiento de la falta de capacidad material para hacer frente a la crisis colonial.
Al otro lado del Atlántico tenían una visión del problema muy diferente. Para los insurgentes, la Constitución no era la respuesta a sus quejas. La representación que les garantizaba seguía siendo demasiado pequeña; no había atisbos de que se acercara la libertad de comercio, y no se apreciaban transformaciones en el comportamiento o el papel de los representantes de la metrópoli, en territorios controlados por la corona, un funcionario respaldaba alguna de las demandas de los insurgentes, sus propuestas solían ser desestimadas.
Las dificultades de la política interior peninsular en estos años acapararon gran parte de la atención de las Cortes y los gobiernos. La pacificación tardaba en llegar a las colonias, lo que de hecho la hacía cada vez más imposible. Se intentaron soluciones parciales con poco éxito. Pero nada que no fuese la independencia podía ya convencer a personajes como Bolívar o San Martín y los comisarios pronto fueron informados de ello. En Bolívar como en otros revolucionarios americanos el antiabsolutismo iba indisolublemente unido al anticolonialismo. Por ello, la actitud hacia las colonias de los liberales, en quienes había puesto grandes esperanzas, tuvo que decepcionar al líder independentista quien afirmó que si venían a hablar de paz y a reconocer a Colombia como un Estado libre y soberano estaba dispuesto a recibidos, pero si no, se negaba a escuchar ninguna proposición. San Martín, en cambio, era más conciliador y mostraba tendencias monárquicas que impresionaron favorablemente a Abreu, el comisario enviado a la zona. Sin embargo, no por ello su misión tuvo más éxito. Un régimen independiente era también su objetivo final.
Fracasada la iniciativa negociadora, la evolución fue alejando lenta e inexorablemente los dos continentes. La revolución en la Península dejaba poco tiempo para los asuntos americanos y al otro lado del Atlántico los territorios con una independencia de hecho se asentaban y ampliaban, quedando los realistas cada vez más aislados, de tal manera que cuando el gobierno o las Cortes encontraban un hueco para ocuparse de las colonias, tomaban decisiones sobre un Imperio que en la realidad ya no existía. Cuando a fines de 1821 el Consejo de Estado dio a la luz una serie de recomendaciones con respecto a América, la finalización del comercio exclusivo, una igualdad total a la hora de ocupar los cargos, pero era ya demasiado tarde.
Sin embargo, en la Península la mayoría se resistía a aceptarlo. A comienzos de 1822 el gobierno, tras reafirmarse en su negativa a reconocer su independencia, recomendaba, entre otras medidas, detener las hostilidades, recibir todas las quejas y suspender o revisar las disposiciones constitucionales, leyes o decretos que hubiesen suscitado protestas o malestar en las colonias. El eco de las peticiones reiteradas americanas parecía haber llegado, finalmente y con bastante retraso, a oídos del gobierno. La respuesta resultó un tanto decepcionante. Se enviarían de nuevo comisarios para recoger las propuestas de los disidentes y se comunicaría a las potencias que cualquier reconocimiento total o parcial de la independencia de los territorios de ultramar sería considerado como una violación de los tratados existentes. Frente a voces aisladas que llamaban a considerar el reconocimiento de la independencia, las Cortes se cerraban incluso a las menores concesiones.
La rápida evolución del problema colonial español y la incapacidad de la metrópoli para hacerle frente estaba animando a las potencias a tomar postura ante el inevitable triunfo de los insurgentes. Especial interés por la zona estaba mostrando Estados Unidos, ansiosa de aprovechar cualquier oportunidad de expansión. La crisis del imperio español ya le había permitido hacerse con la Florida. Adams y Monroe estaban más libres para poner en marcha su política hacia la América meridional, cuyo fin primordial era impedir el control comercial de la zona por parte de Gran Bretaña. que las concesiones que los españoles le habían hecho la habían situado en una posición de privilegio. Francia, por su parte, si bien estaba menos preparada que los británicos para sacar partido de la situación, intentaría por todos los medios lo mismo que los estadounidenses, evitar un predominio de sus vecinos del otro lado del Canal. Las propuestas rusas para que las potencias colaborasen con España en la recuperación de sus colonias tenían poco futuro. España estaría sola ante los insurgentes y además tendría que enfrentarse a las maniobras diplomáticas con que los diferentes Estados buscaban proteger sus intereses.
En el verano de 1822, los americanos del norte reconocían a los nuevos estados y establecerían relaciones diplomáticas con ellos. Era el final del aislamiento diplomático de los insurgentes y un paso más hacia la completa independencia, sin que España fuese capaz de hacer nada para impedido.
El envío de los Cien Mil Hijos de San Luis intranquilizó a británicos y estadounidenses pues podía colocar a los franceses en una posición de privilegio ante el conflicto colonial. La postura de Monroe, exigiendo de su antigua metrópoli un reconocimiento formal de sus repúblicas hermanas del sur, frenó cualquier posible acuerdo. Gran Bretaña concentró sus esfuerzos en asegurarse la abstención francesa en el continente americano. El presidente Monroe formuló la Doctrina Monroe, base de la política exterior norteamericana durante más de un siglo, en la que, mantenía que cualquier intervención europea en América sería considerada por los Estados Unidos como una amenaza a su paz y seguridad. Hizo saltar por los aires las renuencias británicas hacia el reconocimiento de la independencia de algunas colonias españolas, en un desesperado intento de afirmarse como poder comercial en la zona. Gran Bretaña anunció a España su decisión de negociar directamente tratados comerciales con Colombia, México y las Provincias Unidas del Río de la Plata. Era sólo el comienzo, los europeos iniciaban el reconocimiento de los nuevos Estados.
En la Península los éxitos del virrey José de la Serna, que había conseguido mantenerse en Perú, habían permitido que persistiera la ficción de que aun era posible hacer algo en América. Tuvo que pasar algún tiempo para que la metrópoli aceptara la pérdida del Imperio y sus terribles repercusiones económicas. El reconocimiento definitivo de la independencia de las colonias no llegó hasta después de la muerte de Fernando VII en 1834, España anunció que negociaría con los nuevos Estados.



LA DÉCADA FINAL DEL ABSOLUTISMO, 1823-1833

1. La vuelta a la monarquía absoluta
Antes incluso de la entrada de las tropas francesas en la Península se habían tomado las primeras medidas encaminadas a restablecer la situación anterior al triunfo de Riego. Fue la ya citada Junta Provisional de Gobierno de España e Indias la que en sus apenas dos meses de vida dio los primeros pasos, alternando medidas restauradoras con las represivas y las puramente simbólicas tan del gusto de la época. Así ya en abril del 23 se dio la orden de restablecer los ayuntamientos anteriores al Trienio; se diseñaron lo que luego serían las Comisiones de Purificación -origen de la figura del cesante por motivos políticos-, y se ordenó la retirada de lápidas y símbolos constitucionales, así como la concesión de una condecoración a los «persas». Fue también obra de la breve Junta la creación de los «voluntarios realistas», siguiendo el ejemplo de la Milicia Nacional, en un intento de proporcionar al absolutismo una fuerza armada propia al margen de un ejército que había dado pruebas de simpatías constitucionales. La Regencia, aprobada por Angulema a su entrada en Madrid y que sustituyó a la Junta desde fines de mayo, siguió con la misma política. A partir del 1 de octubre fue el propio rey quien se puso al frente de la restauración absolutista, declarando nulos todos los actos del gobierno constitucional y dando su aprobación a lo realizado por la Junta y la Regencia. La designación de su confesor como ministro de estado con amplios poderes hasta que Fernando llegara a Madrid, imprimirá un fuerte cariz ultra.
Sin embargo el monarca no estaba en condiciones de ejercer plenamente su soberanía, se vio obligado no solo a aceptar sino incluso a demandar la presencia de las tropas francesas, que en principio no habían sido pensadas como ejercito de ocupación. La solicitud de Fernando VII presentaba una oportunidad de consolidar ventajas económicas además de reforzar el prestigio militar y político francés en Europa. Fue fácil por tanto hacer que las tropas francesas permanecieran durante 5 meses (50000 hombres), para mantener tranquilo el país mientras Fernando lo reorganizaba, las tropas permanecerían hasta su retirada definitiva en 1828.
La presencia militar supuso a veces una influencia moderadora en la política absolutista. El primer gabinete de Fernando centró su actividad en la represión política, respaldada por el monarca, también hubo que sumar los estallidos violentos producidos en diversos sectores sociales, consecuencia del ambiente de guerra civil. Fernando era ahora aclamado ahora como “rey totalmente absoluto” y sus partidarios querían resarcirse de los agravios sufridos en el régimen anterior. Todo tipo de violencias: ejecuciones, sentencias de muerte en ausencia, exilio, destierro, expedientes de purificación. Todo esto hizo que aumentara la presión de sus aliados extranjeros sobre Fernando para frenar la brutal represión. Entre las escasas actuaciones del gobierno en este periodo que merezcan resaltarse, está la creación del Consejo de Ministros por Real Decreto, ya fuese por buscar una mayor eficacia y orden en las tareas de gobierno o como respuesta a las recomendaciones que le llegaban desde el extranjero, otro Real Decreto complementaría el anterior estableciendo normas para su funcionamiento y estipulando que en ausencia del rey lo presidiría el secretario de Estado y del Despacho universal bajo el título de presidente del Consejo de Ministros. Sin embargo, la prevalencia de la voluntad soberana del rey estaba fuera de toda duda.

2. El reformismo absolutista y la división de los realistas
El moderado marqués de Casa Irujo pasó a presidir el nuevo gabinete del que formaban parte otros reformistas. El nuevo gabinete calmaba las ansias más inmediatas de las potencias continentales, pero su labor no iba a ser fácil. A las evidentes divisiones entre realistas y liberales se sumarían ahora las escisiones en el bando absolutista, al perder el poder sus elementos más reaccionarios. Por otra parte, tendría que hacer frente a las dificultades emanadas del talante del propio monarca.
Al día siguiente de realizar los nombramientos y con motivo de la visita que los nuevos ministros le hicieron, Fernando hizo entrega a Casa de Irujo de un texto de su puño y letra que contenía las Bases sobre las que ha de caminar indispensablemente el nuevo Consejo de Ministros: Plantear una buena Policía en todo el Reino, disolución del Ejército y formación de otro nuevo, nada que tenga relación con Cámaras ni con ningún género de representación, limpiar todas las secretarías del Despacho, Tribunales y demás oficinas tanto de la corte como de lo demás del Reino de todos los que hayan sido adictos al Sistema Constitucional protegiendo decididamente a los Realistas, trabajar incesantemente en destruir las sociedades secretas y toda especia de secta, no reconocer los empréstitos constitucionales. Directrices centradas en la persecución hacia los liberales, la organización de un régimen represivo, ninguna concesión hacia una posible representación, y una única medida de tipo económico que provocaría numerosos problemas con los países acreedores.
El gabinete siguió las Bases con las que el rey había marcado su camino, intentando a su vez sacar adelante alguna medida reformista, especialmente el proyecto de amnistía de Ofalia, que llevaría las divisiones realistas a su mismo seno. Una Real Cédula reorganizó el sistema de seguridad pública, con una policía muy orientada al control político. Los sectores más reaccionarios hubiesen deseado una reinstauración de la Inquisición. Dos obispos establecieron unas Juntas de Fe. Consecuencia de la actuación de la de Valencia fue la celebración del último Auto de Fe de nuestra historia. Se crearon las Comisiones Militares Ejecutivas y Permanentes. Las Juntas de Purificación que habían sido suspendidas volvieron a entrar en vigor. Pero el tema que suscitó más polémica fue el proyecto de amnistía, propuesta muy limitada y chocaba, por un lado con los embajadores de las potencias que defendían una más amplia o incluso un indulto, y por otro con los ultras, opuestos a cualquier perdón. La muerte de Irujo y la entrada de Calomarde en Gracia y Justicia rompieron la unidad del gabinete sobre el tema. Las discusiones se prolongaron durante meses, finalmente, y ante las presiones francesas, el decreto de amnistía fue aprobado. La amnistía, que dejaba la decisión sobre un buen número de casos al arbitrio de autoridades civiles y militares, no satisfizo a nadie, ni siquiera al gabinete. Los más reaccionarios se oponían a la menor concesión, los liberales lo repudiaban.
Pero había otro problema acuciante, la situación económica y hacendística del reino. La Secretaría de Hacienda, desempeñada por López Ballesteros, cuya permanencia en el puesto de 1824 a 1832 le permitió rodearse de un sólido equipo y abordar los principales problemas de la Hacienda española. Era efectivamente un tema prioritario, pues tras anular lo dispuesto por el Trienio no se había establecido ningún sistema fijo de rentas. Pero a la hora de abordarlo, López Ballesteros debía tener en cuenta dos limitaciones fundamentales: huir de las «innovaciones», repudiadas por los sectores más reaccionarios, y no reconocer los empréstitos constitucionales, lo que complicaba enormemente la búsqueda de nuevos créditos. Ballesteros planteó una reforma tributaria que pensó le proporcionaría los fondos necesarios para atender a los gastos ordinarios del Estado. Contemplaba también una reforma en profundidad de la caótica administración. Las esperanzas depositadas quedaron frustradas. La recaudación ordinaria no fue suficiente. Hubo que echar mano a todos los recursos disponibles e incluso contraer nuevas deudas. Criticado por la falta de resultados, optó por intentar sacar adelante su sistema reduciendo los gastos. La elaboración de un presupuesto, el primero efectivo de la historia de España, y su publicación es la consecuencia directa de esta necesidad de conseguir un equilibrio mediante la disminución del gasto. El presupuesto consiguió reducir los gastos ordinarios del gobierno, pero no fue posible lograr un equilibrio completo y hubo que recurrir de nuevo a préstamos. Pese a sus deficiencias, se superó el colapso que amenazaba la Hacienda. La situación se descontrolaría el año treinta, cuando la crisis internacional y sus consecuencias exigieron un aumento de los gastos militares. El de 1831 fue el último presupuesto de la monarquía absoluta. En cuanto al gravísimo problema de la Deuda, en 1824 se definió una nueva ordenación cuyo elemento central era la Caja de Amortización. El nuevo sistema creado sobre se centró en gestionar nuevos empréstitos extranjeros, dejando de lado a los tenedores de deuda nacionales de los que ya poco se podía obtener. Había que mantener abiertas las líneas de crédito en el exterior si se quería seguir obteniendo el dinero necesario para subsistir.
Pero lo menguado de los ingresos de que podía disponer le obligó a disminuir los gastos de tal manera que España renunciaba definitivamente a la reconquista de sus colonias americanas y los ingresos que reportaban y aceptaba un papel de potencia secundaria en el marco continental. López Ballesteros, con las manos atadas además por las limitaciones que le imponían los más reaccionarios del gabinete y el Consejo de Estado. En la crisis de gobierno de octubre de 1832 cesó López Ballesteros, pero los hombres que habían colaborado con él durante su largo mandato siguieron en sus puestos hasta diciembre de 1833 y no se produjeron cambios de importancia en la línea que había marcado.
La aprobación de la amnistía provocó un aumento de la tensión entre el rey y los moderados y dentro del gabinete. El monarca se quejaba en privado de algunos ministros y Calomarde dio a la luz un decreto compensatorio por el que se sobreseían las causas por vejaciones contra las personas o bienes de los liberales, excepto en el caso de asesinato. Dos meses después, Ofalia fue depuesto y Francisco de Cea Bermúdez ocupó la Secretaría de Estado. Ofalia estaba bastante quemado y Cea, aunque avalado por los extremistas que recordaban sus servicios en Rusia, no tenía porque suponer en principio un gran cambio. Su nombramiento fue bien recibido por las otras potencias y el primer ministro británico afirmaba que era «bastante liberal para ser español». Todo parecía indicar que el gabinete iba a continuar con un número similar de moderados y ultra. Pero tuvo lugar una intentona liberal en Tarifa, rápidamente sofocada, pero se recrudeció la política de represión, mientras que Cea perdía algunos de sus posibles apoyos. Se abría otra vez un periodo de represión en el que, prueba de la división entre los absolutistas, se dictaron algunas medidas que también afectaban a los ultras, por ejemplo la prohibición de las sociedades secretas de todo tipo, incluidas las realistas.
Con la división en las filas realistas, el cuerpo de voluntarios, se volvía ahora contra Fernando. El miedo que tenían los sectores más reaccionarios a que la presión francesa atemperara en demasía el absolutismo de Fernando, los nombramientos de algunos ministros a su juicio demasiado tibios, algunas de las medidas aprobadas, llevaron a los representantes de esta tendencia, encabezados por el infante don Carlos, a ejercer una presión permanente sobre el monarca y su entorno. Gracias al apoyo de sectores importantes del clero, organizados en sociedades secretas o Juntas Apostólicas difundían proclamas elogiosas para don Carlos y críticas con el rey y sus gobiernos, escritos contra la influencia francesa y centraban sus demandas en el restablecimiento de la Inquisición y la persecución de los liberales. Los voluntarios realistas les proporcionaban un brazo armado para ejercer su presión. En principio en nombre del rey, supuestamente prisionero de los moderados, pero en última instancia con don Carlos dispuesto a ocupar el trono en defensa de un Antiguo Régimen en todo su esplendor.
La fuerza de la presión ultra a comienzos de 1825, inclinó a Fernando hacia los sectores moderados del absolutismo. Ugarte fue enviado como embajador a Turín y su sucesor Aymerich fue cesado por sus evidentes simpatías por los reaccionarios. Mientras debilitaba al sector ultra de su gabinete, Fernando hacía manifestaciones en las que se reafirmaba en su absolutismo y oposición a los cambios en un intento de congraciarse con todos los frentes. El cambio de orientación se manifestó a primeros de agosto en la desaparición de las Comisiones Militares ejecutivas y permanentes. La respuesta de los reaccionarios fue contundente. El general Bessieres encabezó una sublevación ultra, pero que fue rápidamente controlada. Fue el final de la carrera de este tornadizo militar que terminó siendo fusilado junto con parte de sus hombres.
La evidencia de la fuerza de la oposición ultra preocupó seriamente a Fernando quien organizó una Junta Consultiva del Reino, presidida por el duque del Infantado, persona de su total confianza. Pero no quiere decir que el rey hubiese olvidado a sus enemigos por excelencia, los liberales. Siguió temiéndolos y persiguiéndolos. Esto explica la política tornadiza de Fernando en estos meses. En este periodo siguieron produciéndose intentonas y conspiraciones liberales. Mientras, los ultras, también conocidos como apostólicos, continuaban caldeando el ambiente con defensas encendidas del absolutismo. Sin embargo, los acontecimientos que más impresión produjeron en el débil ánimo del monarca y que más repercusiones tuvieron en su actuación inmediata, ocurrían en Portugal.

3. La cuestión portuguesa.
Desde la salida de la familia real hacia Brasil, como consecuencia de la invasión de las tropas napoleónicas, Portugal había estado dirigido de hecho por el mariscal británico Beresford. El estallido de 1820 hizo sonar las alarmas en el país vecino y pronto empezaron a circular informes anunciando un inevitable contagio. La rebelión de la guarnición de Oporto, seguida por otras ciudades entre ellas Lisboa, supuso el nombramiento de una Junta Provisional, la convocatoria de Cortes constituyentes y la promulgación de una Constitución inspirada en la de Cádiz. Se estableció un Parlamento unicameral, se garantizó la libertad de prensa, se abolió el feudalismo, se suprimieron la Inquisición y algunas órdenes religiosas y se inició un proceso desamortizador. Al igual que en España el liberalismo pronto sufrió divisiones internas, que unidas al desarrollo de sectores claramente reaccionarios, hipotecaron el futuro de la revolución. El rey Juan VI que había regresado a Lisboa se convirtió en monarca constitucional al jurar la Carta Magna, pocos meses después, el movimiento conocido como la Vilafrancada, respaldado por importantes personajes de la corte entre los que hay que destacar a la reina Carlota Joaquina y su segundo hijo don Miguel, ponía fin al experimento constitucional. La muerte de Juan VI volvió a poner sobre el tapete el enfrentamiento entre absolutistas y liberales, murió sin hacer testamento, al estar su hijo mayor, don Pedro, en Brasil como virrey, siendo proclamado emperador de un Brasil independiente. Sus derechos al trono quedaban en entredicho y además tenía que hacer frente a un sólido candidato, su hermano don Miguel, respaldado por el fuerte sector absolutista. La Regencia reconoció como heredero a don Pedro, pero éste renunció en favor de su hija María de la Gloria, de tan sólo siete años de edad, no sin antes otorgar una Carta Constitucional que inauguraba una nueva etapa liberal y el inicio de nuevos enfrentamiento s entre absolutistas y liberales.
Comenzaba el reinado de María II bajo una regencia. Mientras, su tío don Miguel, con quien de acuerdo con los planes de don Pedro debía casarse María a su debido tiempo y siempre que él aceptase previamente la Carta, empezaba a reunir a sus seguidores contra el nuevo gobierno constitucional. Los acontecimientos portugueses causaron una honda preocupación en Fernando, quien sintió revivir su temor hacia los liberales ahora que podían contar con apoyos desde el otro lado de la frontera. Público un decreto reafirmándose en su absolutismo sin importarle lo que hiciesen otros países, en clara alusión a su vecino. El monarca temía una concentración de exiliados españoles en suelo portugués para preparar desde allí una ofensiva contra su reino. Sin embargo, el problema más inmediato al que tuvo que hacer frente el gobierno español fue la llegada masiva de exilados absolutistas desde Portugal. Se organizaron campos para acoger a estos refugiados que comenzaron a presionar para obtener ayuda en una eventual intervención. El cordial recibimiento de que fueron objeto, causó un hondo malestar en Gran Bretaña, pero con indiferencia o incluso con complacencia por los embajadores continentales.
La sustitución de Infantado como secretario de Estado, por un diplomático, González Salmón. Con liberales y absolutistas en ebullición a ambos lados de la frontera, las demandas de neutralidad se sucedían por ambos lados. La tensión fue en ascenso, culminando con la llegada de las noticias del alzamiento miguelista en el Algarve.Tras muchas discusiones en el Consejo de Ministros se adoptaron varias medidas, Canning, primer ministro británico abordó el tema de la intervención, sus motivos tenían poco que ver con la ideología, aunque así lo vendiera él mismo a su opinión pública, y más con los intereses puros y duros, en este caso el cumplimiento de su tratado de alianza con Portugal y la posibilidad de demostrar a España cual era su verdadera situación en el orden mundial en un momento de máxima tensión entre ambos países en el escenario colonial. Contando con el apoyo popular, que veía en esta acción una prueba del nuevo liderazgo británico, Canning envió a Lisboa 5.000 soldados para defender a los liberales portugueses. Su sola presencia fue suficiente y sin disparar un solo tiro lograron amedrentar al gobierno español que cesó en su apoyo a los miguelistas. El Consejo de Ministros nombró al conde de Ofalia, un moderado como ministro plenipotenciario en Londres y sostuvo ante el rey la necesidad de su neutralidad en los conflictos portugueses. La cuestión portuguesa seguirá su propia evolución, con España ya al margen de los acontecimientos.
La muerte de Canning y su sustitución por Wellington, privó a los liberales lusos de un importante respaldo y, en 1828, don Miguel instauró un régimen absolutista que intentó guardar las apariencias bajo la fachada de la convocatoria de las antiguas Cortes, desencadenando una ola de terror. La pérdida de su trono en Brasil permitió a don Pedro volver a Europa y presentarse como defensor de la causa liberal, personificada en su hija María II. Desde las Azores, con un Consejo de Regencia, inició gestiones para formar un ejército y derrocar a su hermano Miguel. Desembarcando en julio de 1832, conquistando Oporto. El apoyo de la marina británica, dirigida por Napier, permitió derrotar a los miguelistas. María fue restaurada en el trono. Se abría un convulso periodo en el país vecino, con frecuentes tensiones entre liberales moderados, partidarios de la Carta de 1826, y septembristas, defensores de la Constitución más radical de 1822. Muerto ya Fernando, se firmaría la Cuádruple Alianza entre Gran Bretaña, Francia, España y Portugal, para expulsar a Miguel y proteger los gobiernos de las jóvenes reinas.

4. La revuelta ultra
En este vaivén continuo al que se veía sometido el temeroso monarca, eran los ultras, los principales causantes de sus preocupaciones en 1827. Los ultras, que reclamaban una vuelta al Antiguo Régimen que podría simbolizarse en su solicitud de la reimplantación de la Inquisición, comenzaban a abandonar su idea del monarca cautivo, planteando como alternativa a su hermano, a quien aclamaban como Carlos V. Fernando se resistía a aceptar la realidad de la amenaza ultra con todas sus implicaciones, incluida la participación del infante en las conspiraciones. Sería en Cataluña, en la primavera-verano de 1827, donde se pondría de manifiesto el verdadero alcance del problema con el estallido de la «guerra de los agraviados».
La presencia de tropas extranjeras, la caída de los precios agrícolas y el gran malestar social existente entre un campesinado catalán que no pasaba por su mejor momento; el descontento entre sectores de oficiales del ejército, relegados y mal pagados y otros factores se sumaron a la existencia de una corriente de opinión ultra, contraria a la evolución reformista que en algunos momentos adoptaba el régimen, ocasionando lo que se ha dado en llamar «la guerra de los agraviados». La existencia de nuevas partidas en marzo al sur del principado no revistió mucha importancia, por el momento las medidas que se sugieren para hacerles frente fueron limitadas y centrándose sobre todo en la propaganda. A fines del mes de abril, y en consonancia con la moderación de los pasos hasta entonces dados, se otorgó un indulto que no trajo la deseada calma, continuando los movimientos de nuevas partidas, se extendieron por diversas comarcas. El gobierno era cada vez más consciente de la gravedad de la rebelión y de lo difícil que iba a ser recuperar para la causa fernandina a los voluntarios realistas. La fidelidad de su otro pilar, el clero, no tardaría en quedar también en entredicho. En poco tiempo los «agraviados» dominaban buena parte de Cataluña, sobre todo el campo, donde contaban con el respaldo de los campesinos cansados de los abusos de la administración y de la Hacienda, pero tenían dificultades para hacerse con el control de las ciudades.
A mediados de agosto, la situación de Cataluña ocupa toda la atención del Consejo de Ministros, no sólo los daños a vidas y haciendas que traían consigo, sino también en las repercusiones que tenían en el establecimiento de reformas y en los intentos de reducción del gasto, así como en la imagen de desorden y anarquía que se daba en el exterior y que afectaba a las relaciones diplomáticas y a los créditos, además de dañar la autoridad y dignidad del rey. Visto que las medidas «indulgentes» no habían tenido resultados, se tomó la decisión de enviar tropas en número suficiente desde otros lugares. La decisión no fue fácil, pues las tropas en Cataluña superaban los 20000 hombres, al frente, el conde de España, con los más amplios poderes. Las difíciles relaciones entre Cataluña y los primeros Borbones quedaban una vez más de manifiesto en la observación del gabinete sobre la necesidad de que el conde acometiese la tarea de desarmar a este “Pueblo inquieto y belicoso….” Fernando tomó una decisión sorprendente, por voluntad propia abandonó Madrid y se dirigió a marchas forzadas hacia Cataluña. Instalado en el palacio del arzobispo de Tarragona, hizo un llamamiento a sus súbditos rebeldes prometiendo limitar el castigo a los cabecillas. La combinación de la fuerza armada y la presencia del monarca des activaron rápidamente el movimiento. El monarca y su esposa, María Amalia, se establecieron en Barcelona por espacio de unos meses. Los líderes del movimiento fueron fusilados y se inauguró un periodo de una cierta calma.

5. La Francia de 1830 y los liberales españoles
De nuevo un hecho de fuera de nuestras fronteras vino a turbar el precario equilibrio en que se movía el régimen español. En julio de 1830 se produjo la revolución que derribó del trono a Carlos X de Francia. La aprobación de «las cuatro ordenanzas de Saint Cloud» que suspendían la libertad de prensa, disolvían la nueva Cámara y reformaban la ley electoral fueron la gota que colmó el vaso. El 27 de julio, fue el inicio de lo que se conocería como las «tres jornadas gloriosas», en las que se pasó de la simple resistencia al gobierno a una revuelta en toda regla, con barricadas, heridos y muertos, banderas y proclamas republicanas que hacían ya pensar en una auténtica revolución. El miedo de los monárquicos ante la presencia de los republicanos en las calles celebrando la próxima implantación de una república presidida por La Fayette, inspiró la proclama de Thiers. En ella condenaba a Carlos X, anunciaba los males que seguirían a la República y presentaba al duque de Orleans, Luis Felipe, como respetuoso con la revolución y un auténtico ciudadano. Luis Felipe fue proclamado lugarteniente del reino y en agosto fue elegido rey de Francia (Monarquía de julio) que supuso importantes cambios. Luis Felipe, convertido en rey por voluntad de la nación representada en su parlamento, juró la Carta reformada en un sentido liberal y la bandera tricolor sustituyó de nuevo a la flor de lis.
Los acontecimientos franceses fueron recibidos de muy distinta manera entre los contemporáneos. En las monarquías más conservadoras pasó a ser conocido como el «rey de las barricadas» y se esperaba con temor a ver cuál sería la actitud de la nueva Francia ante los movimientos liberales o nacionalistas que seguían brotando en diversas partes del continente. En cambio para los liberales se abrían nuevas expectativas. Los exilados españoles residentes en Francia notaron de inmediato el cambio. Pudieron moverse con libertad y empezaron incluso a recibir claras muestras de simpatía. Los que habían buscado refugio en Gran Bretaña, comenzaron a llegar al país vecino. La negativa de Fernando a reconocer la monarquía de Luis Felipe favoreció la causa de los emigrados, pues Francia empezó a utilizarlos como elemento de presión en sus difíciles relaciones con España. Juan Álvarez Mendizábal, de acuerdo con el banquero Ardoin, puso fondos a disposición de los exilado s para promover un alzamiento. Impulsó la constitución de una Junta llamada «Directorio provisional del levantamiento de España contra la tiranía», especie de gobierno en el exilio. El general Espoz y Mina intentaría sin demasiado éxito hacerse con un control unificado de los asuntos militares.
A lo largo del verano se fueron reuniendo en Bayona y diversas zonas pirenaicas exilados y voluntarios de todo tipo, desde liberales convencidos a simples aventureros en las oficinas de reclutamiento creadas por el Directorio. Éste pasó a ser conocido con el nombre de Junta de Bayona. Ya se puso en evidencia que las tensiones y divisiones entre los liberales durante el Trienio, no habían sido atemperadas por el largo exilio. Moderados y exaltados seguían chocando y desconfiaban unos de otros. Los preparativos progresaban con lentitud tolerados por el gobierno francés que seguía así ejerciendo su particular presión sobre su vecino meridional. Sin embargo, al gabinete español le preocupaba seriamente la repercusión que una invasión tolerada, o incluso respaldada, por Francia tendría sobre la delicada situación interna, siguiendo los pasos de otras potencias, optó por reconocer la nueva monarquía de Luis Felipe. Este cambio fundamental llegó precisamente cuando los preparativos para la invasión estaban llegando a su término. La actitud del gobierno francés cambió radicalmente y se cursaron órdenes prohibiendo nuevas concentraciones de españoles en la frontera y decretando su dispersión. De forma precipitada unos 400 hombres cruzaban la frontera, la reacción de las tropas realistas no se hizo esperar y los invasores pronto se encontraron en dificultades, esto puso en marcha a Espoz y Mina con sus veteranos, llegaban a Vera de Bidasoa, cuya guarnición huyó. Los planes de Mina recuerdan a los anteriores pronunciamientos liberales. Con proclamas (solicitar convocatoria de Cortes, respeto a los fueros, olvido, unión y libertad) buscaba provocar otros movimientos para poder contar con un mayor número de efectivos. Como en ocasiones anteriores, los otros levantamientos no se produjeron y acosados por un ejército realista muy superior en número los invasores tuvieron que volver a cruzar la frontera. El recibimiento popular fue entusiasta. Sin embargo, la actitud de las autoridades se mantuvo fiel a sus nuevas relaciones con España. Los derrotados fueron confinados en provincias alejadas de la frontera, algunos volvieron a sus actividades anteriores, otros pasarían a engrosar las filas de Torrijos en la siguiente intentona liberal.

6. Los últimos pronunciamientos: Torrijos
José María de Torrijos había chocado con Mina por sus divergencias a la hora de plantear un futuro alzamiento contra Fernando VII. Sus actividades en el Reino Unido, le ocasionaron más de una vez problemas con sus anfitriones. Consiguió reunir en torno suyo un grupo de incondicionales británicos, que veían en él al prototipo de la imagen romántica del español. A fines del verano de 1830, cumpliendo instrucciones de una Junta en favor del alzamiento que se había constituido en Londres, Torrijos embarcó en Marsella con rumbo a Gibraltar para preparar desde allí un levantamiento liberal. Debía fomentar y dirigir una sublevación que una junta local estaba organizando en el sur de la Península. Los preparativos estaban en realidad muy atrasados y que se necesitaba una fuerte inyección. Las noticias de la entrada de Mina por los Pirineos levantaron los ánimos, aunque sería por poco tiempo. Durante varios meses estuvo Torrijos conspirando antes de decidirse a un nuevo intento, un ataque frontal que también se saldó con un fracaso. Salvador de Manzanares, emigrado en Gibraltar, protagonizó otra expedición que parecía mejor organizada y con más posibilidades, finalmente también acabó en fracaso y además con la muerte de su dirigente.
La presencia de Torrijos en el Peñón era una fuente constante de preocupaciones para el gobierno. Se preparó un plan para atraerle a territorio español, con una trama muy bien urdida, supieron engañar a Torrijos. Finalmente salía de Gibraltar con unos cincuenta compañeros. La trampa se cerraba y aunque consiguieron huir en principio, fueron capturados. El 11 de diciembre, sin proceso ni condena, morían fusilados los protagonistas del último pronunciamiento liberal del reinado de Fernando VII. Fernando se dio cuenta de que una lucha tanto o más importante para su futuro y el de su monarquía se estaba librando de forma menos cruenta en su entorno más cercano: «la cuestión sucesoria».

7. La cuestión sucesoria
Cuando en 1829 murió la reina María Josefa Amalia de Sajonia, Fernando VII se encontró sin descendencia. A pesar de sus tres matrimonios sólo había tenido una hija, María Isabel Luisa que no llegó a cumplir los seis meses de edad. A sus 45 años, padecía abundantes achaques, y no podía permitirse esperar mucho para contraer una nueva boda si quería asegurar un heredero al trono. La decisión del monarca despertó cierta expectación en su entorno y los principales grupos de interés de la corte se pusieron en marcha. Las consecuencias de este matrimonio, sus importantes repercusiones en la historia de la transición hacia el régimen liberal, han hecho que se especule mucho sobre el papel que jugaron las distintas facciones en liza. La elegida fue María Cristina, hija del rey de Nápoles y de una hermana de Fernando VII. los preparativos se llevaron adelante con gran celeridad.
El futuro del hasta entonces sucesor de Fernando, el infante don Carlos, en quien el grupo ultra había puesto todas sus esperanzas de una restauración plena del Antiguo Régimen, quedaba en entredicho. La situación empeoraría con el embarazo de la reina y sobre todo con las medidas adoptadas por el monarca para asegurar el trono a su descendencia directa. La llegada a España de la Casa de Borbón había supuesto la implantación de la Ley Sálica, que excluía a las mujeres si había descendencia masculina en la rama directa o colateral. Carlos IV, había reinstaurado las leyes originales en una Pragmática Sanción que fue aprobada por las Cortes pero no llegó a ser publicada. Ante el embarazo de la reina Fernando decidió publicar la Pragmática Sanción por la que «si el Rey no tuviera hijo varón, heredará el Reino la hija mayor». El infante don Carlos quedaba prácticamente excluido. Pronto se iniciarían discusiones jurídicas en las que se ponía en cuestión la validez de la derogación de la Ley Sálica, fue un claro motivo de conflicto entre los dos grupos que existían en el entorno del monarca. Los moderados, partidarios de ir introduciendo reformas en el régimen y de un acercamiento hacia los sectores más tibios de los liberales, y los absolutistas más encendidos que habían puesto sus esperanzas en el supuesto heredero para acabar con el reformismo. Mientras vivió Fernando, los carlistas se limitaron a discutir la legalidad del texto y centraron su actividad en las intrigas cortesanas. Todo ello en un marco poco favorable para los moderados. Las depuraciones políticas volvieron a la Península y el partido ultra parecía cobrar fuerza. Es en este contexto en el que hay que explicar los sucesos de La Granja y el «liberalismo» de la reina. Resulta difícil imaginar a una princesa napolitana de veintitrés años imbuida de los principios del liberalismo. Sin embargo, disponía de la formación necesaria para darse cuenta de quiénes podían ser sus apoyos y quiénes sus enemigos. María Cristina tuvo muy claro quiénes podían ayudarla a contrarrestar las influencias de sus rivales y enemigos en la lucha por el poder, y por eso se acercó a los reformistas y los liberales moderados para hacer frente a los carlistas. En septiembre de 1832 en La Granja, Fernando vio como empeoraban sus achaques, se empezaron a tomar previsiones por si fallecía el monarca. En un principio pareció que se respetaría la legalidad. Pero los rumores crecientes de que don Carlos no estaba dispuesto a aceptarla y de que incluso estaría dispuesto a llegar a una guerra civil, movieron a la reina a aceptar lo que se le presentaba como inevitable: defender los derechos de su hija implicaría un gran derramamiento de sangre y sin ninguna garantía de éxito. Se preparó por tanto un decreto derogando la Pragmática que fue firmado por Fernando.
La noticia de la derogación de la Pragmática, que los reyes habían pedido que se mantuviera en secreto, corrió como la pólvora. Los liberales y realistas moderados en cuanto tuvieron conocimiento del decreto se movilizaron para evitar el ascenso de don Carlos al trono. Había que defender la Pragmática por encima de todo y conseguir que se anulase el nuevo decreto. Fue en realidad la recuperación del monarca y la organización de los «cristinos» lo que permitió un cambio ministerial que llevaría al mantenimiento de la Pragmática. El gabinete fue totalmente remodelado y de nuevo Cea Bermúdez volvía para ocupar la Secretaría de Estado y la Presidencia del Consejo de Ministros.
Las primeras iniciativas de este nuevo gobierno vinieron avaladas por María Cristina, habilitada mientras continuara la enfermedad del rey. El indulto concedido a todos los presos y la amnistía especialmente dirigida a los liberales exilados, la reapertura de las universidades cerradas, la sustitución de altos mandos militares que eran significados ultrarrealistas, la adopción de diversas medidas contra los voluntarios realistas fueron los primeros pasos en esta alianza entre realistas y liberales moderados en tomo a María Cristina, en defensa de los derechos de su hija Isabel y en contra de don Carlos. Era la oportunidad soñada para llevar adelante la reforma del régimen sin caer en los extremismos del Trienio. Cea Bermúdez promovió la realización del «programa» de los miembros moderados de los gobiernos anteriores. Elemento clave fue la creación de un Ministerio de Fomento, un primer paso en el camino hacia la construcción del Estado contemporáneo. La alianza entre la monarquía y estas nuevas fuerzas se reforzaría con la declaración pública del rey, de la nulidad del decreto que había derogado la Pragmática. Pocos meses, don Carlos era alejado de la corte y se organizó la jura de la pequeña infanta de tan solo tres años de edad como princesa de Asturias.
A fines de septiembre moría el monarca dejando a María Cristina como regente mientras durase la minoría de edad de la princesa. Las primeras partidas carlistas aparecían en distintos lugares del territorio dispuestas a defender los derechos de Carlos V y el Antiguo Régimen. La transición del Antiguo Régimen al Nuevo Régimen, o régimen liberal, estaba resultando ser en España un proceso lento y difícil. La guerra de la Independencia supuso una primera etapa en la que ya se mezclaron elementos tradicionales con otros revolucionarios. El posterior reinado de Fernando siguió la misma tónica de alternancia entre revolución y contrarrevolución. Sin embargo, al iniciarse la regencia se habían producido una serie de transformaciones que suponían un paso irreversible en la articulación de un nuevo régimen.