martes, 18 de mayo de 2010

El reinado de Fernando VII

El reinado de Fernando VII (1814-1833): Absolutismo versus liberalismo

LA RESTAURACIÓN DEL ABSOLUTISMO (1814-1820)

1. El regreso de Fernando VII
Las tensiones en la Península entre liberales y serviles habían ido en aumento. Los defensores del Antiguo Régimen esperaban confiados a su rey, criticaban a la Regencia a la que acusaban de liberal, a las Cortes que no conseguían controlar pese a que los liberales estaban en minoría y, por supuesto, empleaban todas sus fuerzas para intentar volver a la situación anterior a la guerra. Los liberales intentaban asegurar la supervivencia de su obra atando corto a Fernando para obtener su respaldo a la Constitución. En Madrid, desde enero de 1814, los liberales habían conseguido un decreto que vinculaba el acatamiento de las Cortes al rey al juramento por éste de la Constitución. La Regencia controlada por los liberales, seguiría siendo la titular del poder ejecutivo.
Fernando había evitado pronunciarse sobre los acontecimientos que habían tenido lugar en la Península, pero al decreto de febrero respondió con más suavidad de la que nadie hubiera.
Poco después se produciría la liberación del monarca. Napoleón abandonaba definitivamente el intento de solución militar al problema peninsular y centraba sus esfuerzos en la diplomacia para poder recuperar a la totalidad de sus efectivos. Los intereses comerciales de Gran Bretaña en la América española y su insistencia en desempeñar labores de mediación cobraban a ojos de los españoles tintes peligrosos en la situación de crisis allí desencadenada. Mientras, los británicos contemplaban con desconfianza la evolución y radicalización de los liberales en la Península.
El 13 de marzo de 1814, Fernando VII salía de Valençay con destino a la Península dio un comunicado dirigido a los afrancesados de que los partidarios de José I pronto retornarían a sus casas bajo la protección de su verdadero soberano que quería ser el rey de todos los españoles, mostraba su desprecio por la Regencia y las Cortes, al aceptar cláusulas de un tratado no ratificado y al pasar por alto los decretos de Cádiz que condenaban a penas diversas a los afrancesados. El anuncio de su inminente llegada provocó en distintas ciudades, como Zaragoza, Valencia y Sevilla manifestaciones de alegría. Este «respaldo popular» produjo reacciones diversas. Para los serviles y el monarca era la confirmación de que gozaban del respaldo necesario para volver a la situación anterior a Cádiz. Para los liberales era el anuncio de que se alejaba la posibilidad de que Fernando aceptase las reformas y se convirtiese en un rey constitucional. Los que antes salieron a las calles a celebrar la Constitución se aprestaban ahora a recibir con idéntico entusiasmo al que se convertiría en su verdugo.
Fernando VII cruzó la frontera en Cataluña y proliferaron los signos de su rechazo a cualquier tipo de imposición por parte de los nuevos titulares de una soberanía que él consideraba le pertenecía. No dudó en alterar el itinerario establecido por la Regencia para su viaje, dirigiéndose a Zaragoza en vez de a. Allí pasó la Semana Santa retando a unos liberales que no eran capaces de imponerse, mientras los «serviles» arreciaban en sus «manejos». La prensa liberal hacía enfervorizados llamamientos a la defensa de la Constitución.
A su llegada a Valencia recibieron dos pruebas definitivas. Por un lado, el general Elío, capitán general de la zona, le recibió con un discurso de claras resonancias absolutistas. Por otro, el diputado Mozo de Rosales, representante de la ciudad de Sevilla y conocido conspirador absolutista, se presentó ante el monarca portando un manifiesto en defensa del restablecimiento de la monarquía absoluta, el llamado Manifiesto de los Persas. Frente a estos claros pronunciamientos serviles resultaba evidente la debilidad del presidente de la Regencia, el cardenal Borbón, encargado de entregar a Fernando una copia de la Constitución. El embajador británico recomendó a su gobierno no intervenir en los acontecimientos futuros. Dada la radicalización de los liberales quizás la mejor opción para Gran Bretaña era esperar a su desaparición y confiar en poder ejercer más tarde una acción moderadora sobre Fernando y los absolutistas.
El Manifiesto de los Persas era básicamente una descalificación de los diputados gaditanos, una dura crítica de la obra liberal y un canto a la monarquía absoluta. Su larga exposición concluía con la solicitud de una convocatoria de Cortes a la manera tradicional y que declara se nulos la Constitución y los decretos de las Cortes de Cádiz. El Manifiesto de carácter marcadamente absolutista, llegando incluso a calificarlo, de «invitación a un golpe de Estado». El tibio reformismo expresado en sus páginas parece sólo un intento de separar de los liberales a los sectores más moderados, incluyendo un horizonte de reformas en concordancia con la tradición. En cualquier caso, en los años venideros no volvió a haber ninguna insistencia para la convocatoria de Cortes tradicionales. En cualquier caso el Manifiesto de los Persas fue, sin duda, recibido con alegría por Fernando VII y fue uno más de los elementos que le animaron, junto con el decisivo apoyo de algunos generales y el triunfante recibimiento popular, a dar los pasos siguientes.
El ejército jugó un papel decisivo en los días previos a la reimplantación del Antiguo Régimen. Wellington, comandante en jefe de los ejércitos españoles, se encontraba en el sur de Francia, con aproximadamente la mitad de las fuerzas. En la Península los militares partidarios de los liberales y los absolutistas estaban repartidos en las distintas provincias. El embajador británico, que ante la evolución de los acontecimientos temía el estallido de conflictos, fue tranquilizado por un enviado de Fernando, quien le aseguró que ya se habían enviado tropas a Madrid para prevenir cualquier resistencia de los liberales a los planes del monarca. Mientras en la capital se preparaban las celebraciones del 2 de mayo y se remataba la nueva sede de las Cortes, en Valencia, el monarca y sus ayudantes daban los últimos toques al decreto del 4 de mayo, programa de acción del golpe de estado que se avecinaba. Los británicos se mantenían a la expectativa. Ningún poder externo parecía estar dispuesto a hacer peligrar los planes de Fernando.
El 5 de mayo salía el rey de Valencia hacia su capital. Su paso por las distintas poblaciones fue triunfal y estuvo acompañado de manifestaciones populares de apoyo al monarca y contrarias a la Constitución. Cada vez más reforzado, Fernando se negó a recibir a una delegación enviada por las Cortes. Un buen número de conocidos representantes del pensamiento liberal fueron arrestados, en los días siguientes los que no consiguieron escapar corrieron la misma suerte. Con las Cortes disueltas y los regentes y buen número de diputados en la cárcel, Fernando hacía su entrada triunfal en Madrid. Los protagonistas de la revolución liberal ya estaban a buen recaudo, ahora había que desmontar su obra.

3. Primeras acciones de gobierno
El decreto del 4 de mayo dejaba claras las nuevas reglas del juego. En él insistía en el texto en la ilegalidad de las Cortes, en la violación que la Constitución suponía de las leyes fundamentales, y en su carácter jacobino.
En este decreto incluye Fernando su particular relato de lo acontecido en la Península desde 1808 y no duda en presentarse como un gran defensor de su pueblo, a quien ha salvado «de la perniciosa influencia de un valido durante el reinado anterior», y que ha tenido siempre presente en su memoria durante los largos años de la guerra y finalmente rescata ahora de las garras de este movimiento revolucionario y sedicioso.
Haciéndose eco de las «las nobles esperanzas» de «los verdaderos y leales españoles», Fernando se compromete, a una futura convocatoria de Cortes, aludiendo incluso a la presencia de futuros diputados americanos. A asegurar por medio de leyes «la libertad y seguridad individual y real» como corresponde a «un gobierno moderado»,. A respetar la libertad de imprenta, dentro «de los límites que la sana razón soberana e independientemente prescribe a todos» el respeto a la religión, al gobierno y de unos con otros. Todas ellas propuestas mínimas, que además pronto caerían en el olvido, pero que a sus ojos le convertían en «no un déspota, ni un tirano, sino un rey y un padre de sus vasallos». Quedaba abierto el camino al restablecimiento del Antiguo Régimen.
En los meses siguientes se procedió a liquidar cargos e instituciones constitucionales y al restablecimiento de todos los organismos políticos y administrativos que habían existido antes de la guerra de la Independencia. Se reinstauró el régimen de Consejos pero con un menor papel del Consejo de Castilla en beneficio del Consejo de Estado. Los primeros gabinetes, con miembros designados de entre personas de la absoluta confianza del rey, cambiaban con gran rapidez ante su ineficacia a la hora de afrontar los graves problemas que vivía el país. Se devolvió a cada secretaría las atribuciones que tenían antes de 1808. Volvió a funcionar la Junta Suprema de Estado. Se restablecieron los ayuntamientos, corregimientos y alcaldes mayores en la planta que tenían en 1808. Los capitanes generales recuperaron el poder territorial de que habían gozado los jefes políticos. Se restablecieron las Audiencias y Chancillerías. Fernando daba claras muestras de su voluntad de volver al sistema político anterior a la guerra, a la cabeza de este entramado se encontraba el monarca que se hacía acompañar en la toma de decisiones por un grupo de hombres de su estricta confianza.
Las disposiciones que se tomaron en asuntos de índole social, económica y religiosa no hicieron sino ahondar en esta vuelta atrás, restableciendo en su situación de privilegio a todos aquellos que se habían visto afectados por las medidas gaditanas. El restablecimiento del Santo Oficio. La devolución al clero regular de sus conventos y propiedades vendidos por el régimen anterior. El regreso de los jesuitas. El restablecimiento del voto de Santiago. La supresión de la contribución directa. La vuelta de los gremios. Se reintegraba a los señores jurisdiccionales en sus prerrogativas. Estos y otros textos de similar orientación consolidaban las buenas relaciones entre el monarca y los estamentos privilegiados.
No eran las mejores armas ni los mejores hombres, para hacer frente a los graves problemas en que se encontraba sumido el país. A las dificultades del final de una guerra había que sumar la repercusión de los acontecimientos que estaban teniendo lugar en las colonias, las tensiones derivadas de la política interior represiva y los problemas para encontrar un hueco en el nuevo orden internacional.

4. La situación internacional: el Congreso de Viena
El regreso a España de Fernando y los primeros años de su reinado coincidieron con la crisis final del imperio napoleónico y el diseño de un nuevo sistema de equilibrio de poderes en Europa al establecimiento del «sistema de Congresos». El descenso de España a una situación secundaria en el marco internacional iniciado con la firma de los tratados que pusieron fin a la guerra de Sucesión, su dependencia con respecto a Francia a lo largo de gran parte del XVIII y la nueva relación de «amistad y alianza» respecto a Gran Bretaña determinaron el papel que España desempeñaría en el diseño del nuevo orden. Pese a ser uno de los artífices de la derrota napoleónica en el continente, España había quedado fuera de la gran alianza que había acabado con Napoleón. El sistema europeo no se había hecho en pie de igualdad sino a través de pactos bilaterales con algunos de sus componentes. España, la antigua gran potencia en Europa y en América no pudo ni supo hacer oír su voz en las conversaciones que llevaron a la firma del tratado de paz con Francia y del Acta de Viena.
España fue admitida en el Comité de los Ocho. Sin embargo, se reunieron poco y siempre para ocuparse de asuntos de menor rango. A pesar de su prestigio por los ecos de su victoria militar frente al emperador, España obtuvo escasas satisfacciones en los asuntos italianos y no fue escuchada en la única compensación territorial que demandaba, la devolución de la Louisiana. En cuanto al espinoso tema del comercio de esclavos, España, junto con Portugal y Francia, se opuso a la abolición inmediata de la trata reclamada por Gran Bretaña. El único triunfo, relativo, de la diplomacia español a en la época tuvo lugar tras la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo, después de los Cien Días. En el Segundo Tratado de París España obtuvo, no sin dificultad, una indemnización económica y una ayuda para la reparación de fortalezas dañadas por la última guerra.
Además se firmaron otros dos acuerdos de desigual importancia internacional, pero interesantes ambos como prueba del lugar a que había quedado relegada la monarquía de Fernando VII y a instancias del zar Alejandro I, los soberanos de Austria y Prusia firmaron con él el que se ha conocido como el Pacto de la Santa Alianza. Se firmó la Cuádruple Alianza. Gran Bretaña, Austria, Prusia y Rusia formaron una liga permanente. Se comprometían a mantener los acuerdos de Chaumont, Viena y París, incluso por las armas, acordaban celebrar reuniones diplomáticas cada cierto tiempo para discutir asuntos «de interés común». Era el origen del «sistema de Congresos» que buscaba proporcionar a las naciones europeas un mecanismo eficaz para el mantenimiento de la paz y el equilibrio y del que España no formaría parte.

5. La política interior
Tras seis largos años de guerra la situación de la economía peninsular era desesperada. Solucionar incluso sólo los problemas básicos hubiese requerido una capacitación que los ministros y asesores de Fernando VII estuvieron muy lejos de mostrar. Fernando VII y sus ministros querían restaurar y mantener el Antiguo Régimen, sus instituciones y sus estructuras, y a la vez solucionar unos problemas que requerían cuanto menos una profunda reforma del viejo sistema. Sin embargo, el golpe de estado del 4 de mayo había supuesto el triunfo de los enemigos de cualquier iniciativa que pudiese recordar los cambios. Así pues había que probar reformas administrativas que aportaran soluciones parciales y no dañasen la estructura del edificio. Los fallidos intentos por este camino sin salida fueron la causa del continuo baile en los ministerios en los primeros seis años de gobierno fernandino: 28 ministros para tan sólo cinco carteras.
Un magnífico ejemplo de su incapacidad lo proporcionan las fallidas reformas de la Hacienda. No tardaron en salir a la luz sugerencias o proyectos complejos de reforma. Algunos fueron desestimados por requerir la convocatoria de Cortes que aprobasen nuevos tributos. Otros por volver los ojos a las riquezas de nobleza y clero. Pero en general todos proponían soluciones insuficientes o incluso disparatadas. A comienzos de 1816 se designó una Junta de Hacienda, encargada de conseguir información sobre el estado económico del país, así como de los rendimientos y a partir de estos datos proponer medios para aumentar los ingresos del erario real. Otra Junta, denominada de «Economía» debía establecer el presupuesto de cada Ministerio y procurar reducirlo al máximo. Ambas se fusionaron sin por ello mejorar la calidad de sus propuestas.
En diciembre de 1816 se hizo cargo de la cartera de Hacienda Martín de Garay, el más conocido y el único que ha merecido un juicio algo favorable de los que tuvo Fernando VII en este periodo. A partir de los datos sobre gastos de los ministerios y del conocimiento de los ingresos de la hacienda Garay calculaba el déficit y proponía para cubrirlo el recurrir a una contribución extraordinaria. La novedad relativa de su propuesta residía en la tercera parte de su Plan. Planteaba la abolición de las rentas provinciales que serían sustituidas por una contribución directa y universal sobre la riqueza. En cualquier caso, cuando se hizo público, la población asimiló la «contribución general» de Garay con la «contribución directa» de las Cortes, por lo que no fue bien recibida y suscitó muchos conflictos a la hora de aplicarse. Martín de Garay fracasó, pero sin duda su obra fallida fue un paso adelante al poner en evidencia que, por más vueltas que se quisiese dar al problema, la única solución posible residía en una ampliación de la base tributaria, medida que supondría un duro golpe a la estructura del Antiguo Régimen. El problema sería heredado intacto por los liberales.

6. La oposición liberal: los pronunciamientos
Estos gobiernos mostraron sin embargo una cierta capacidad a la hora de dirigir la represión.
La mayoría de los afrancesados, conscientes del odio que suscitaban entre las clases populares, habían salido de la Península detrás de las tropas de José, las previsiones del Tratado de Valençay y las declaraciones hechas por Fernando VII pudieron hacerles pensar en una futura amnistía. Sin embargo, la actuación de Fernando distó mucho de esa promesa desterraba a todos aquellos que habían ocupado cargos en el gobierno de José I. Unas 4.000 personas vieron así cerrada la posibilidad de su retorno y tuvieron que prepararse a una vida difícil en el exilio, a expensas de un presupuesto francés cada vez más reacio a hacerse cargo de ellos, pues sus bienes en la Península quedaban confiscados. Fue una de las medidas del nuevo monarca para «premiar a los fieles, perdonar a los débiles y castigar a los malos».
«Los Malos» eran, sin duda, los liberales, que habían osado despojar al rey de su soberanía. Para ellos reservó las medidas más duras apoyado por los absolutistas que clamaban ahora pidiendo venganza y reclamaban del rey la máxima dureza. Las detenciones de los más destacados liberales fueron inmediatas, sin embargo los procesos se dilataron en el tiempo. Había que trabajar lentamente para identificar sus actos, declararlos culpables y estipular la sanción. Los jueces de la época fueron los primeros grandes estudiosos de la obra de las Cortes de Cádiz, buscando base para sustentar las acusaciones y completar así las declaraciones de testigos presenciales. El procedimiento recuerda los aspectos más odiados del proceso inquisitorial. Vulnerando la ley, no se formulaban acusaciones en el momento del arresto y meses de reclusión sin que se les tomara siquiera declaración. Pese a todo, resultaba difícil armar un proceso legal. Ante la impaciencia del rey por la demora de unos pleitos cada vez más dificultosos, se aconsejó al monarca que separase lo judicial de lo político y que adoptara una solución política. Fernando escogió esta solución y pronunció él mismo las sentencias definitivas, condenando a los procesados, al margen de cualquier procedimiento legal y de manera totalmente arbitraria, a diversas penas de prisión y destierro. Sólo dos dirigentes liberales fueron condenados a muerte, Álvaro Flórez Estrada y el conde de Toreno, y los dos se encontraban refugiados en Inglaterra. Esta fue la pena reservada a los que protagonizaron insurrecciones armadas en este primer periodo de gobierno fernandino.
La actuación de Fernando en el interior no pasaba desapercibida en el exterior y suscitaba reacciones encontradas. El gobierno tory, que había visto con recelo la evolución de las Cortes de Cádiz hacia posturas radicales y se había mantenido al margen ante el retorno de Fernando, no quería sin embargo tener problemas con su oposición whig, cuya simpatía por los liberales españoles era evidente y cuya voz se hacía escuchar con fuerza en las sesiones del Parlamento. Los informes no permitían abrigar esperanzas de un cambio en la línea represiva de Fernando, ni una apertura a las reformas políticas que Gran Bretaña consideraba indispensables. Se sumaban los habituales roces por asuntos comerciales, centrados especialmente en el escenario americano. Comienza ya la habitual política británica hacia Fernando: una suave presión en pro de reformas y de una dulcificación de las medidas hacia los liberales, pero que no haga peligrar el avance de los auténticos intereses británicos en sus relaciones con España centrados el fortalecimiento de su posición de supremacía comercial en América. Las otras potencias mostraron aún menos preocupación por los excesos de Fernando VII, se asistió a un acercamiento en el marco de la Santa Alianza.
Poco apoyo podían esperar pues del exterior por el momento, tenían que conformarse con las simpatías de sus correligionarios de otros países, bastante alejados de los círculos de poder en la época.
El descontento que siguió a las expresiones de alegría por el retorno de Fernando VII no se hizo esperar. La imperiosa necesidad de una reforma en profundidad de las estructuras agrarias españolas no fue abordada, limitándose el gobierno fernandino a una reinstauración parcial del régimen señorial y al restablecimiento del Concejo de la Mesta, seguidas de numerosos incidentes entre los antiguos señores y los campesinos, que no querían volver a la situación anterior en lo referente a rentas y tributos, sin llegar a contentar plenamente a la nobleza, que veía limitada su jurisdicción en beneficio de la corona. Fue, sin embargo en las ciudades donde la oposición a Fernando VII fue encontrando el caldo de cultivo más adecuado. La situación económica en que se vio sumida la burguesía comercial e industrial por la crisis del mercado americano sin articular un mercado interior alternativo, o las dificultades de las clases populares agravadas por las malas cosechas, resaltar la incapacidad del gobierno para resolver los problemas heredados y los que fueron surgiendo o agravándose erosionó la posición del monarca y sus seguidores. En estos sectores encontraría seguidores la revolución liberal.
En un primer momento, el descontento se canalizó sobre todo a través de movimientos de fuerza que partieron de un sector que se revelaría como fundamental en la vida política española a lo largo del siglo: el Ejército. A lo largo del siglo XVIII los ejércitos habían reforzado su carácter estamental, reservándose los puestos de oficiales para los miembros de la pequeña nobleza y siendo ocupados los grados más altos por la gran nobleza y los personajes más cercanos a los monarcas. La profesionalización que cabía esperar de la creación de las academias y escuelas para formar en estas ramas técnicas, no fue acompañada de una apertura a los hijos de burgueses y campesinos, el Ejército siguió siendo un mundo ajeno y cerrado para gran parte de la sociedad. Amparados por una jurisdicción propia que les unificaba como grupo. Pero junto a los militares que ocupaban los grados intermedios y vivían de su sueldo, encontramos a los que concentraban en sus manos un enorme poder, como era el caso de los capitanes generales.
La situación cambió considerablemente con la guerra de la Independencia. El ejército borbónico terminó aceptando la autoridad de las Juntas y vio como su composición se alteraba de forma notable. Las Juntas decretaron un reclutamiento general sin exclusiones y para proporcionar mandos a este nuevo ejército recurrieron a todos los grupos sociales. Éste y otros cambios ocasionaron no pocos conflictos entre las nuevas autoridades y los generales más tradicionales que se resistían a doblegarse ante el nuevo poder civil. La Constitución de 1812 y otros decretos y reglamentos de los hombres de Cádiz profundizaron en la transformación del ejército. Establecieron el servicio militar obligatorio, se preveía la posibilidad de evitarlo con un pago en metálico. Se limitaron los requisitos de carácter estamental para acceder a los puestos de oficial. Se establecieron las Milicias Nacionales y se restringió el poder de que habían gozado los altos mandos en provincias. Además de este ejército renovado y dividido, la guerra fue la causa directa del nacimiento de otra fuerza armada, la guerrilla. Ya desde fines de diciembre de 1808, el Reglamento de partidas y cuadrillas intentó regularizar este nuevo modelo de ejército. Se atribuyeron grados militares a civiles cuya legitimación venía de sus triunfos frente al francés, héroes a los ojos de la población. Constituían un nuevo tipo de mando militar cuya trayectoria corría paralela a la de los del ejército regular, aunque su prestigio era en muchos casos superior. Desde el punto de vista ideológico podían encontrarse tanto seguidores de las nuevas ideas como fernandinos en todos los grupos.
La restauración absolutista supuso un cambio radical en esta situación. Dejaban sin valor ni efecto la Constitución y demás decretos de las Cortes se sumaron las erráticas disposiciones de los ministros de Guerra fernandinos. La reducción de sueldos y la discriminación en destinos y ascensos, atendiendo a criterios anticuados o políticos, con la que tuvieron que enfrentarse antiguos guerrilleros o simpatizantes liberales, contribuyeron a crear en el ejército un magnífico caldo de cultivo en el que prosperaba cualquier intento de oposición al régimen.
A este periodo corresponden los primeros «pronunciamientos», una forma de golpe militar asestado contra el poder para introducir en él reformas políticas. Las primeras conspiraciones se caracterizaron por su falta de preparación y organización y la facilidad con que fueron controladas por el régimen. El levantamiento de Francisco Espoz y Mina en Navarra el 25 de septiembre de 1814 proporciona un magnífico ejemplo de estos primeros pronunciamientos condenados al fracaso por su carácter aislado y desorganizado.
Porlier se pronuncia también en el territorio de sus triunfos militares, en Galicia, su liberalismo moderado, las simpatías que suscitaba en las guarniciones a las que no se pagaba desde hacía tiempo o se hacía con retraso y a pesar de haber atraído a su causa a algunos miembros de la burguesía profesional y mercantil de La Coruña, Porlier fracasó al no ser capaz de conseguir que se extendiese el levantamiento. Abandonado, pagó con su vida su error. La lección era clara. No bastaban los contactos personales. Era necesaria una auténtica coordinación .
Las intentonas que tuvieron lugar entre 1816 y 1819 agrupadas bajo el calificativo de «las conspiraciones masónicas». Efectivamente la masonería permitiría a los nuevos rebeldes conspirar desde la clandestinidad. Las primeras logias masónicas surgieron en la Península en el siglo XVIII. La masonería se convirtió en una institución con una visión universalista y una finalidad ética, caracterizada por la defensa de la solidaridad, la tolerancia y la igualdad. Su carácter secreto y las desviaciones y abusos que no se hicieron esperar provocaron no pocos recelos en sectores muy diversos. Una década después de la fundación de la Gran Logia de Inglaterra la organización empezó a extenderse fuera de las fronteras británicas, siendo España la primera nación del continente en la que se solicitó fundar una logia regular. La Logia de Madrid desde 1729 poco después una segunda logia en Gibraltar. Los fundadores y los componentes de estas primeras logias «españolas» fuesen británicos no quiere decir que la masonería fuese totalmente desconocida para los españoles, durante gran parte del siglo XVIII, incluida la época de Carlos III, la masonería en España fue algo casi anecdótico, vinculado sobre todo con extranjeros.
Hay que esperar a la guerra de la Independencia y a los contactos entre los afrancesados, y también los patriotas prisioneros, y los franceses para asistir a un auténtico desarrollo de la masonería en España. Napoleón había revitalizado la masonería en Francia y la práctica totalidad de los regimientos franceses de la época contaban con una logia. Su influencia en las ciudades en que estaban acantonados permitió además la proliferación de logias civiles. Un proceso similar debió seguirse en la Península, es interesante destacar que este origen francés enturbió en este periodo las relaciones entre el bando patriota y la masonería. La llegada de Fernando VII, su reacción absolutista y la vuelta a la Península de unos 4.000 oficiales españoles prisioneros en cárceles francesas supusieron un fuerte refuerzo para la organización al producirse un acercamiento entre sus miembros y los liberales, víctimas todos ellos de la represión fernandina. Las logias renovadas y reforzadas eran el lugar perfecto para albergar las conspiraciones liberales que pretendían terminar de una vez por todas con el Antiguo Régimen. En ciertos casos fueron el modelo para organizar otras sociedades secretas de carácter más netamente español que proliferaron en año sucesivos. Entre las conspiraciones o pronunciamientos de corte masónico hay que destacar la Conspiración del Triángulo y el pronunciamiento de Lacy.
En 1816 fue descubierta una oscura conjura que pretendía secuestrar o poner fin a la vida de Fernando VII, lo que lleva a los distintos autores a discrepar en cuanto a su finalidad política exacta, habiendo quien afirma que lo que se buscaba era la proclamación de una república liberal. El problema a la hora de analizar esta conspiración es su carácter secreto y en el tipo de organización que adoptaron los conjurados. En cada triángulo el vértice recibía información de una cabeza y la transmitía a sus dos ángulos que se convertían a su vez en vértices. Las detenciones fueron mínimas. Otras personas resultaron implicadas a lo largo del proceso, algunas huyeron y unos pocos fueron encarcelados. La mayoría de los implicados fueron finalmente condenados por participación en reuniones clandestinas a penas que oscilaron entre dos y siete años de prisión. Sin embargo, Vicente Richart y Baltasar Gutiérrez fueron condenados a muerte y ejecutados. Para que sirviera de escarmiento y de acuerdo con la línea de terror y persecución que caracterizó la política antiliberal de Fernando VII.
Un año después, en Cataluña, hubo un nuevo intento de restaurar la Constitución, se volvió a la fórmula del pronunciamiento. Parece que hubo una influencia masónica en la insurrección, aunque sólo fuese por el hecho de que algunos de sus principales implicados eran masones. En cualquier caso es ya una prueba fehaciente del peso de esta organización entre los militares, lo que quedará aun más en evidencia con el pronunciamiento de 1820. Lacy en Barcelona y Milans del Bosch en Gerona eran los principales artífices del levantamiento. Ambos habían desempeñado un papel destacado en las guerrillas antinapoleónicas. Luis de Lacy era un personaje de gran prestigio y que contaba con un amplio respaldo popular. Sin embargo eso no fue suficiente para hacer triunfar su conspiración, ni siquiera para salvarle la vida. La improvisación, la precipitación, y en última instancia la denuncia previa a la materialización completa del pronunciamiento provocaron el arresto de parte de los implicados. Milans con algunos oficiales consiguió huir a Francia. Lacy, detenido, tuvo que enfrentarse a un proceso, ni las menguadas evidencias en su contra, ni las demandas pidiendo su perdón y recordando su papel en la guerra de la Independencia lograron salvarle.
Entre 1817 y 1819 hubo nuevas conspiraciones en ciudades del sur y del levante en las que estuvieron implicadas algunas logias y en las que participaron personajes que vieron fracasar sus intentonas pero cuya suerte fue desigual. Es en este contexto de continuos pronunciamientos y conspiraciones para terminar definitivamente con el Antiguo Régimen y reinstaurar la Constitución de Cádiz, en el que hay que situar el pronunciamiento de Riego.


EL TRIENIO CONSTITUCIONAL, 1820-1823

1. El pronunciamiento de Riego
A pesar de su triunfo tampoco el pronunciamiento de Riego fue un modelo a seguir, aunque hubo progresos en la organización y difusión.
El ejército, en tomo a los 15.000 hombres, estaba compuesto en su mayoría por veteranos de la guerra de la Independencia, reacios a embarcarse rumbo a América para luchar en una nueva guerra sobre la que sabían poco y nada bueno. Acantonados en Andalucía por problemas de logística, los soldados se veían sometidos a unas difíciles condiciones de vida, endurecidas aún más por el estallido de una epidemia de fiebre amarilla. Fue a esta tropa a la que Rafael de Riego dirigió su proclama del 1 de enero de 1820 en la que anunciaba que la oficialidad «mirando por el bien de la Patria y de las tropas» había decidido tomar las armas para «impedir que verifique el embarque proyectado y establecer en nuestra España un gobierno justo y benéfico que asegure la felicidad de los pueblos y de los soldados» y azuzando el descontento de la tropa por temas sobradamente conocidos, consigue atraer a la tropa a lo que era su fin principal, persuadir a sus soldados de que «entretanto que en España reine la tiranía que ahora la oprime, no hay que esperar remedio a males tan enormes», sólo podrán ser felices «bajo un gobierno moderado y paternal, amparados por una Constitución que asegure los derechos de todos los ciudadanos». Las circunstancias habían puesto en manos de Riego unos soldados mucho más motivados que los que habían participado en intentonas anteriores, pero eso por sí solo tampoco fue definitivo para el triunfo de la revolución.
Los planes de conquistar Cádiz fracasaron, quedando parte de las tropas sublevadas bloqueadas entre la isla de León y los soldados enviados por el gobierno en auxilio de la ciudad. Riego, acompañado de parte de sus hombres, inició un duro viaje por Andalucía, sometidos a las inclemencias de un crudo invierno, intentando recabar apoyos para la sublevación. De fines de enero a mediados de marzo, fueron las tropas de Riego proclamando la Constitución. Su capacidad de resistencia a la adversidad, a pesar de no encontrar los apoyos que esperaba y de verse obligado a imponer contribuciones de todo tipo para mantener a sus cada vez más desmoralizados hombres, permitió ganar tiempo y mantener encendida la llama del pronunciamiento. Los rumores que se extendieron por todo el país narrando sus hazañas; las críticas a lo que se veía como incapacidad del gobierno para terminar con el foco rebelde y el indudable fermento constitucionalista que existía en otras zonas del país y que ya se había manifestado anteriormente en otros pronunciamientos fallidos, permitieron la generalización del movimiento, estadio al que nunca habían llegado los levantamientos anteriores. A partir de los últimos días de febrero, La Coruña, Ferrol, Vigo, Zaragoza, Barcelona..., se sumaban a la revolución.
Las alarmantes noticias que llegaban a la corte movieron a Fernando y a su entorno a intentar frenar la avalancha con la promesa de una convocatoria de Cortes a la manera tradicional. Sin embargo, no era una promesa nueva y llegaba demasiado tarde. Finalmente, abandonado por la Guardia Real y presionado por algunos de sus consejeros, Fernando cedió y afirmaba el 7 de marzo que, «siendo la voluntad general del pueblo, me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias en el año 1812». Se puso en libertad a los detenidos políticos y se creó una Junta Provisional Consultiva. El 9 de marzo juró el rey la Constitución y al día siguiente se publicó el manifiesto que contiene la famosa frase: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». El régimen absolutista se desmoronaba.

2. La Junta Provisional y el nuevo gobierno
El golpe había supuesto, además de la derogación de todas las reformas, la destitución de todos los que ocupaban algún cargo, la persecución y encarcelamiento de los liberales y la destrucción de los símbolos que habían acompañado la promulgación de la Constitución. Ahora el triunfo de la revolución de 1820 fue acompañada de la reposición en sus puestos de los destituidos de 1814, la puesta en libertad y el encumbramiento de los que habían sido víctimas de la represión y la reposición de toda la simbología liberal en medio de un entusiasmo popular que en este primer momento no dio muestras de revanchismo o ensañamiento. Seis largos años parecían quedar borrados de un brochazo. Había llegado el momento de poner en práctica las reformas.
La Junta provisional fue el organismo que dirigió la transición hasta la reimplantación del régimen constitucional, hay que destacar su participación en la designación de un nuevo gobierno, facultad que la Constitución reservaba al monarca pero en la que hubo de tomar cartas la Junta para conseguir unos ministros aceptables para los liberales, y en la convocatoria de Cortes. El hecho de que estuvieran fuera de la circulación los miembros de este primer gobierno facilitó la actividad de la Junta. Presidida por el cardenal de Borbón y compuesta por liberales de no mucho relieve, en teoría no tenía ninguna autoridad para mandar, pero «tenía toda la amplitud posible para proponer, para consultar y para impedir». Con excesiva moderación para algunos y con prudencia para otros, la Junta fue elevando al rey propuestas para ir restableciendo el régimen constitucional. Especial relevancia tuvo la propuesta de la reanudación de la libertad de imprenta, pues de forma casi inmediata empezaron a publicarse un gran número de periódicos, destacando el volumen de publicaciones de signo liberal, cuya fortuna fue desigual. Se volvió a decretar la abolición del Santo Oficio, esta vez para siempre. Se convocaron las Cortes, no sin una polémica sobre si debían ser ordinarias o extraordinarias, triunfando finalmente la primera opción. Poco a poco se fueron restableciendo otros decretos de las Cortes de Cádiz.
Con un rey que por el momento parecía resignado y cuyos respaldos absolutistas estaban todavía mal organizados y un gobierno con escasas competencias, las principales fuerzas se encuadraban en sectores muy diversos del bando liberal: las Juntas Provinciales, el ejército, las Sociedades Patrióticas, así como la masonería y otras organizaciones secretas, autoproclamadas guardianes de la revolución. Algunas de las Juntas Provinciales más extremistas pretendieron enviar representantes a Madrid para constituir una Junta Central, algo innecesario una vez que el rey hubo jurado la Constitución y se convocaron las Cortes. Hasta su disolución, tras la apertura de las Cortes, algunas Juntas Provinciales fueron un auténtico quebradero de cabeza con sus desmedidas pretensiones. Pero no sólo ellas presionaban en estos primeros momentos. El conocido como «ejército de la isla» podía ser útil si era necesario el uso de la fuerza para defender la revolución, pero a la Junta y al gobierno no se les escapaba que podía ser utilizado como elemento de presión para defender una interpretación determinada de la misma. Era un problema y sobre todo una pesada carga económica.
Las Sociedades Patrióticas habían surgido desde los primeros días de la revolución. En toda la Península proliferaron las reuniones en las que se discutían asuntos de índole política y, con distintos enfoques según las tertulias, se propagaban las máximas del liberalismo en un ambiente entusiasta. Los más moderados veían con temor la orientación de alguna de ellas y pretendieron acabar con lo que consideraban una amenaza, mientras sus partidarios estaban dispuestos a defenderlas por encima de todo. En cuanto a la masonería, el desembarco en las logias de los hombres de Cádiz, que utilizando su prestigio intentaron hacerse con el control, provocó la salida de los jóvenes más extremistas quienes, en febrero de 1821, fundarían otra sociedad secreta más radical, los «Comuneros». Con pequeñas medidas administrativas y económicas para intentar restablecer un cierto equilibrio en la dañada Hacienda nacional y la existencia de serias divergencias entre los liberales, se llegó a la reunión de Cortes.
El 9 de julio se reunieron formalmente y en el solemne acto de apertura se produjo la renovación por parte del monarca de su juramento de la Constitución, se iniciaba el periodo de monarquía constitucional. Fernando se comprometió, una vez más, a conservar «entera e inviolable» la Constitución. Poco duraría esta actitud y comenzarían los choques entre el rey, su gabinete y las Cortes. Estas mostraban una composición bastante homogénea, con una mayoría aplastante de liberales y unos pocos absolutistas. Las dificultades y las discusiones se producirían entre las dos generaciones de liberales. Los hombres de Cádiz moderados por el tiempo, la cárcel o el exilio y a una nueva hornada de jóvenes, los artífices de la revolución de 1820, defensores a ultranza de métodos más radicales. En estas primeras Cortes, el grupo más ampliamente representado era el de los moderados. Las grandes figuras de Cádiz, el conde de Toreno, Diego Muñoz Torrero, Francisco Martínez de la Rosa, vuelven a sus escaños para intentar llevar adelante su acción reformadora. Junto a ellos, pendientes de su actuación, políticos de nuevo cuño como Quiroga, héroe del levantamiento y ahora mariscal de campo y diputado.
Los diputados decretaron la supresión de los mayorazgos y cualquier otra especie de vinculación. Implantaron el medio diezmo pero que no cerraba totalmente este ingreso eclesiástico. Acometieron el espinoso tema de las órdenes regulares, suprimiendo la Compañía de Jesús y reformando de forma drástica y limitadora otras comunidades religiosas. Eran cuestiones muy importantes, que aunaban lo económico y lo social. Se abordaron otras, también relevantes, como la reorganización de la Milicia Nacional que para los moderados debía velar por el orden público, los exaltados privilegiaban su papel como organismo político defensor de los logros constitucionales.
Uno de los temas más espinosos fue la disolución del «ejército de la isla». El 13 de julio, poco después de la constitución de las mismas, Riego, se había dirigido a ellas congratulándose por su apertura. Poco después el ministro de Guerra, marqués de las Amarillas, firmó el decreto de disolución del ejército de Andalucía. Prescindir así de los que seguían siendo los héroes nacionales no podía menos que ocasionar graves tensiones en las que se vieron envueltas todas las fuerzas del momento.
En una «representación al rey» que se publicó en la prensa, Riego acusaba a «una mano oculta» y enemiga de conducir a la nación y al monarca al precipicio; insistía en las pruebas de amor a la patria dadas por él y sus hombres, y criticaba que habiendo tanto por hacer y estando «la ley fundamental del Estado y la seguridad pública amenazadas por asociaciones, amparadas en Reinos extranjeros, y por disturbios interiores», se disolviera el ejército de Andalucía, por lo que suplicaba al rey la suspensión de la orden. En términos no muy distintos se dirigió el mismo día a las Cortes pidiendo su apoyo. Las reacciones no se hicieron esperar y el debate, ya en la calle, subió de tono. A las súplicas se unieron las amenazas y las peticiones de dimisión de Amarillas, solución que finalmente aceptó el gabinete como un mal menor para calmar los ánimos. Fernando, en cambio, se negó en redondo produciéndose el primer choque entre el rey, que se apoyaba en su derecho constitucional a designar sus ministros, el gobierno y las Cortes, teniendo finalmente el monarca que ceder. Esta crisis supondría el inicio del abandono por parte de Fernando de una senda constitucional, que para otros autores nunca había contemplado, sirviendo además de catalizador para la escisión de los grupos liberales.
El tema del «ejército de la isla» supuso también un serio conflicto dentro del bando liberal, pues la dimisión de Amarillas no alivió la tensión. La decisión de mantener la disolución del ejército y enviar a Riego como capitán general a Galicia radicalizó a los exaltados que alentaron las algaradas. A su llegada a Madrid, Riego fue recibido con gran entusiasmo por el pueblo. La polémica estaba servida. Se ponía sobre el tapete lo que muchos pensaban: que unos habían hecho la revolución y otros se estaban haciendo con ella. Banquetes y agasajos de Sociedades Patrióticas, salidas en loor de multitud, incluida una polémica asistencia al teatro del Príncipe donde se cantó el «Trágala», estos y otros hechos alertaron al gobierno que decidió tomar medidas disciplinarias y alejar de la Corte a algunos significados militares, entre ellos Riego. La tensión en las Sociedades Patrióticas y en la calle continuó y arreciaron los tumultos, y aunque el gobierno no se atrevió a acusar abiertamente a Riego de republicanismo, se insinuó ante las Cortes y él tuvo que defenderse. El gobierno, controladas las Cortes y reinstaurada una cierta tranquilidad, alternó medidas represoras con otras destinadas a calmar los ánimos. Los moderados habían triunfado, pero la manzana de la discordia estaba lanzada.

3. Los gobiernos moderados
Los meses que mediaron entre la disolución de las Cortes y la reunión de las nuevas estuvieron plagados de incidentes, nuevos enfrentamientos entre el rey y los liberales y también entre los moderados doceañistas y los exaltados veinteañistas. El rey, instalado en El Escorial y rodeado de partidarios, retrasaba su vuelta a una capital en la que los rumores de toda índole sobre conspiraciones serviles provocaban manifestaciones y alteraciones del orden. Finalmente el gobierno tuvo que obligar al rey a regresar a Madrid y realizar ciertas cesiones a los exaltados. Los jefes del «ejército de la isla» y algunos señalados simpatizantes fueron ascendidos y se reabrieron las Sociedades Patrióticas.
Pero la unidad liberal que había provocado la actitud del monarca era muy débil y los moderados volvieron a fijar su atención en los exaltados y en su temida capacidad de movilizar a las masas populares. Se volvió a ordenar el cierre de las Sociedades Patrióticas. Es en este contexto se sitúa la aparición de los «Comuneros», sociedad secreta escindida de la masonería, en la que militarían los jóvenes más radicales. Con esta política oscilante, utilizando a las masas cuando era necesaria una presión popular en la calle y reprimiéndolas después, el gobierno no hacía más que intranquilizar a los que les veían como traidores a la revolución. Los incidentes, algaradas y tumultos arreciaron en un marco de división que daba una apariencia de mayor solidez a una oposición absolutista cada vez más organizada. Pronto hubo partidas armadas en varias provincias y se descubrió una conspiración palaciega. Cuanto más se acercaba la fecha de reapertura de las Cortes más temor había a una intentona contrarrevolucionaria. En febrero se produjo un choque entre los guardias de Corps, que se habían enfrentado contra una muchedumbre agitada que se manifestaba en las cercanías del palacio, y la Milicia Nacional que finalmente obligó a la guardia a retirarse. En esta ocasión las presiones del sector radical, representado por parte de la milicia y del Ayuntamiento de Madrid, lograron un decreto de las Cortes por el cual se extinguía definitivamente el Real Cuerpo de Caballería de Guardias de la Persona del Rey, el protagonista de los ataques contra el pueblo y los regidores de la capital. Pero dejaba en pie a los regimientos de infantería de la Guardia Real, era una invitación a nuevas insurrecciones.
La nueva legislatura se inauguraba en 1 de marzo y la debilidad del gobierno quedó de manifiesto en la «crisis de la coletilla». En su discurso ante la Cámara, al terminar el texto redactado por sus ministros, Fernando añadió una «coletilla» en la que tras jurar la Constitución criticaba con dureza a su gobierno por no haberle defendido de ultrajes y desacatos, acusándole de no tener la fuerza necesaria y anunciando «un sinnúmero de males y desgracias» para la nación española si volvían a producirse. El gobierno se vio forzado a dimitir, pero ya había sido cesado. Fernando se dirigió al legislativo primero y al Consejo de Estado después pidiendo le recomendasen las personas a su juicio «más a propósito para desempeñar con aceptación y utilidad común tan interesantes destinos». Finalmente designó un gobierno con un nuevo grupo de moderados que, además de no contar con la confianza del monarca, ni con el respaldo de los exaltados, tampoco gozaba de las simpatías de sus correligionarios. Además, eran poco conocidos por la población y carecían de la aureola de heroísmo del anterior gobierno. Por otro lado, la situación internacional era cada vez más complicada y los contactos de Fernando con la Santa Alianza no facilitaban las cosas.
El gabinete Bardají intentó con poca fortuna poner algo de orden en la administración y la hacienda. Las Cortes acompañaron en su labor a este gobierno: la Ley Orgánica del Ejército, ejemplo del «utopismo liberal» y base para un nuevo ejército pequeño, eficaz y al servicio de la sociedad civil, fue aprobada. Riego expresaba su alegría ante la aprobación de la ley, la Ley de Instrucción Pública, puso las bases de un sistema dividido en tres niveles: la enseñanza primaria, obligatoria, impartida en las escuelas que habría en todos los pueblos de más de cien vecinos y necesaria para ejercer los derechos políticos; la secundaria, que se podría cursar en todas las capitales de provincia, y la superior o tercera, impartida en 10 universidades peninsulares y 22 de Ultramar. Un sistema uniformador y centralizado que fue la base de la organización educativa española, durante muchísimos años.
La aprobación de éstas y otras leyes y la discusión de temas que pasarían a futuras legislaturas, como la reorganización de la división territorial, no debe ocultar la fragilidad del equilibrio y las continuas tensiones entre los distintos grupos rivales. Las partidas realistas seguían actuando y las Cortes tuvieron que aprobar un decreto en el que se condenaba a penas severísimas a los que conspirasen contra la Constitución. Las algaradas y tumultos callejeros continuaban. Medidas radicales restablecieron el orden, pero por poco tiempo.
El 30 de junio se disolvieron las Cortes ordinarias para dar paso a unas extraordinarias, con los mismos diputados elegidos para las de 1820 y 1821. La justificación para ello fue la necesidad de abordar reformas administrativas en profundidad y pacificar América. En septiembre empezaron sus sesiones, nadie dudó en poner toda la carne en el asador. Los moderados utilizaban los resortes que el poder ponía en sus manos. Los exaltados seguían recurriendo a sus figuras para hacer propaganda y enardecer a sus simpatizantes que ocupaban las calles demostrando su fuerza. Especialmente significativo fue el incidente provocado por el cese de Riego, capitán general de Aragón, se le relacionó en supuestas conspiraciones revolucionarias, lo que provocó una intensificación de los incidentes (escritos contra el rey y el gobierno, manifestaciones de protesta).
Pocos días después iniciaban sus sesiones las Cortes extraordinarias y aprobaron con algunas modificaciones el proyecto obra de Argüelles dividiendo el territorio nacional en 52 provincias. Una prueba más del espíritu centralizador y racionalizador de raigambre ilustrada del liberalismo español. Otras leyes de especial trascendencia: la Ley de Beneficencia, por la que se crearon las Juntas Municipales de Beneficencia y el primer Código Penal español. Mientras, la lucha entre moderados y exaltados continuaba. En los últimos meses de 1821 aumentaron los incidentes en que estaban implicadas autoridades locales, «la revolución exaltada». Los ayuntamientos de destacadas ciudades, sus guarniciones, la Milicia, las Sociedades Patrióticas se unían contra el gobierno moderado al que se acusaba de connivencias con los absolutistas. Estos hechos son una prueba más de las diferencias entre los dos grupos del liberalismo. Los moderados, que acusaban a los exaltados de desestabilizar el país y fomentar la oposición absolutista con sus excesos, y éstos que responsabilizaban a los primeros de impedir el triunfo de un auténtico programa reformista con sus medidas lentas y respetuosas con los enemigos del cambio.
Los ecos de la revolución llegaron a las Cortes, donde se produjeron enfrentamientos muy sonados. Finalmente provocaron una remodelación y pocas semanas después un cambio total del ejecutivo, que sin embargo seguiría en manos de los moderados con el gabinete Martínez de la Rosa. Una nueva maniobra regia volvía a poner frente a frente al ejecutivo y al legislativo. Los problemas no podían sino continuar, habida cuenta del triunfo exaltado en las elecciones. Riego se convirtió en el presidente de las nuevas Cortes ordinarias y prueba del nuevo protagonismo parlamentario de los exaltados. La presentación del nuevo gabinete ante este Parlamento era una postura de fuerza por parte del monarca y casi constituía una declaración de guerra. En su contestación como presidente al discurso de Fernando ante las Cortes, Riego insistió en «las difíciles circunstancias» a que habría que hacer frente y presentó con gran claridad los tres sectores enfrentados «los enemigos de la libertad», «los que no odian las reformas» pero se resisten a los cambios y las Cortes que «trabajarán incesantemente en vencer todas estas dificultades».
La tensión irá en aumento. Insurrecciones de los absolutistas en Cataluña, Navarra y otras zonas de la Península. Intentos fallidos de suavizar las tensiones por parte de un ejecutivo débil, presionado por un legislativo. Proliferación de los gestos de los parlamentarios exaltados para reforzar la simbología revolucionaria. Las necesarias reformas, sobre todo económicas, no lograban pasar de un segundo plano. Todo ello en un escenario internacional cada vez más complicado, con las colonias americanas prácticamente perdidas y observados con desconfianza por una Europa.
Al acercarse el cierre de la legislatura las conspiraciones realistas se fueron haciendo cada vez más organizadas y peligrosas. Coincidiendo con la onomástica del rey, que pasaba la primavera en Aranjuez, se organizaron manifestaciones realistas. En el Real Sitio se oyeron gritos a favor del rey absoluto y hubo algunas algaradas, y en Valencia los artilleros se encerraron en la ciudadela y aclamaron no sólo al monarca sino también al general Elío, allí prisionero. La insurrección fue rápidamente controlada y el temido Elío fue finalmente condenado a muerte y ejecutado. El rey, requerido por el gobierno para que abandonase Aranjuez y una vez en la capital condenase los acontecimientos de Valencia, se enfrentó directamente a su gabinete negándose a acceder, en una prueba de fuerza. Tras un mes muy agitado, el estallido definitivo tuvo lugar el día 30 de junio. Con el rey en Madrid para asistir a la ceremonia de clausura de las Cortes, se produjeron una vez más incidentes entre los que gritaban en favor y en contra del rey absoluto. La Guardia Real cargó contra la multitud, en esta ocasión no se trataba de un mero enfrentamiento callejero. Una sublevación palaciega estaba en marcha, al parecer con la colaboración de la familia real. En las horas siguientes, Madrid quedó convertida. Algunos oficiales exaltados constituyeron el Batallón Sagrado, apoyados fundamentalmente por el ayuntamiento de la capital, a quien pronto se sumará la Diputación Permanente de Cortes. La postura del gobierno, en palacio con el rey, protegidos por los guardias y a la expectativa, hizo aumentar los rumores de sus connivencias con el monarca. El gobierno ordenó que los batallones de guardias que se habían concentrado en El Pardo y amenazaban la capital se retirasen fuera de Madrid. No tomaría medidas contra ellos. Un ejemplo más de esa postura conciliadora y carente de iniciativa que caracterizó la actividad del gabinete Martínez de la Rosa; una prueba clara de su implicación para otros. Los Guardias se negaron a acatar las órdenes con un rey cada vez más dispuesto a ir a reunirse con sus hombres sublevados y un gobierno que presentó una dimisión que el monarca no aceptó.
La madrugada del 7 de julio los guardias marcharon sobre Madrid, donde los milicianos y el Batallón Sagrado defendieron sus posiciones y les obligaron a replegarse hacia palacio buscando la protección de Fernando. Cuando más tarde intentaron huir fueron perseguidos por la milicia y tuvieron que rendirse. El golpe del 7 de julio había terminado con la victoria de los liberales. El rey se plegó a la necesidad de designar un nuevo gobierno, esta vez exaltado, si quería continuar en su puesto. Es posible una segunda intención, radicalizar la situación para animar la intervención de las potencias extranjeras a las que ya llevaba meses cortejando.

4. Los exaltados en el poder
A comienzos de agosto de 1822 tomaba posesión el nuevo gobierno, con el general Evaristo San Miguel al frente de la cartera de Estado. Por fin los exaltados iban a poder dirigir la revolución. Sin embargo, el deterioro de la situación política, económica y social puso las cosas muy difíciles. La falta de decisión a la hora de investigar las responsabilidades del golpe, por miedo a poner en crisis el sistema, reforzó a los realistas.
Se establecía la llamada Regencia de Urgel, originada en los círculos realistas exilados en el sur de Francia que venían combatiendo al gobierno constitucional ayudando a las partidas que actuaban en España y buscando el apoyo francés para sus actividades. Aprovechando la ocupación de la Seo de Urgel se constituyó una regencia y entonces se produjo la tan temida unidad del movimiento realista en el interior y en el exilio, una autoproclamada segunda legalidad que se arrogaba la representación del rey. Los manifiestos emitidos por los regentes a Su Majestad y a la nación retoman los argumentos: la ilegalidad del régimen constitucional, la condición de prisionero del rey y por lo tanto la invalidez de sus decisiones, junto a vagas promesas de reformas de acuerdo con los antiguos fueros y costumbres. La Regencia se convirtió en objetivo prioritario. Sin embargo, resultó ser más el ruido que las nueces, parece ser que ésta nunca contó con el apoyo de Fernando y desde luego nunca logró el respaldo de las potencias de la Santa Alianza. Aislada y afectada por los propios conflictos internos de los realistas, no fue rival para las tropas de Espoz y Mina. Tres meses después de ser creada, la Regencia tuvo que refugiarse en Francia, donde su desprestigio aumentaría día a día hasta su práctica desaparición. Los enfrentamientos entre los liberales y las partidas continuarían sin embargo, al no cambiar las condiciones económicas y sociales que ponían a los campesinos al borde de la desesperación, convirtiéndoles en presa fácil de las proclamas y llamamientos contra el régimen constitucional.
El gobierno y las Cortes intentaban reconducir la situación, se convocaron Cortes extraordinarias ante la importancia de varios de los temas que quedaban pendientes de la legislatura anterior, sobre todo los que afectaban al Ejército y otros asuntos, como los referentes al clero regular y a sus bienes, que contribuyeron a exacerbar las tensiones ya existentes así como las inevitables proclamas patrióticas, en medio de un ambiente cada vez más opresivo ante las noticias que llegaban del exterior y que no presagiaban nada bueno. La amenaza, cada vez más real, de una invasión armada, radicalizando aún más a sus sectores más extremistas que veían con sorpresa como «su» gobierno tomaba medidas «represoras» que impedían la unidad de los liberales.
A mediados de febrero se clausuraban las Cortes extraordinarias, no sin antes aprobar el traslado de la Corte a Andalucía, en previsión del conflicto. Resultaba cada vez más evidente que el futuro del régimen escapaba de las manos de los protagonistas españoles, aún hubo tiempo para nuevas manifestaciones de fuerza entre el monarca y unos exaltados cada vez más divididos. En estos últimos meses del Trienio: un rey, dos gabinetes y unas nuevas Cortes, se aprestaban a abandonar la capital, aun antes de que se produjese la tan temida invasión.

5. Las situación internacional y la caída del régimen constitucional
El sistema de Congresos estaba en pleno funcionamiento cuando se produjo la revolución española de 1820. España apareció en las deliberaciones del Congreso de forma indirecta. El zar pretendió la aprobación de un acuerdo por el que todos los firmantes garantizasen el mantenimiento de las disposiciones territoriales adoptadas en Viena, así como la defensa de los gobernantes legítimos frente a movimientos revolucionarios. Esto fue desestimado por Gran Bretaña y Austria, la principal amenaza a la estabilidad de un país europeo era la rebelión de las colonias españolas americanas contra su metrópoli, tema muy alejado de las preocupaciones e intereses austriacos y en el que Gran Bretaña no veía ventajosa una intervención.
Cuando las potencias se reunieron de nuevo (octubre-diciembre 1820), el escenario había cambiado de forma espectacular. La revolución se extendía por el continente y afectaba de forma directa a los intereses de algunas potencias. El pronunciamiento de Riego el 1 de enero de 1820, el asesinato del duque de Berry en Francia, la promulgación de la Constitución de Cádiz, la revolución napolitana, la portuguesa motivaron un cambio de actitud en Austria y un acercamiento a la postura rusa, favorable a la intervención en suelo extranjero en aras de la estabilidad restaurada. Austria, Prusia y Rusia -Gran Bretaña y Francia asistieron como observadores- acordaron que respaldarían intervenciones armadas para aplastar revueltas revolucionarias si fuese necesario. La oposición británica fue un duro golpe para la Alianza y el Congreso fue aplazado.
Reunidos de nuevo pocos días después, Castlereagh se vio forzado a aceptar la intervención del ejército austriaco en Italia. Francia se mantuvo al margen de la cuestión italiana. Su actitud cambiaría con la llegada al poder del gabinete ultrarrealista a fines de 1821. Una vez solucionado el problema que más preocupaba a Metternich, el Congreso estaba por disolverse cuando estalló la revolución griega, ante este nuevo problema, que podía arrastrar al zar a una guerra contra los turcos, se separaron no sin convocar una nueva reunión en la que se abordarían el tema griego y los asuntos peninsulares una vez más quedaron en un segundo plano.
En Verona (octubre-diciembre 1822) España se convirtió en la gran protagonista. Desde el estallido de una epidemia de fiebre amarilla en Cataluña, Francia había instalado en la frontera un «cordón sanitario» y había asistido con preocupación a la creciente violencia popular que acompañó al desprestigio cada vez mayor del gobierno moderado. En septiembre de 1822 sustituyó el «cordón sanitario» por un ejército de observación, mientras continuaba dando largas. a las peticiones de ayuda de Fernando, manifestando repetidamente que era impensable un retorno a la situación de 1814. Por su parte Alejandro 1 y Metternich compartían los recelos franceses ante la evolución de los acontecimientos en España. El zar aprovechaba la situación para sumar apoyos a su política intervencionista y Austria, con Prusia siempre a remolque, intentaba frenar los deseos protagonistas de los rusos buscando una imposible unidad de acción ante España que atemperase los «excesos» de los exaltados.
Se abría el Congreso de Verona con una posible intervención en los asuntos internos españoles como punto principal. El representante británico, Wellington, fue uno de los principales protagonistas por su firme negativa a respaldar un ataque contra España. Mientras Wellington intentaba sin éxito frenar la intervención en la Península, el embajador en España procuraba a su vez extraer el máximo provecho de la difícil situación en que se encontraba el gobierno español postulándose, con poco éxito, como mediador entre España y sus colonias en América. El representante francés, Montmorency, pasando por alto las instrucciones de Villele, reacio a una intervención, adoptó una postura decidida en pro de la acción y preguntó cual sería la reacción de los aliados ante una ruptura de relaciones entre su país y su vecino meridional. Wellington abandonó el Congreso, dejando clara la posición británica, pero el resto de los aliados garantizaron su respaldo. El primer paso fue el envío de notas al gobierno español exigiendo una reforma del texto constitucional. La inevitable y dura respuesta española, dado el carácter agresivo y de clara injerencia en asuntos internos de las notas, cerraba el camino de una posible negociación. A fines de año la guerra era inevitable.
La postura de Montmorency, de acuerdo con Metternich en su defensa de una acción conjunta de la Santa Alianza, chocó con la de Villele y Luis XVIII, partidarios del protagonismo francés, y provocó su dimisión, siendo sustituido por Chateaubriand, encargado de conseguir que la fuerza expedicionaria fuera exclusivamente francesa. El 28 de enero, Luis XVIII anunció que «cien mil franceses están preparados para avanzar invocando al Dios de San Luis para conservar el trono de España a un nieto de Enrique IV». Sus críticas a la Constitución española por no emanar de la corona permitieron a los británicos marcar las diferencias entre Gran Bretaña y el continente. Gran Bretaña agitó ante Francia una posible intervención británica. Pero en cuanto consiguió seguridades francesas de que no establecerían una ocupación permanente, respetarían los dominios de su aliado tradicional Portugal y no se apropiarían de territorios en las colonias españolas en América, Canning manifestó a su homónimo francés su intención de permanecer neutral. El gobierno y las nuevas Cortes iniciaban un largo viaje hacia Sevilla. A principios de abril, las tropas mandadas por el duque de Angulema cruzaban el Bidasoa.
Ante la sorpresa de muchos observadores no se produjo reacción popular. Es cierto que los franceses habían tomado precauciones, desde la selección de los oficiales de su ejército, evitando nombres de dolorosa memoria, el aprovisionamiento de las tropas, pagando al contado y renunciando a los saqueos habituales. Para el embajador británico lo más importante era un cambio de espíritu entre la población. En Sevilla se iban reuniendo las principales fuerzas políticas. El desánimo y la sensación de impotencia atenazaban a los liberales que se sentían cada vez más aislados, sin que el ejército preparado por el gobierno constitucional fuese capaz de ofrecer resistencia. La única excepción la constituyeron los hombres mandados por Espoz y Mina que, en Cataluña, ocasionaron problemas a los franceses hasta el final. Todos los intentos de resucitar el espíritu del pasado eran recibidos con indiferencia por la población.
El 23 de mayo los franceses llegaban a Madrid y se constituía una regencia, presidida por Infantado, la Regencia afirmaba su voluntad de emprender una labor puramente administrativa y de prevención de persecuciones, en realidad su actuación fue un claro preludio de lo que supondría la restauración de Fernando en su papel de rey absoluto: una vuelta atrás similar a la de 1814 acompañada de una represión política aun más feroz. Mientras, los liberales refugiados en Andalucía seguían mostrando su incapacidad para hacer frente a los acontecimientos. Se tomó la decisión de abandonar Sevilla para refugiarse en Cádiz. La negativa del monarca a desplazarse de nuevo, sobre todo ahora que sus «libertadores» estaban cerca, obligó a adoptar medidas extraordinarias que dividieron a los liberales. Las Cortes decretaron la enajenación mental transitoria del monarca y el nombramiento de una regencia.
El ambiente que se respiraba en Cádiz no era el que los constitucionalistas habían esperado, eran muchos los partidarios de negociar una rendición. Después de un largo verano tras los muros de Cádiz, los liberales aceptaron la inevitabilidad de la negociación que emprendieron directamente con Fernando y los franceses. El 1 de octubre, tras firmar un largo decreto repleto de promesas de perdón y ofrecimientos políticos, el monarca salía de la ciudad y se reunía con su libertador el duque de Angulema. En cuanto se encontró en libertad revocó lo firmado y declaró «nulos y sin valor todos los actos del llamado gobierno constitucional . La justificación para esta medida fue la falta de libertad a que había estado sometido y el carácter forzado de todos sus actos en dicho periodo. Era el final del Trienio Constitucional, la restauración y persecución estarían a la orden del día.
El Trienio caía como consecuencia de una intervención extranjera, pero ello no debe ocultar que el fracaso del nuevo intento constitucional se debió a sus propias contradicciones internas. Las graves divisiones existentes plasmadas en los enfrentamientos y tensiones constantes entre los representantes del sector moderado y los exaltados. La incapacidad para articular un sistema político eficaz, al concentrar la mayoría del poder en unas Cortes que chocaron continuamente con un monarca opuesto a los cambios y con gobiernos moderados que querían imponer un ritmo lento a las reformas, en un intento poco afortunado de atraerse a los absolutistas más tibios. Todo ello impidió la estabilización del régimen Y facilitó el surgimiento de los movimientos contrarrevolucionarios.






LAS COLONIAS
La crisis del Antiguo Régimen en las colonias de América

en la Península supuso una drástica alteración en las relaciones entre la metrópoli y sus colonias en América. En otros momentos difíciles para la metrópoli las colonias no aprovecharon la situación de debilidad de la «potencia imperial». Durante los reinados de Fernando VI y sobre todo de Carlos III, se inició un vasto plan de reformas dirigidas a frenar la emancipación económica de las colonias. «La segunda conquista de América» supuso un mayor control burocrático y un intento de aumentar el dominio económico para obtener mayores beneficios y limitar la autonomía de los criollos. Mayor presión fiscal provocó en las últimas décadas del siglo ilustrado una gran oposición que a veces se tradujo en revueltas violentas.
España tomó las primeras medidas de lo que se llamó «el comercio libre». Se ampliaron de forma considerable el número de puertos habilitados para el tráfico con América, se eliminaron ciertos trámites burocráticos y, en general, se flexibilizó un sistema, que por supuesto para los americanos no significó una mayor libertad, más bien al contrario, al funcionar ahora de forma más eficaz. La política económica borbónica agravó la situación de las colonias y acrecentó la hostilidad de los criollos hacia los peninsulares que desde ambas orillas se beneficiaban de las reformas.
El creciente intervencionismo británico en el área-, el problema económico no era el único. Los criollos envidiaban también a los peninsulares su situación de privilegio, cuando no de exclusividad, a la hora de acceder a los cargos públicos. Había una cierta identidad diferenciada, de ser súbditos del mismo rey pero unos americanos y otros españoles, fue reforzándose y perfeccionándose dando lugar también a la aparición de rivalidades entre las distintas colonias de ese inmenso territorio. Un nacionalismo incipiente y un regionalismo estaba ya bastante asentado.
La influencia de las ideas de la Ilustración como causa del «surgimiento» de los movimientos revolucionarios en las colonias españolas en América. Es cierto que un pequeño grupo de precursores de entre la elite criolla conocían a los principales autores del movimiento ilustrado. Pero su papel fue más el de proporcionar una justificación ideológica a un movimiento que tenía unas raíces mucho más prácticas, la defensa de los intereses económicos y políticos de los criollos.
Entre 1780 y 1808 los momentos en que la tensión entre criollos y peninsulares alcanzó su máxima intensidad. Hubo que esperar a partir de 1808 para que se iniciara el proceso que culminaría en 1825 con la independencia de las colonias españolas en la América continental. Las noticias de la presencia de tropas francesas en España, la rebelión del 2 de mayo, el cautiverio de la familia real en Bayona, las abdicaciones, el nombramiento de José I, y otras igualmente preocupantes llegaron a América con rapidez. La extrema gravedad de la situación puso a la administración colonial en la tesitura de tener que sumarse a los afrancesados o seguir el ejemplo de las juntas provinciales y negarse a aceptar al «usurpador».
La reacción en las colonias no fue muy distinta de la que tuvo lugar en la Península. Manifiestos, proclamas, impresos de todo tipo expresaron fidelidad a Fernando VII. El rechazo a José I y la prisión de la familia real hizo que se experimentase un vacío de poder que había que llenar con la constitución de poderes emanados de la soberanía que el pueblo había recuperado al verse privado de monarca. Pero a la hora de llevar a la práctica esta idea surgían en las colonias problemas inevitables derivados de su situación de dependencia. La toma de decisiones llevó a enfrentamientos entre las autoridades reales y las elites americanas que querían hacerse con el control de la situación. Al no haber «afrancesados», ni levantamientos populares, ni tropas invasoras era difícil convencer a los antiguos representantes de la corona de la necesidad de cambios y los primeros intentos fueron reprimidos por los peninsulares. Esto presuponía una desigualdad entre el derecho peninsular a constituir juntas y el castigo a los americanos que intentan hacer lo propio, esta desconfianza abriría aun más la brecha.
Las primeras manifestaciones de las nuevas autoridades peninsulares sobre las colonias generaron expectativas y decepciones casi al mismo tiempo. La Real Orden del 22 de enero de 1809 en la que la Junta Suprema Central afirmaba que los territorios de España en América «no son propiamente colonias o factorías como las de las otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española», suponía un ansiado reconocimiento, pero el número de diputados que se les concedía para formar parte de esta organización, sólo 9 cuando la Península aportaba 26, daba una clara idea de su papel secundario. La convocatoria de elecciones a Cortes concedía sólo 30 diputados a los americanos frente a los aproximadamente 250 de los españoles. Esta desigualdad hacia América de los liberales no tan distinto del de sus predecesores, fue una de las causas fundamentales del rechazo americano a las nuevas autoridades y de la constitución de juntas autónomas. En 1810 la constitución de juntas autónomas fue el primer paso hacia la desvinculación definitiva con la Península y, también, hacia la división entre las propias colonias. De hecho, en territorios tan importantes como Nueva España o Perú las autoridades reales optaron por reconocer a la Regencia. Enfrentamientos entre organismos controlados por peninsulares y cabildos, más próximos a los criollos; entre los diferentes cabildos, la presencia de diputados americanos en las Cortes de Cádiz y el importante papel que algunos de ellos desempeñaron en la defensa de la causa liberal; el decepcionante centralismo que emanó de la Constitución allí aprobada; los intereses británicos en la zona, el peso que estaban teniendo en la guerra peninsular y sus deseos de mediar en el conflicto; manifestaciones de problemas indígenas y sociales subyacentes, todos estos elementos y algunos otros se entremezclan dando lugar a cuatro años de agitación social, cambios políticos y guerra civil.
Cuando Fernando VII llegó a la Península en 1814, pareció que aún sería posible restablecer el orden en América. Partiendo de las zonas que habían permanecido fieles a la Península, el virrey de Perú, Abascal, había logrado restablecer su autoridad en el oeste. En otras regiones, el cariz social y racial que estaban adoptando los procesos independentistas facilitó una reacción contrarrevolucionaria que las autoridades realistas supieron capitalizar a su favor. Había zonas más difíciles de recuperar que otras, Fernando se encontraba en una buena posición para haber intentado una solución negociada, mediando entre los «fidelistas o realistas» y los «autonomistas o independentistas». Sin embargo se puso con firmeza a la cabeza del grupo realista. En 1816 todas las provincias de Ultramar estaban bajo su control excepto el Río de la Plata. La transformación de la guerra civil en una guerra contra la metrópoli permitió moderar los extremismos de los «patriotas», y ampliar su base incluyendo incluso a antiguos realistas. Bajo la dirección de dos grandes líderes, Bolívar y San Martín, la contienda cobró nuevas fuerzas a partir de 1816-1817. España, recién salida de una guerra, con una situación financiera catastrófica, sumida en una profunda crisis política e incapaz de obtener apoyos internacionales, quedaba sola para combatir la rebelión.
La crisis colonial durante el Trienio
La actitud de los liberales frente a las colonias no difería en lo sustancial de la de los absolutistas. Para ambos grupos resultaba impensable una América independiente. Podían diferir en cuál debía ser su papel, en cómo debían ser tratados y considerados, pero coincidían en considerar aquellos territorios como parte integrante de la corona española. Los motivos iban desde los puramente económicos, hasta los históricos y sentimentales.
La proclama de Riego el 1 de enero de 1820 no había hecho mención expresa a los sublevados en las colonias y a su lucha por la libertad. Los liberales peninsulares estaban convencidos que el restablecimiento de la Constitución gaditana sería suficiente para que los insurrectos depusieran las armas. El 11 de abril, la Junta Provisional y el Consejo de Estado enviaron instrucciones a los representantes del gobierno en América para que publicasen el real decreto que restablecía la Constitución, invitando a dirigentes y habitantes de sus territorios a jurarla, así como a enviar diputados a las nuevas Cortes. Poco después se anunciaba un alto el fuego para iniciar negociaciones con los rebeldes. Todo ello en el marco del espíritu conciliador que caracterizará al nuevo régimen, en cuya raíz no hay que descartar el convencimiento de la falta de capacidad material para hacer frente a la crisis colonial.
Al otro lado del Atlántico tenían una visión del problema muy diferente. Para los insurgentes, la Constitución no era la respuesta a sus quejas. La representación que les garantizaba seguía siendo demasiado pequeña; no había atisbos de que se acercara la libertad de comercio, y no se apreciaban transformaciones en el comportamiento o el papel de los representantes de la metrópoli, en territorios controlados por la corona, un funcionario respaldaba alguna de las demandas de los insurgentes, sus propuestas solían ser desestimadas.
Las dificultades de la política interior peninsular en estos años acapararon gran parte de la atención de las Cortes y los gobiernos. La pacificación tardaba en llegar a las colonias, lo que de hecho la hacía cada vez más imposible. Se intentaron soluciones parciales con poco éxito. Pero nada que no fuese la independencia podía ya convencer a personajes como Bolívar o San Martín y los comisarios pronto fueron informados de ello. En Bolívar como en otros revolucionarios americanos el antiabsolutismo iba indisolublemente unido al anticolonialismo. Por ello, la actitud hacia las colonias de los liberales, en quienes había puesto grandes esperanzas, tuvo que decepcionar al líder independentista quien afirmó que si venían a hablar de paz y a reconocer a Colombia como un Estado libre y soberano estaba dispuesto a recibidos, pero si no, se negaba a escuchar ninguna proposición. San Martín, en cambio, era más conciliador y mostraba tendencias monárquicas que impresionaron favorablemente a Abreu, el comisario enviado a la zona. Sin embargo, no por ello su misión tuvo más éxito. Un régimen independiente era también su objetivo final.
Fracasada la iniciativa negociadora, la evolución fue alejando lenta e inexorablemente los dos continentes. La revolución en la Península dejaba poco tiempo para los asuntos americanos y al otro lado del Atlántico los territorios con una independencia de hecho se asentaban y ampliaban, quedando los realistas cada vez más aislados, de tal manera que cuando el gobierno o las Cortes encontraban un hueco para ocuparse de las colonias, tomaban decisiones sobre un Imperio que en la realidad ya no existía. Cuando a fines de 1821 el Consejo de Estado dio a la luz una serie de recomendaciones con respecto a América, la finalización del comercio exclusivo, una igualdad total a la hora de ocupar los cargos, pero era ya demasiado tarde.
Sin embargo, en la Península la mayoría se resistía a aceptarlo. A comienzos de 1822 el gobierno, tras reafirmarse en su negativa a reconocer su independencia, recomendaba, entre otras medidas, detener las hostilidades, recibir todas las quejas y suspender o revisar las disposiciones constitucionales, leyes o decretos que hubiesen suscitado protestas o malestar en las colonias. El eco de las peticiones reiteradas americanas parecía haber llegado, finalmente y con bastante retraso, a oídos del gobierno. La respuesta resultó un tanto decepcionante. Se enviarían de nuevo comisarios para recoger las propuestas de los disidentes y se comunicaría a las potencias que cualquier reconocimiento total o parcial de la independencia de los territorios de ultramar sería considerado como una violación de los tratados existentes. Frente a voces aisladas que llamaban a considerar el reconocimiento de la independencia, las Cortes se cerraban incluso a las menores concesiones.
La rápida evolución del problema colonial español y la incapacidad de la metrópoli para hacerle frente estaba animando a las potencias a tomar postura ante el inevitable triunfo de los insurgentes. Especial interés por la zona estaba mostrando Estados Unidos, ansiosa de aprovechar cualquier oportunidad de expansión. La crisis del imperio español ya le había permitido hacerse con la Florida. Adams y Monroe estaban más libres para poner en marcha su política hacia la América meridional, cuyo fin primordial era impedir el control comercial de la zona por parte de Gran Bretaña. que las concesiones que los españoles le habían hecho la habían situado en una posición de privilegio. Francia, por su parte, si bien estaba menos preparada que los británicos para sacar partido de la situación, intentaría por todos los medios lo mismo que los estadounidenses, evitar un predominio de sus vecinos del otro lado del Canal. Las propuestas rusas para que las potencias colaborasen con España en la recuperación de sus colonias tenían poco futuro. España estaría sola ante los insurgentes y además tendría que enfrentarse a las maniobras diplomáticas con que los diferentes Estados buscaban proteger sus intereses.
En el verano de 1822, los americanos del norte reconocían a los nuevos estados y establecerían relaciones diplomáticas con ellos. Era el final del aislamiento diplomático de los insurgentes y un paso más hacia la completa independencia, sin que España fuese capaz de hacer nada para impedido.
El envío de los Cien Mil Hijos de San Luis intranquilizó a británicos y estadounidenses pues podía colocar a los franceses en una posición de privilegio ante el conflicto colonial. La postura de Monroe, exigiendo de su antigua metrópoli un reconocimiento formal de sus repúblicas hermanas del sur, frenó cualquier posible acuerdo. Gran Bretaña concentró sus esfuerzos en asegurarse la abstención francesa en el continente americano. El presidente Monroe formuló la Doctrina Monroe, base de la política exterior norteamericana durante más de un siglo, en la que, mantenía que cualquier intervención europea en América sería considerada por los Estados Unidos como una amenaza a su paz y seguridad. Hizo saltar por los aires las renuencias británicas hacia el reconocimiento de la independencia de algunas colonias españolas, en un desesperado intento de afirmarse como poder comercial en la zona. Gran Bretaña anunció a España su decisión de negociar directamente tratados comerciales con Colombia, México y las Provincias Unidas del Río de la Plata. Era sólo el comienzo, los europeos iniciaban el reconocimiento de los nuevos Estados.
En la Península los éxitos del virrey José de la Serna, que había conseguido mantenerse en Perú, habían permitido que persistiera la ficción de que aun era posible hacer algo en América. Tuvo que pasar algún tiempo para que la metrópoli aceptara la pérdida del Imperio y sus terribles repercusiones económicas. El reconocimiento definitivo de la independencia de las colonias no llegó hasta después de la muerte de Fernando VII en 1834, España anunció que negociaría con los nuevos Estados.



LA DÉCADA FINAL DEL ABSOLUTISMO, 1823-1833

1. La vuelta a la monarquía absoluta
Antes incluso de la entrada de las tropas francesas en la Península se habían tomado las primeras medidas encaminadas a restablecer la situación anterior al triunfo de Riego. Fue la ya citada Junta Provisional de Gobierno de España e Indias la que en sus apenas dos meses de vida dio los primeros pasos, alternando medidas restauradoras con las represivas y las puramente simbólicas tan del gusto de la época. Así ya en abril del 23 se dio la orden de restablecer los ayuntamientos anteriores al Trienio; se diseñaron lo que luego serían las Comisiones de Purificación -origen de la figura del cesante por motivos políticos-, y se ordenó la retirada de lápidas y símbolos constitucionales, así como la concesión de una condecoración a los «persas». Fue también obra de la breve Junta la creación de los «voluntarios realistas», siguiendo el ejemplo de la Milicia Nacional, en un intento de proporcionar al absolutismo una fuerza armada propia al margen de un ejército que había dado pruebas de simpatías constitucionales. La Regencia, aprobada por Angulema a su entrada en Madrid y que sustituyó a la Junta desde fines de mayo, siguió con la misma política. A partir del 1 de octubre fue el propio rey quien se puso al frente de la restauración absolutista, declarando nulos todos los actos del gobierno constitucional y dando su aprobación a lo realizado por la Junta y la Regencia. La designación de su confesor como ministro de estado con amplios poderes hasta que Fernando llegara a Madrid, imprimirá un fuerte cariz ultra.
Sin embargo el monarca no estaba en condiciones de ejercer plenamente su soberanía, se vio obligado no solo a aceptar sino incluso a demandar la presencia de las tropas francesas, que en principio no habían sido pensadas como ejercito de ocupación. La solicitud de Fernando VII presentaba una oportunidad de consolidar ventajas económicas además de reforzar el prestigio militar y político francés en Europa. Fue fácil por tanto hacer que las tropas francesas permanecieran durante 5 meses (50000 hombres), para mantener tranquilo el país mientras Fernando lo reorganizaba, las tropas permanecerían hasta su retirada definitiva en 1828.
La presencia militar supuso a veces una influencia moderadora en la política absolutista. El primer gabinete de Fernando centró su actividad en la represión política, respaldada por el monarca, también hubo que sumar los estallidos violentos producidos en diversos sectores sociales, consecuencia del ambiente de guerra civil. Fernando era ahora aclamado ahora como “rey totalmente absoluto” y sus partidarios querían resarcirse de los agravios sufridos en el régimen anterior. Todo tipo de violencias: ejecuciones, sentencias de muerte en ausencia, exilio, destierro, expedientes de purificación. Todo esto hizo que aumentara la presión de sus aliados extranjeros sobre Fernando para frenar la brutal represión. Entre las escasas actuaciones del gobierno en este periodo que merezcan resaltarse, está la creación del Consejo de Ministros por Real Decreto, ya fuese por buscar una mayor eficacia y orden en las tareas de gobierno o como respuesta a las recomendaciones que le llegaban desde el extranjero, otro Real Decreto complementaría el anterior estableciendo normas para su funcionamiento y estipulando que en ausencia del rey lo presidiría el secretario de Estado y del Despacho universal bajo el título de presidente del Consejo de Ministros. Sin embargo, la prevalencia de la voluntad soberana del rey estaba fuera de toda duda.

2. El reformismo absolutista y la división de los realistas
El moderado marqués de Casa Irujo pasó a presidir el nuevo gabinete del que formaban parte otros reformistas. El nuevo gabinete calmaba las ansias más inmediatas de las potencias continentales, pero su labor no iba a ser fácil. A las evidentes divisiones entre realistas y liberales se sumarían ahora las escisiones en el bando absolutista, al perder el poder sus elementos más reaccionarios. Por otra parte, tendría que hacer frente a las dificultades emanadas del talante del propio monarca.
Al día siguiente de realizar los nombramientos y con motivo de la visita que los nuevos ministros le hicieron, Fernando hizo entrega a Casa de Irujo de un texto de su puño y letra que contenía las Bases sobre las que ha de caminar indispensablemente el nuevo Consejo de Ministros: Plantear una buena Policía en todo el Reino, disolución del Ejército y formación de otro nuevo, nada que tenga relación con Cámaras ni con ningún género de representación, limpiar todas las secretarías del Despacho, Tribunales y demás oficinas tanto de la corte como de lo demás del Reino de todos los que hayan sido adictos al Sistema Constitucional protegiendo decididamente a los Realistas, trabajar incesantemente en destruir las sociedades secretas y toda especia de secta, no reconocer los empréstitos constitucionales. Directrices centradas en la persecución hacia los liberales, la organización de un régimen represivo, ninguna concesión hacia una posible representación, y una única medida de tipo económico que provocaría numerosos problemas con los países acreedores.
El gabinete siguió las Bases con las que el rey había marcado su camino, intentando a su vez sacar adelante alguna medida reformista, especialmente el proyecto de amnistía de Ofalia, que llevaría las divisiones realistas a su mismo seno. Una Real Cédula reorganizó el sistema de seguridad pública, con una policía muy orientada al control político. Los sectores más reaccionarios hubiesen deseado una reinstauración de la Inquisición. Dos obispos establecieron unas Juntas de Fe. Consecuencia de la actuación de la de Valencia fue la celebración del último Auto de Fe de nuestra historia. Se crearon las Comisiones Militares Ejecutivas y Permanentes. Las Juntas de Purificación que habían sido suspendidas volvieron a entrar en vigor. Pero el tema que suscitó más polémica fue el proyecto de amnistía, propuesta muy limitada y chocaba, por un lado con los embajadores de las potencias que defendían una más amplia o incluso un indulto, y por otro con los ultras, opuestos a cualquier perdón. La muerte de Irujo y la entrada de Calomarde en Gracia y Justicia rompieron la unidad del gabinete sobre el tema. Las discusiones se prolongaron durante meses, finalmente, y ante las presiones francesas, el decreto de amnistía fue aprobado. La amnistía, que dejaba la decisión sobre un buen número de casos al arbitrio de autoridades civiles y militares, no satisfizo a nadie, ni siquiera al gabinete. Los más reaccionarios se oponían a la menor concesión, los liberales lo repudiaban.
Pero había otro problema acuciante, la situación económica y hacendística del reino. La Secretaría de Hacienda, desempeñada por López Ballesteros, cuya permanencia en el puesto de 1824 a 1832 le permitió rodearse de un sólido equipo y abordar los principales problemas de la Hacienda española. Era efectivamente un tema prioritario, pues tras anular lo dispuesto por el Trienio no se había establecido ningún sistema fijo de rentas. Pero a la hora de abordarlo, López Ballesteros debía tener en cuenta dos limitaciones fundamentales: huir de las «innovaciones», repudiadas por los sectores más reaccionarios, y no reconocer los empréstitos constitucionales, lo que complicaba enormemente la búsqueda de nuevos créditos. Ballesteros planteó una reforma tributaria que pensó le proporcionaría los fondos necesarios para atender a los gastos ordinarios del Estado. Contemplaba también una reforma en profundidad de la caótica administración. Las esperanzas depositadas quedaron frustradas. La recaudación ordinaria no fue suficiente. Hubo que echar mano a todos los recursos disponibles e incluso contraer nuevas deudas. Criticado por la falta de resultados, optó por intentar sacar adelante su sistema reduciendo los gastos. La elaboración de un presupuesto, el primero efectivo de la historia de España, y su publicación es la consecuencia directa de esta necesidad de conseguir un equilibrio mediante la disminución del gasto. El presupuesto consiguió reducir los gastos ordinarios del gobierno, pero no fue posible lograr un equilibrio completo y hubo que recurrir de nuevo a préstamos. Pese a sus deficiencias, se superó el colapso que amenazaba la Hacienda. La situación se descontrolaría el año treinta, cuando la crisis internacional y sus consecuencias exigieron un aumento de los gastos militares. El de 1831 fue el último presupuesto de la monarquía absoluta. En cuanto al gravísimo problema de la Deuda, en 1824 se definió una nueva ordenación cuyo elemento central era la Caja de Amortización. El nuevo sistema creado sobre se centró en gestionar nuevos empréstitos extranjeros, dejando de lado a los tenedores de deuda nacionales de los que ya poco se podía obtener. Había que mantener abiertas las líneas de crédito en el exterior si se quería seguir obteniendo el dinero necesario para subsistir.
Pero lo menguado de los ingresos de que podía disponer le obligó a disminuir los gastos de tal manera que España renunciaba definitivamente a la reconquista de sus colonias americanas y los ingresos que reportaban y aceptaba un papel de potencia secundaria en el marco continental. López Ballesteros, con las manos atadas además por las limitaciones que le imponían los más reaccionarios del gabinete y el Consejo de Estado. En la crisis de gobierno de octubre de 1832 cesó López Ballesteros, pero los hombres que habían colaborado con él durante su largo mandato siguieron en sus puestos hasta diciembre de 1833 y no se produjeron cambios de importancia en la línea que había marcado.
La aprobación de la amnistía provocó un aumento de la tensión entre el rey y los moderados y dentro del gabinete. El monarca se quejaba en privado de algunos ministros y Calomarde dio a la luz un decreto compensatorio por el que se sobreseían las causas por vejaciones contra las personas o bienes de los liberales, excepto en el caso de asesinato. Dos meses después, Ofalia fue depuesto y Francisco de Cea Bermúdez ocupó la Secretaría de Estado. Ofalia estaba bastante quemado y Cea, aunque avalado por los extremistas que recordaban sus servicios en Rusia, no tenía porque suponer en principio un gran cambio. Su nombramiento fue bien recibido por las otras potencias y el primer ministro británico afirmaba que era «bastante liberal para ser español». Todo parecía indicar que el gabinete iba a continuar con un número similar de moderados y ultra. Pero tuvo lugar una intentona liberal en Tarifa, rápidamente sofocada, pero se recrudeció la política de represión, mientras que Cea perdía algunos de sus posibles apoyos. Se abría otra vez un periodo de represión en el que, prueba de la división entre los absolutistas, se dictaron algunas medidas que también afectaban a los ultras, por ejemplo la prohibición de las sociedades secretas de todo tipo, incluidas las realistas.
Con la división en las filas realistas, el cuerpo de voluntarios, se volvía ahora contra Fernando. El miedo que tenían los sectores más reaccionarios a que la presión francesa atemperara en demasía el absolutismo de Fernando, los nombramientos de algunos ministros a su juicio demasiado tibios, algunas de las medidas aprobadas, llevaron a los representantes de esta tendencia, encabezados por el infante don Carlos, a ejercer una presión permanente sobre el monarca y su entorno. Gracias al apoyo de sectores importantes del clero, organizados en sociedades secretas o Juntas Apostólicas difundían proclamas elogiosas para don Carlos y críticas con el rey y sus gobiernos, escritos contra la influencia francesa y centraban sus demandas en el restablecimiento de la Inquisición y la persecución de los liberales. Los voluntarios realistas les proporcionaban un brazo armado para ejercer su presión. En principio en nombre del rey, supuestamente prisionero de los moderados, pero en última instancia con don Carlos dispuesto a ocupar el trono en defensa de un Antiguo Régimen en todo su esplendor.
La fuerza de la presión ultra a comienzos de 1825, inclinó a Fernando hacia los sectores moderados del absolutismo. Ugarte fue enviado como embajador a Turín y su sucesor Aymerich fue cesado por sus evidentes simpatías por los reaccionarios. Mientras debilitaba al sector ultra de su gabinete, Fernando hacía manifestaciones en las que se reafirmaba en su absolutismo y oposición a los cambios en un intento de congraciarse con todos los frentes. El cambio de orientación se manifestó a primeros de agosto en la desaparición de las Comisiones Militares ejecutivas y permanentes. La respuesta de los reaccionarios fue contundente. El general Bessieres encabezó una sublevación ultra, pero que fue rápidamente controlada. Fue el final de la carrera de este tornadizo militar que terminó siendo fusilado junto con parte de sus hombres.
La evidencia de la fuerza de la oposición ultra preocupó seriamente a Fernando quien organizó una Junta Consultiva del Reino, presidida por el duque del Infantado, persona de su total confianza. Pero no quiere decir que el rey hubiese olvidado a sus enemigos por excelencia, los liberales. Siguió temiéndolos y persiguiéndolos. Esto explica la política tornadiza de Fernando en estos meses. En este periodo siguieron produciéndose intentonas y conspiraciones liberales. Mientras, los ultras, también conocidos como apostólicos, continuaban caldeando el ambiente con defensas encendidas del absolutismo. Sin embargo, los acontecimientos que más impresión produjeron en el débil ánimo del monarca y que más repercusiones tuvieron en su actuación inmediata, ocurrían en Portugal.

3. La cuestión portuguesa.
Desde la salida de la familia real hacia Brasil, como consecuencia de la invasión de las tropas napoleónicas, Portugal había estado dirigido de hecho por el mariscal británico Beresford. El estallido de 1820 hizo sonar las alarmas en el país vecino y pronto empezaron a circular informes anunciando un inevitable contagio. La rebelión de la guarnición de Oporto, seguida por otras ciudades entre ellas Lisboa, supuso el nombramiento de una Junta Provisional, la convocatoria de Cortes constituyentes y la promulgación de una Constitución inspirada en la de Cádiz. Se estableció un Parlamento unicameral, se garantizó la libertad de prensa, se abolió el feudalismo, se suprimieron la Inquisición y algunas órdenes religiosas y se inició un proceso desamortizador. Al igual que en España el liberalismo pronto sufrió divisiones internas, que unidas al desarrollo de sectores claramente reaccionarios, hipotecaron el futuro de la revolución. El rey Juan VI que había regresado a Lisboa se convirtió en monarca constitucional al jurar la Carta Magna, pocos meses después, el movimiento conocido como la Vilafrancada, respaldado por importantes personajes de la corte entre los que hay que destacar a la reina Carlota Joaquina y su segundo hijo don Miguel, ponía fin al experimento constitucional. La muerte de Juan VI volvió a poner sobre el tapete el enfrentamiento entre absolutistas y liberales, murió sin hacer testamento, al estar su hijo mayor, don Pedro, en Brasil como virrey, siendo proclamado emperador de un Brasil independiente. Sus derechos al trono quedaban en entredicho y además tenía que hacer frente a un sólido candidato, su hermano don Miguel, respaldado por el fuerte sector absolutista. La Regencia reconoció como heredero a don Pedro, pero éste renunció en favor de su hija María de la Gloria, de tan sólo siete años de edad, no sin antes otorgar una Carta Constitucional que inauguraba una nueva etapa liberal y el inicio de nuevos enfrentamiento s entre absolutistas y liberales.
Comenzaba el reinado de María II bajo una regencia. Mientras, su tío don Miguel, con quien de acuerdo con los planes de don Pedro debía casarse María a su debido tiempo y siempre que él aceptase previamente la Carta, empezaba a reunir a sus seguidores contra el nuevo gobierno constitucional. Los acontecimientos portugueses causaron una honda preocupación en Fernando, quien sintió revivir su temor hacia los liberales ahora que podían contar con apoyos desde el otro lado de la frontera. Público un decreto reafirmándose en su absolutismo sin importarle lo que hiciesen otros países, en clara alusión a su vecino. El monarca temía una concentración de exiliados españoles en suelo portugués para preparar desde allí una ofensiva contra su reino. Sin embargo, el problema más inmediato al que tuvo que hacer frente el gobierno español fue la llegada masiva de exilados absolutistas desde Portugal. Se organizaron campos para acoger a estos refugiados que comenzaron a presionar para obtener ayuda en una eventual intervención. El cordial recibimiento de que fueron objeto, causó un hondo malestar en Gran Bretaña, pero con indiferencia o incluso con complacencia por los embajadores continentales.
La sustitución de Infantado como secretario de Estado, por un diplomático, González Salmón. Con liberales y absolutistas en ebullición a ambos lados de la frontera, las demandas de neutralidad se sucedían por ambos lados. La tensión fue en ascenso, culminando con la llegada de las noticias del alzamiento miguelista en el Algarve.Tras muchas discusiones en el Consejo de Ministros se adoptaron varias medidas, Canning, primer ministro británico abordó el tema de la intervención, sus motivos tenían poco que ver con la ideología, aunque así lo vendiera él mismo a su opinión pública, y más con los intereses puros y duros, en este caso el cumplimiento de su tratado de alianza con Portugal y la posibilidad de demostrar a España cual era su verdadera situación en el orden mundial en un momento de máxima tensión entre ambos países en el escenario colonial. Contando con el apoyo popular, que veía en esta acción una prueba del nuevo liderazgo británico, Canning envió a Lisboa 5.000 soldados para defender a los liberales portugueses. Su sola presencia fue suficiente y sin disparar un solo tiro lograron amedrentar al gobierno español que cesó en su apoyo a los miguelistas. El Consejo de Ministros nombró al conde de Ofalia, un moderado como ministro plenipotenciario en Londres y sostuvo ante el rey la necesidad de su neutralidad en los conflictos portugueses. La cuestión portuguesa seguirá su propia evolución, con España ya al margen de los acontecimientos.
La muerte de Canning y su sustitución por Wellington, privó a los liberales lusos de un importante respaldo y, en 1828, don Miguel instauró un régimen absolutista que intentó guardar las apariencias bajo la fachada de la convocatoria de las antiguas Cortes, desencadenando una ola de terror. La pérdida de su trono en Brasil permitió a don Pedro volver a Europa y presentarse como defensor de la causa liberal, personificada en su hija María II. Desde las Azores, con un Consejo de Regencia, inició gestiones para formar un ejército y derrocar a su hermano Miguel. Desembarcando en julio de 1832, conquistando Oporto. El apoyo de la marina británica, dirigida por Napier, permitió derrotar a los miguelistas. María fue restaurada en el trono. Se abría un convulso periodo en el país vecino, con frecuentes tensiones entre liberales moderados, partidarios de la Carta de 1826, y septembristas, defensores de la Constitución más radical de 1822. Muerto ya Fernando, se firmaría la Cuádruple Alianza entre Gran Bretaña, Francia, España y Portugal, para expulsar a Miguel y proteger los gobiernos de las jóvenes reinas.

4. La revuelta ultra
En este vaivén continuo al que se veía sometido el temeroso monarca, eran los ultras, los principales causantes de sus preocupaciones en 1827. Los ultras, que reclamaban una vuelta al Antiguo Régimen que podría simbolizarse en su solicitud de la reimplantación de la Inquisición, comenzaban a abandonar su idea del monarca cautivo, planteando como alternativa a su hermano, a quien aclamaban como Carlos V. Fernando se resistía a aceptar la realidad de la amenaza ultra con todas sus implicaciones, incluida la participación del infante en las conspiraciones. Sería en Cataluña, en la primavera-verano de 1827, donde se pondría de manifiesto el verdadero alcance del problema con el estallido de la «guerra de los agraviados».
La presencia de tropas extranjeras, la caída de los precios agrícolas y el gran malestar social existente entre un campesinado catalán que no pasaba por su mejor momento; el descontento entre sectores de oficiales del ejército, relegados y mal pagados y otros factores se sumaron a la existencia de una corriente de opinión ultra, contraria a la evolución reformista que en algunos momentos adoptaba el régimen, ocasionando lo que se ha dado en llamar «la guerra de los agraviados». La existencia de nuevas partidas en marzo al sur del principado no revistió mucha importancia, por el momento las medidas que se sugieren para hacerles frente fueron limitadas y centrándose sobre todo en la propaganda. A fines del mes de abril, y en consonancia con la moderación de los pasos hasta entonces dados, se otorgó un indulto que no trajo la deseada calma, continuando los movimientos de nuevas partidas, se extendieron por diversas comarcas. El gobierno era cada vez más consciente de la gravedad de la rebelión y de lo difícil que iba a ser recuperar para la causa fernandina a los voluntarios realistas. La fidelidad de su otro pilar, el clero, no tardaría en quedar también en entredicho. En poco tiempo los «agraviados» dominaban buena parte de Cataluña, sobre todo el campo, donde contaban con el respaldo de los campesinos cansados de los abusos de la administración y de la Hacienda, pero tenían dificultades para hacerse con el control de las ciudades.
A mediados de agosto, la situación de Cataluña ocupa toda la atención del Consejo de Ministros, no sólo los daños a vidas y haciendas que traían consigo, sino también en las repercusiones que tenían en el establecimiento de reformas y en los intentos de reducción del gasto, así como en la imagen de desorden y anarquía que se daba en el exterior y que afectaba a las relaciones diplomáticas y a los créditos, además de dañar la autoridad y dignidad del rey. Visto que las medidas «indulgentes» no habían tenido resultados, se tomó la decisión de enviar tropas en número suficiente desde otros lugares. La decisión no fue fácil, pues las tropas en Cataluña superaban los 20000 hombres, al frente, el conde de España, con los más amplios poderes. Las difíciles relaciones entre Cataluña y los primeros Borbones quedaban una vez más de manifiesto en la observación del gabinete sobre la necesidad de que el conde acometiese la tarea de desarmar a este “Pueblo inquieto y belicoso….” Fernando tomó una decisión sorprendente, por voluntad propia abandonó Madrid y se dirigió a marchas forzadas hacia Cataluña. Instalado en el palacio del arzobispo de Tarragona, hizo un llamamiento a sus súbditos rebeldes prometiendo limitar el castigo a los cabecillas. La combinación de la fuerza armada y la presencia del monarca des activaron rápidamente el movimiento. El monarca y su esposa, María Amalia, se establecieron en Barcelona por espacio de unos meses. Los líderes del movimiento fueron fusilados y se inauguró un periodo de una cierta calma.

5. La Francia de 1830 y los liberales españoles
De nuevo un hecho de fuera de nuestras fronteras vino a turbar el precario equilibrio en que se movía el régimen español. En julio de 1830 se produjo la revolución que derribó del trono a Carlos X de Francia. La aprobación de «las cuatro ordenanzas de Saint Cloud» que suspendían la libertad de prensa, disolvían la nueva Cámara y reformaban la ley electoral fueron la gota que colmó el vaso. El 27 de julio, fue el inicio de lo que se conocería como las «tres jornadas gloriosas», en las que se pasó de la simple resistencia al gobierno a una revuelta en toda regla, con barricadas, heridos y muertos, banderas y proclamas republicanas que hacían ya pensar en una auténtica revolución. El miedo de los monárquicos ante la presencia de los republicanos en las calles celebrando la próxima implantación de una república presidida por La Fayette, inspiró la proclama de Thiers. En ella condenaba a Carlos X, anunciaba los males que seguirían a la República y presentaba al duque de Orleans, Luis Felipe, como respetuoso con la revolución y un auténtico ciudadano. Luis Felipe fue proclamado lugarteniente del reino y en agosto fue elegido rey de Francia (Monarquía de julio) que supuso importantes cambios. Luis Felipe, convertido en rey por voluntad de la nación representada en su parlamento, juró la Carta reformada en un sentido liberal y la bandera tricolor sustituyó de nuevo a la flor de lis.
Los acontecimientos franceses fueron recibidos de muy distinta manera entre los contemporáneos. En las monarquías más conservadoras pasó a ser conocido como el «rey de las barricadas» y se esperaba con temor a ver cuál sería la actitud de la nueva Francia ante los movimientos liberales o nacionalistas que seguían brotando en diversas partes del continente. En cambio para los liberales se abrían nuevas expectativas. Los exilados españoles residentes en Francia notaron de inmediato el cambio. Pudieron moverse con libertad y empezaron incluso a recibir claras muestras de simpatía. Los que habían buscado refugio en Gran Bretaña, comenzaron a llegar al país vecino. La negativa de Fernando a reconocer la monarquía de Luis Felipe favoreció la causa de los emigrados, pues Francia empezó a utilizarlos como elemento de presión en sus difíciles relaciones con España. Juan Álvarez Mendizábal, de acuerdo con el banquero Ardoin, puso fondos a disposición de los exilado s para promover un alzamiento. Impulsó la constitución de una Junta llamada «Directorio provisional del levantamiento de España contra la tiranía», especie de gobierno en el exilio. El general Espoz y Mina intentaría sin demasiado éxito hacerse con un control unificado de los asuntos militares.
A lo largo del verano se fueron reuniendo en Bayona y diversas zonas pirenaicas exilados y voluntarios de todo tipo, desde liberales convencidos a simples aventureros en las oficinas de reclutamiento creadas por el Directorio. Éste pasó a ser conocido con el nombre de Junta de Bayona. Ya se puso en evidencia que las tensiones y divisiones entre los liberales durante el Trienio, no habían sido atemperadas por el largo exilio. Moderados y exaltados seguían chocando y desconfiaban unos de otros. Los preparativos progresaban con lentitud tolerados por el gobierno francés que seguía así ejerciendo su particular presión sobre su vecino meridional. Sin embargo, al gabinete español le preocupaba seriamente la repercusión que una invasión tolerada, o incluso respaldada, por Francia tendría sobre la delicada situación interna, siguiendo los pasos de otras potencias, optó por reconocer la nueva monarquía de Luis Felipe. Este cambio fundamental llegó precisamente cuando los preparativos para la invasión estaban llegando a su término. La actitud del gobierno francés cambió radicalmente y se cursaron órdenes prohibiendo nuevas concentraciones de españoles en la frontera y decretando su dispersión. De forma precipitada unos 400 hombres cruzaban la frontera, la reacción de las tropas realistas no se hizo esperar y los invasores pronto se encontraron en dificultades, esto puso en marcha a Espoz y Mina con sus veteranos, llegaban a Vera de Bidasoa, cuya guarnición huyó. Los planes de Mina recuerdan a los anteriores pronunciamientos liberales. Con proclamas (solicitar convocatoria de Cortes, respeto a los fueros, olvido, unión y libertad) buscaba provocar otros movimientos para poder contar con un mayor número de efectivos. Como en ocasiones anteriores, los otros levantamientos no se produjeron y acosados por un ejército realista muy superior en número los invasores tuvieron que volver a cruzar la frontera. El recibimiento popular fue entusiasta. Sin embargo, la actitud de las autoridades se mantuvo fiel a sus nuevas relaciones con España. Los derrotados fueron confinados en provincias alejadas de la frontera, algunos volvieron a sus actividades anteriores, otros pasarían a engrosar las filas de Torrijos en la siguiente intentona liberal.

6. Los últimos pronunciamientos: Torrijos
José María de Torrijos había chocado con Mina por sus divergencias a la hora de plantear un futuro alzamiento contra Fernando VII. Sus actividades en el Reino Unido, le ocasionaron más de una vez problemas con sus anfitriones. Consiguió reunir en torno suyo un grupo de incondicionales británicos, que veían en él al prototipo de la imagen romántica del español. A fines del verano de 1830, cumpliendo instrucciones de una Junta en favor del alzamiento que se había constituido en Londres, Torrijos embarcó en Marsella con rumbo a Gibraltar para preparar desde allí un levantamiento liberal. Debía fomentar y dirigir una sublevación que una junta local estaba organizando en el sur de la Península. Los preparativos estaban en realidad muy atrasados y que se necesitaba una fuerte inyección. Las noticias de la entrada de Mina por los Pirineos levantaron los ánimos, aunque sería por poco tiempo. Durante varios meses estuvo Torrijos conspirando antes de decidirse a un nuevo intento, un ataque frontal que también se saldó con un fracaso. Salvador de Manzanares, emigrado en Gibraltar, protagonizó otra expedición que parecía mejor organizada y con más posibilidades, finalmente también acabó en fracaso y además con la muerte de su dirigente.
La presencia de Torrijos en el Peñón era una fuente constante de preocupaciones para el gobierno. Se preparó un plan para atraerle a territorio español, con una trama muy bien urdida, supieron engañar a Torrijos. Finalmente salía de Gibraltar con unos cincuenta compañeros. La trampa se cerraba y aunque consiguieron huir en principio, fueron capturados. El 11 de diciembre, sin proceso ni condena, morían fusilados los protagonistas del último pronunciamiento liberal del reinado de Fernando VII. Fernando se dio cuenta de que una lucha tanto o más importante para su futuro y el de su monarquía se estaba librando de forma menos cruenta en su entorno más cercano: «la cuestión sucesoria».

7. La cuestión sucesoria
Cuando en 1829 murió la reina María Josefa Amalia de Sajonia, Fernando VII se encontró sin descendencia. A pesar de sus tres matrimonios sólo había tenido una hija, María Isabel Luisa que no llegó a cumplir los seis meses de edad. A sus 45 años, padecía abundantes achaques, y no podía permitirse esperar mucho para contraer una nueva boda si quería asegurar un heredero al trono. La decisión del monarca despertó cierta expectación en su entorno y los principales grupos de interés de la corte se pusieron en marcha. Las consecuencias de este matrimonio, sus importantes repercusiones en la historia de la transición hacia el régimen liberal, han hecho que se especule mucho sobre el papel que jugaron las distintas facciones en liza. La elegida fue María Cristina, hija del rey de Nápoles y de una hermana de Fernando VII. los preparativos se llevaron adelante con gran celeridad.
El futuro del hasta entonces sucesor de Fernando, el infante don Carlos, en quien el grupo ultra había puesto todas sus esperanzas de una restauración plena del Antiguo Régimen, quedaba en entredicho. La situación empeoraría con el embarazo de la reina y sobre todo con las medidas adoptadas por el monarca para asegurar el trono a su descendencia directa. La llegada a España de la Casa de Borbón había supuesto la implantación de la Ley Sálica, que excluía a las mujeres si había descendencia masculina en la rama directa o colateral. Carlos IV, había reinstaurado las leyes originales en una Pragmática Sanción que fue aprobada por las Cortes pero no llegó a ser publicada. Ante el embarazo de la reina Fernando decidió publicar la Pragmática Sanción por la que «si el Rey no tuviera hijo varón, heredará el Reino la hija mayor». El infante don Carlos quedaba prácticamente excluido. Pronto se iniciarían discusiones jurídicas en las que se ponía en cuestión la validez de la derogación de la Ley Sálica, fue un claro motivo de conflicto entre los dos grupos que existían en el entorno del monarca. Los moderados, partidarios de ir introduciendo reformas en el régimen y de un acercamiento hacia los sectores más tibios de los liberales, y los absolutistas más encendidos que habían puesto sus esperanzas en el supuesto heredero para acabar con el reformismo. Mientras vivió Fernando, los carlistas se limitaron a discutir la legalidad del texto y centraron su actividad en las intrigas cortesanas. Todo ello en un marco poco favorable para los moderados. Las depuraciones políticas volvieron a la Península y el partido ultra parecía cobrar fuerza. Es en este contexto en el que hay que explicar los sucesos de La Granja y el «liberalismo» de la reina. Resulta difícil imaginar a una princesa napolitana de veintitrés años imbuida de los principios del liberalismo. Sin embargo, disponía de la formación necesaria para darse cuenta de quiénes podían ser sus apoyos y quiénes sus enemigos. María Cristina tuvo muy claro quiénes podían ayudarla a contrarrestar las influencias de sus rivales y enemigos en la lucha por el poder, y por eso se acercó a los reformistas y los liberales moderados para hacer frente a los carlistas. En septiembre de 1832 en La Granja, Fernando vio como empeoraban sus achaques, se empezaron a tomar previsiones por si fallecía el monarca. En un principio pareció que se respetaría la legalidad. Pero los rumores crecientes de que don Carlos no estaba dispuesto a aceptarla y de que incluso estaría dispuesto a llegar a una guerra civil, movieron a la reina a aceptar lo que se le presentaba como inevitable: defender los derechos de su hija implicaría un gran derramamiento de sangre y sin ninguna garantía de éxito. Se preparó por tanto un decreto derogando la Pragmática que fue firmado por Fernando.
La noticia de la derogación de la Pragmática, que los reyes habían pedido que se mantuviera en secreto, corrió como la pólvora. Los liberales y realistas moderados en cuanto tuvieron conocimiento del decreto se movilizaron para evitar el ascenso de don Carlos al trono. Había que defender la Pragmática por encima de todo y conseguir que se anulase el nuevo decreto. Fue en realidad la recuperación del monarca y la organización de los «cristinos» lo que permitió un cambio ministerial que llevaría al mantenimiento de la Pragmática. El gabinete fue totalmente remodelado y de nuevo Cea Bermúdez volvía para ocupar la Secretaría de Estado y la Presidencia del Consejo de Ministros.
Las primeras iniciativas de este nuevo gobierno vinieron avaladas por María Cristina, habilitada mientras continuara la enfermedad del rey. El indulto concedido a todos los presos y la amnistía especialmente dirigida a los liberales exilados, la reapertura de las universidades cerradas, la sustitución de altos mandos militares que eran significados ultrarrealistas, la adopción de diversas medidas contra los voluntarios realistas fueron los primeros pasos en esta alianza entre realistas y liberales moderados en tomo a María Cristina, en defensa de los derechos de su hija Isabel y en contra de don Carlos. Era la oportunidad soñada para llevar adelante la reforma del régimen sin caer en los extremismos del Trienio. Cea Bermúdez promovió la realización del «programa» de los miembros moderados de los gobiernos anteriores. Elemento clave fue la creación de un Ministerio de Fomento, un primer paso en el camino hacia la construcción del Estado contemporáneo. La alianza entre la monarquía y estas nuevas fuerzas se reforzaría con la declaración pública del rey, de la nulidad del decreto que había derogado la Pragmática. Pocos meses, don Carlos era alejado de la corte y se organizó la jura de la pequeña infanta de tan solo tres años de edad como princesa de Asturias.
A fines de septiembre moría el monarca dejando a María Cristina como regente mientras durase la minoría de edad de la princesa. Las primeras partidas carlistas aparecían en distintos lugares del territorio dispuestas a defender los derechos de Carlos V y el Antiguo Régimen. La transición del Antiguo Régimen al Nuevo Régimen, o régimen liberal, estaba resultando ser en España un proceso lento y difícil. La guerra de la Independencia supuso una primera etapa en la que ya se mezclaron elementos tradicionales con otros revolucionarios. El posterior reinado de Fernando siguió la misma tónica de alternancia entre revolución y contrarrevolución. Sin embargo, al iniciarse la regencia se habían producido una serie de transformaciones que suponían un paso irreversible en la articulación de un nuevo régimen.

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