La España de fines del siglo XVIII
Antecedentes
Comúnmente se acepta por parte de la mayoría de los historiadores que 1808 supone el inicio de la Edad Contemporánea española. Dicho año significó la transposición a España de un fenómeno universal denominado por según que historiadores como Revolución Atlántica, Burguesa o Democrática, marcando el punto de ruptura con lo que se ha venido a denominar Antiguo Régimen, cuyo conjunto de estructuras fue echado abajo.
1.Rasgos fundamentales del Antiguo Régimen
El Antiguo Régimen puede ser descrito como el conjunto de prácticas, usos, costumbres, formas de vida, instituciones, etc., cuyo periodo de formación fue toda la Edad Media y el de madurez la Edad Moderna. Sus principales características en España son:
Una demografía de tipo antiguo, estancada (bloqueo malthusiano), sacudida periódicamente por catástrofes cíclicas, con altas tasas de natalidad y mortalidad y baja esperanza de vida.
Una sociedad estamental, poco permeable a la movilidad social y con distintas jurisdicciones tanto territoriales como estamentales, con dos grupos privilegiados (nobleza y clero) y el resto de la población mayoritariamente dedicada al campesinado.
Una monarquía absoluta de derecho divino. El gobierno se ejercía a menudo mediante decisiones personales del monarca, que al mismo tiempo se asentaba en el origen divino de la institución (la tradicional unión del cetro y la Iglesia). Esto exigía el presupuesto de la existencia de un monarca activo, lo que no se cumplió con Carlos IV, rey débil y pusilánime, quien delegó siempre en sus secretarios.
Una ideología aristocrática, que repudiaba el trabajo manual y el comercio y que basaba el prestigio social en la posesión de la tierra, junto al monopolio espiritual de la Iglesia y un pueblo llano embebido en la superstición y la sacralización.
Una economía fundamentalmente agrícola, rural, con tendencia a la autarquía y poco susceptible a los cambios, con escasos intercambios comerciales.
2.España a finales del siglo XVIII.
Sociedad y población.
El siglo XVIII fue un siglo de expansión demográfica (se estima un aumento poblacional de un 40% en toda la centuria). La población ascendió a 10 ó 12 millones de habitantes, de los cuales unos 150.000 pertenecían al clero y 480.000 eran nobles1; del resto, sólo unos 30.000 se dedicaban al comercio, otros tantos eran funcionarios y unos 280.000 se dedicaba a la manufactura2. La inmensa mayoría restante eran campesinos sometidos al régimen señorial o como aparceros con contratos de arrendamiento a corto plazo y muy arbitrarios.
Sin embargo, la población se estancó desde el final del reinado de Carlos III, por una serie de epidemias subsiguientes a malas cosechas, complicándose a finales de siglo por otra serie de mortíferas epidemias, como la de fiebre amarilla en el sur (1800) o el cólera en levante (1804).
Economía.
Con Carlos III la monarquía borbónica alcanzó sus mayores cotas de prosperidad. Pese a la absoluta preponderancia de la agricultura, comenzaron a despuntar el resto de sectores económicos, destacando el comercio con las Indias, que se liberalizó, acabando con el monopolio gaditano y surgiendo grandes compañías comerciales con dicho objeto. Se liberalizó a su vez el mercado de los cereales a la par que culminaba el sistema de pósitos. Despuntaron la construcción naval (por el comercio colonial) y ciertas manufacturas, sobre todo la pañera y lanera (mientras declinaba irremediablemente la Mesta), la algodonera en Cataluña, la linera en el Noroeste, etc. La mano del Estado, imbuido del espíritu mercantilista de la época, intervino en la creación ex profeso de las Reales Fábricas para surtir al país de manufacturas de lujo, que a su vez fueron el acicate de industrias y sectores asociados (minería del carbón, red de transportes, etc.). El mercado interior creció con dificultades derivadas de que las unidades territoriales, sistemas de pesos y medidas, moneda, sistema fiscal, etc., carecían de uniformidad o regularidad, con existencia de aduanas interiores, sistemas forales en algunas regiones, etc. Pese a que el Estado se había ido centralizando durante todo el siglo XVIII, subsistía una administración (capitanías, audiencias, intendencias...) enrevesada. Además, el Estado entró en una crisis institucional (por la superposición de funciones de las diversas instituciones) y económica, no sólo la recurrente crisis de subsistencia (por una serie de malas cosechas), sino sobre todo financiera, provocada por la guerra primero con Francia (con la pérdida de Santo Domingo) y más tarde con Gran Bretaña3 (que supuso la pérdida de Trinidad y Luisiana y, tras el desastre de Trafalgar en 1805, el práctico abandono a su suerte de las colonias americanas). La inflación se hizo galopante con la emisión en masa de vales reales, que se depreciaron rápidamente, llegando en 1797 a una grave crisis fiscal4 . Para hacer frente a la situación, Carlos IV echó mano de los bienes amortizados, enajenando los establecimientos públicos de beneficencia, conminando a hacer lo mismo a los titulares de mayorazgos y a los obispos con los de las capellanías (a cambio de un 3% de interés anual) y vendiendo los bienes de la Compañía de Jesús y los Colegios Mayores.
La estructura impositiva estaba diseñada para un Estado Ideal, sin problemas en el interior y con paz en el exterior. Cualquier situación de urgencia agotaba rápidamente los recursos y conducía al déficit presupuestario. La dinámica económica del XVIII se puede definir como crecimiento sin desarrollo, lo que tarde o temprano desembocaría en una grave crisis estructural que se desencadenaría con la más mínima alteración del frágil equilibrio, como de hecho ocurrió en el reinado de Carlos IV. Como la base del sistema fiscal, la agricultura, no fue modificada para hacer frente a las crecientes necesidades, el resultado fue el empeoramiento paulatino del nivel de vida del campesinado (el grueso de la población), que a duras penas era capaz de hacer frente a la presión impositiva y se mantenía en el límite de la subsistencia: se estima que la pérdida de poder adquisitivo de las clases populares -Lynch- en la segunda mitad del siglo fue cercano al 50%, debido fundamentalmente a la inflación subsiguiente a los conflictos bélicos. La inflación no afectó a los estratos altos, ya que las rentas se actualizaban debido a la corta duración, en general, de los contratos de aparcería.
El movimiento ilustrado.
En una época en la que los reyes pretendían afirmar su poder sobre aquellos que se le oponían (como la Iglesia), la Ilustración sirvió a sus intereses como una manera de modernizar el Estado en la doble dirección de afirmación del poder autoritario como de optimización económica, financiera y fiscal. Las reformas respondían más a unas necesidades que a un programa determinado, y de hecho la Ilustración española aceptó la monarquía absoluta por sus funciones (defensa de la libertad y la propiedad), para las que precisaba de un poder fuerte, incontestado y centralizado. Incluso aceptaba una aristocracia (si bien culta, formando una elite intelectual) y la necesidad de la religión como garantía de la moral y el orden público. Pese a que se oponían a los privilegios seculares y la desigualdad estamental ante la ley, nada objetaban respecto a las desigualdades económicas o sociales o a la redistribución de la riqueza.
Las ideas ilustradas no formaron en España un cuerpo homogéneo, aunque algunos temas fueron recurrentes: el gobierno derivaba de los derechos naturales y del contrato social; entre los derechos fundamentales se hallaban la libertad y la igualdad; la Razón, opuesta a la revelación y la tradición, era fuente de todo conocimiento y actuación humanos, y el progreso no debía verse obstaculizado por los dogmas religiosos; el fin de todo gobierno era conseguir la mayor felicidad posible para el mayor número de personas, en términos de progreso material, bien (según unos) mediante la intervención estatal, bien (según otros) mediante las leyes de libertad de mercado.
En principio, la Ilustración sólo caló en una elite (varios miles a lo sumo) de españoles cultos vinculados a los círculos políticos de la Corte: burócratas, académicos, juristas, o incluso eclesiásticos (muchos más de lo que pudiera pensarse) o aristócratas (algunos convencidos y otros por seguir la moda). Sus precursores fueron los primeros miembros de las instituciones culturales creadas por Felipe V (la Biblioteca Nacional, la Academia de la Historia, la Academia Española, etc.) y, sobre todo, Feijoo, aunque penetraron con fuerza hacia mitad de siglo de mano de la Encyclopédie francesa (pese a la prohibición de la Inquisición) y los escritos científicos, técnicos y económicos. Paradógicamente, no lo hicieron a través de las Universidades, sino fundamentalmente a través de las Sociedades Económicas de Amigos del País5 y de la incipiente prensa, más avanzada en la crítica social, como El Censor (1781-1787) o el Correo de Madrid. El prototipo de ilustrado fue Campomanes: culto, pragmático, de ideas liberales en cuanto lo económico, pero absolutista en lo político, aunque reformador y enemigo de los privilegios seculares y la tradición paralizante, pese a ser un enamorado de la historia de España, de la que pretendía extraer enseñanzas para el futuro. Creía que la grandeza de un país se asentaba sobre su prosperidad económica y la estabilidad interna, a la vez que su acomodo a los límites naturales. Sus deseos de reforzar el Estado y alcanzar mayor prosperidad eran interdependientes.
3 . Los límites del reformismo ilustrado borbónico.
En los últimos años del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos IV, se llegó al final de la fase denominada Despotismo Ilustrado, caracterizada por un espíritu reformador en lo institucional, con tendencia centralista y con un pretendido fomento de la cultura y la instrucción públicas, a la par que la industria y el comercio. En este sentido, ya desde Carlos III se intentó eliminar las aduanas interiores, los derechos sobre la producción e importación de máquinas, se eliminó la prueba de limpieza de sangre para acceder a los gremios, se favorece el cercado de bienes comunales, etc., etc. Sin embargo, apenas poseyó base social, estando dirigida siempre desde la cúspide del Estado. Además, la ilustración se dio siempre de bruces con la Inquisición, que ejercía una férrea censura sobre los libros que llegaban a España, con la organización estamental (cuyos cimientos nunca se tuvo intención de remover) y con las anticuadas estructuras económicas.
La contestación de la Ilustración al sistema había cristalizado durante el reinado de Carlos IV, entrando en crisis la concepción estamental de la sociedad (sobre todo por el carácter disfuncional de la nobleza en su papel militar y burocrático, la ignorancia del bajo clero, etc.). La acción anterior, aunque insuficiente, socavó los cimientos ideológicos del sistema estamental, y se unió a la crisis ideológica (el despotismo ilustrado dejaba paso ya al proto-liberalismo plasmado en una incipiente opinión pública) y política. Al margen de la lucha de las camarillas palaciegas que dieron lugar a la caída de Godoy (valido del rey y virtual dueño del gobierno del Estado), destaca el influjo de los hechos revolucionarios acaecidos en Francia, fomentando tensiones ideológicas en España, bien de carácter liberal bien tradicionalista (cristalizadas en las tesis de la unión entre el trono y el altar) que se desarrollarían en la posterior Guerra de la Independencia.
Las repercusiones en España de la Revolución Francesa
1.La coronación de Carlos IV y las primeras reacciones a los acontecimientos franceses.
Carlos III había situado a España en una cómoda situación, con las finanzas saneadas, las defensas seguras y una economía con cierto dinamismo, aunque su reinado había concluido sin alcanzar sus dos objetivos básicos, la modernización del país y su engrandecimiento. Sin embargo, dicha situación estaba viciada por las condiciones sociales y económicas, circunstancias que abocaron a una crisis anunciada, agravada por la llegada al trono de Carlos IV, un monarca débil sometido a la influencia política de su esposa, la reina María Luisa, motivo de constante escándalo en una corte tradicional como la española de su tiempo. En este contexto se produjeron en la vecina Francia los acontecimientos revolucionarios, afectando profundamente a las bases ideológicas del régimen.
Floridablanca y la involución.
Carlos IV inició su reinado conservando la línea política y los ministros de la etapa anterior, destacando Floridablanca como primer Secretario de Estado, lo que presagiaba un periodo reformista. Sin embargo, la Revolución horrorizó a Floridablanca y condicionó su política. Se apresuró a imponer una férrea censura de prensa y la prohibición de entrada y exportación a América de escritos sobre la revolución, movilizando incluso a la Inquisición en las fronteras y fomentando un cuerpo de espías en el interior. En 1791 un edicto suspendía todas las publicaciones privadas, subsistiendo sólo la prensa oficial, bien que sujeta a la censura, y se impulsó a la Inquisición a actuar enérgicamente contra los ilustrados, afectando incluso a las universidades: Cabarrús fue apresado, Jovellanos desterrado a Asturias, Campomanes desposeído de las presidencia del Consejo de Castilla, etc. Pero pese a los esfuerzos de que la revolución no calara en España, ésta no tenía base social en la masa. Si bien existieron motines y agitación en esos años, se debieron a las típicos motines de subsistencia por la galopante inflación. La actitud de Carlos IV ante los sucesos franceses fue la de intentar salvar el trono de su pariente, primero, y, más tarde, la vida de la familia real, razones por las que mantuvo en el cargo a Floridablanca, confiando en su apego a la tradicional política filofrancesa de los borbones. Sin embargo, Floridablanca actuó con dureza hacia Francia, clausurando la frontera y tomando una actitud hacia los acontecimientos franceses (se negó a aceptar el juramento de Luis XVI a la Constitución francesa) que provocaron la animadversión del nuevo gobierno francés. Como se hizo evidente que la política de Floridablanca no supo adaptarse a la nueva realidad francesa e incluso ponía en peligro la vida de Luis XVI, fue cesado en febrero de 1792.
Aranda y la nueva política oficial.
Su puesto lo ocupó su enemigo, Aranda, otro experto en temas franceses, quien lo encarceló y desmontó su política, reintroduciendo a la aristocracia en la elite política (abolió la Junta de Estado, sustituyéndola por el Consejo de Estado), aunque relajó la censura de prensa y suavizó la actitud oficial hacia Francia. Precisamente esta condescendencia sin contrapartidas irritó a los monarcas, y tras el derrocamiento de Luis XVI y el apresamiento de la familia real, junto con los éxitos militares de la flamante república, desencadenaron el cese de Aranda en agosto de 1792.
El ascenso de Godoy: ¿Una tercera vía?
El nuevo hombre fuerte del régimen sería Godoy, un joven desconocido hasta entonces, introducido en la elite política desde la guardia real de mano de la reina (según se dice, tras un hecho anecdótico), encumbrado y colmado de honores de manera fulgurante. Su ascenso debe interpretarse no como una mera intriga palaciega mezclada con un episodio amoroso con la propia reina (como ciertos historiadores han querido presentar), sino como el intento de superar las banderías políticas de la etapa de Carlos III (las disputas entre los partidos golilla o burócrata-Floridablanca- y el aragonés o militar- más aristocrático, de Aranda-), que desestabilizaban al gobierno. Godoy representaría al hombre fuerte hecho ex profeso para servir a los monarcas de manera incondicional, no identificado con el pasado, como una tercera vía alternativa a los dos partidos tradicionales para afrontar un nuevo periodo. Los monarcas confiaron en él ciegamente y lo colmaron de riquezas y títulos, con los que Godoy se creó una clientela, a base de un descarado nepotismo, que supliese su falta de base social y apoyos políticos.
2.La tensa situación internacional.
Godoy personificó el cambio de alianzas para España. Se esperaba de él una respuesta firme a los acontecimientos franceses y tras la ejecución de Luis XVI y una infructuosa conversación con Francia, ésta declaró la guerra a España el 7 de marzo de 1793, liquidando así una larga etapa de Pactos de Familia. La neutralidad hubiera sido la opción más inteligente, ya que hubiera preservado recursos propios mientras franceses y británicos desgastaban los suyos. Pero en la nueva situación, España se vio abocada a la alianza con su tradicional enemiga, Gran Bretaña, de la que se receló siempre. Incluso la armada se negó a colaborar muchas veces, por la sospecha de que los británicos pretendían desgastar a la flota hispana para afirmar su poder naval, de manera que la flota española salió intacta de la guerra, pero sin pena ni gloria y con los recelos británicos.
La guerra contó con el apoyo del pueblo en España, espoleado por los mensajes incendiarios de los sacerdotes, y los voluntarios acudieron a raudales a la par que los donativos. Sorprendentemente, el ejército dirigido por el general Ricardos invadió el Rosellón, pero la falta de previsión (deficiencias en el mando y en las líneas de suministros) hicieron infructuosa la operación, aunque ocupó al ejército revolucionario durante el resto de 1793 en rechazar la ofensiva. España no estaba preparada para la guerra, y sólo resistió en muchos casos por los pertrechos proporcionados por los británicos. Además, sus ejércitos estaban en inferioridad numérica, y en 1794, tras la ofensiva francesa a ambos lados de los Pirineos, las deficiencias tanto en el mando como en la logística se evidenciaron, y la mayor parte de Cataluña y Guipuzcoa cayeron en manos francesas, hecho favorecido por los recelos gubernamentales para armar a los catalanes, de cuya lealtad dudaban y por la administración foral vasca, que negoció la paz por separado. Sin embargo, el pueblo se alzó espontáneamente con odio primitivo contra el invasor (en parte debido a los pillajes de los franceses), dejando aparte antiguas reivindicaciones autonomistas. En Barcelona se crearon Comités de Defensa y se aprobó un fondo para armar a 20000 soldados adicionales. En las provincias vascas, cuya población era tradicionalista, la masa se alzó espontáneamente en armas (sobre todo en Vizcaya, Guipuzcoa y Navarra) dirigida a veces por el clero rural. En el fracaso militar destacó la responsabilidad de los mandos, que actuaron con incompetencia. Tras la caída de Vitoria, en julio 1795, Godoy se apresuró a negociar una paz honrosa, en Basilea (22-7-1795), que reintegraba a España todos los territorios perdidos en la península y sólo se renunciaba a Santo Domingo en favor de Francia.
Los británicos temían que a la paz seguiría una neutralidad favorable a Francia y, al final, la alianza con ésta contra Gran Bretaña, lo que efectivamente sucedió (Tratado de San Ildefonso) y en octubre del 96 España declaró la guerra a los británicos y puso a disposición de Francia 18000 soldados de infantería, 6000 de caballería, 15 navíos de línea y 6 fragatas.
La guerra contra Gran Bretaña resultó catastrófica para España. En febrero de 1797 fue derrotada la Armada, de manera decisiva, en el Cabo de San Vicente, mientras en el Caribe se perdió Trinidad; además, el bloqueo británico de Cádiz cortó las comunicaciones con las colonias, perturbó su comercio e impidió la llegada de caudales americanos. La guerra marcó el declive definitivo del poder naval español, la parálisis de los astilleros y el inicio de la disgregación del imperio colonial. Además, España se redujo cada vez más a la condición de satélite de Francia.
3.El descontento en el interior.
El desarrollo de la guerra, la impopularidad de Godoy y el incremento de la oposición alimentaron el descontento interior. Por un lado, el nepotismo de Godoy (promoción de sus más directos familiares a puestos claves de la administración, de clérigos extremeños a los de la jerarquía eclesiástica, etc.) avivó la animadversión del partido aristocrático, que además de oponerse a las medidas filoilustradas6 de Godoy se sentía marginada en el Gobierno, concentrándose alrededor del marqués de Caballero y de la figura del Príncipe de Asturias. Por otro, se empezaba a crear un grupo de liberales más radicales, decepcionados con la marcha de las reformas y abiertos a las ideas francesas. En estas circunstancias, Godoy remodeló el Gobierno con un sesgo más reformista: Cabarrús como embajador en París, Jovellanos como secretario de Gracia y Justicia (que éste aceptó con reticencia), Saavedra en Hacienda, etc. Godoy dimitió en 1798, acuciado por el déficit fiscal, la oposición aristocrática y el distanciamiento con los miembros de su gabinete y, temporalmente, la propia reina, pero, sobre todo, por la presión francesa, que desconfiaba de las intrigas de Cabarrús y Godoy con los emigrados franceses. El nuevo Gobierno, compuesto por auténticos liberales, fue efímero, pero agravó la inestabilidad política: el regalismo agresivo, las necesidades fiscales y las medidas liberales (legislación anti-gremial, publicación de la Ley agraria) caldearon las diferencias entre tradicionalistas y reformistas, de manera que la Iglesia se posicionó abiertamente contra el Gobierno. A esto hay que sumar la influencia de Francia, que inspiraba auténtico terror en la corte y cuyas sugerencias se aceptaban como órdenes. Los monarcas dieron un giro conservador al gobierno y tras una serie de ceses y dimisiones cubiertas por políticos más conservadores (Jovellanos por Caballero, caída de Urquijo, que había sustituido a Saavedra, etc.), se llamó nuevamente a Godoy, que adoptó una actitud más prudente, aunque retornó con mayores poderes (militares incluso), como un auténtico dictador.
Al mismo tiempo, la situación económica era pésima: las malas cosechas, las epidemias y la inflación fruto de la guerra habían reducido al mínimo las pésimas condiciones de vida de las clases populares. Se dieron una serie de motines populares (motines del pan), como en Valencia -1801- o Madrid -1803-, de cierta gravedad, y que fueron aprovechados coyunturalmente por la oposición.
Además, la difícil situación de las finanzas estatales llevaron a Godoy a la medida desesperada de echar mano de los bienes de la Iglesia7, iniciando una desamortización de sus bienes, primero los de asistencia y caridad (hospicios, hospitales, etc.), con lo que se empeoró aún la situación de los más necesitados, y, más tarde, de parte de los bienes adquiridos por donación regia en el pasado, siguiendo por la ampliación de la desamortización a las colonias e incluso, finalmente, decretando la venta de 1/7 de todas sus propiedades. Este hecho socavó los propios cimientos del régimen y el descontento no sólo de la Iglesia sino de toda la oligarquía estamental.
El reinado de Carlos IV (El Escorial, Aranjuez, Bayona)
1.El auge de Napoleón y la nueva postura internacional de España.
Mientras tanto, Napoleón proseguía su expansión europea y decidió presionar más a España para involucrarla en su proyecto de bloqueo continental contra Gran Bretaña, para lo que necesitaba controlar el territorio portugués. Como consecuencia, España declaró la guerra a Portugal en 1801(Guerra de las Naranjas) y tras apenas unas semanas (del 20 de mayo al 6 de junio), Portugal capituló, entregando la plaza de Olivenza, tras el tratado de Badajoz). El posterior acuerdo de paz de Amiens (27-3-1802) entre británicos, franceses, holandeses y españoles no significó para España sustanciosas ventajas, ni la devolución de los territorios coloniales perdidos (se trocó Trinidad por Menorca) ni la protección de su Imperio. Además, la guerra había evidenciado las carencias militares de España y había dejado a ésta con graves problemas económicos y sociales, como los derivados de la oposición de la ampliación del sistema de milicias (reclutamiento obligatorio) en Valencia (1801) o Vizcaya (1804).
La nueva posición de España, de neutralidad oficial, fue en la práctica de servilismo hacia Francia, no sólo político y diplomático, sino también económico, ya que España debería pagar a Francia un subsidio anual de 6 millones de libras,financiados, para más INRI, con un crédito francés al 10% de interés. Gran Bretaña amenazó veladamente con no permitir que las riquezas americanas pasaran a los franceses y, de hecho, en octubre de 1804 interceptó un cargamento de plata de 4,7 millones de pesos (de los cuales 1,3 serían para Francia), lo que supuso la declaración de guerra en diciembre y la alianza militar con Francia en enero de 1805. 10 meses después España sufrió el desastre de Trafalgar.
Las repercusiones de la derrota de Trafalgar.
El desastre de Trafalgar significó de hecho la derrota sin paliativos de España, el fin de su poderío naval y dejar a su suerte a las colonias, además de desencadenar el descontento popular y abrir un periodo de conspiraciones para desbancar a Godoy. Para Napoleón significó, además, abandonar el proyecto de invasión de Inglaterra y el inicio de la política de Bloqueo continental, lo que produjo nuevos perjuicios para España y la invasión de su territorio para llevar a cabo el plan. En América, la administración quedó a su propio albur y fue el punto de partida para que los criollos empezaran a conspirar de manera abierta por la independencia de la metrópoli. España quedó a merced de Napoleón, como Estado títere de Francia.
Godoy y el Emperador.
Godoy tomó conciencia de que su propia supervivencia sólo estaba garantizada con la protección de Napoleón, por lo que se echó prácticamente en sus brazos, subordinando la política hispana a sus propios intereses, que pasaban por la posibilidad de la obtención de un principado propio en Portugal bajo dominio francés, lo que se plasmó en el Tratado de Fontainebleau. Sin embargo, Napoleón no creía ya en el futuro de Godoy, y comenzó a practicar un doble juego, tomando bajo su protección al propio Príncipe de Asturias.
2.El Príncipe de Asturias.
El partido fernandino.
El heredero al trono, el Príncipe de Asturias (futuro Fernando VII) había ido incubando entre 1801 y 1807 una gran animadversión hacia su madre y el valido, desembocando en franco odio y enemistad y cierto temor por parte de Fernando de que se le desheredara a favor de alguno de los infantes más jóvenes. Al mismo tiempo, una nueva generación de aristócratas militaristas encabezada por el nuevo ministro de Guerra (el marqués de Caballero) se agrupó alrededor del Príncipe de Asturias, constituyendo un partido fernandista, actuando como foco y centro de la oposición conservadora, con una base social identificable, la protección del príncipe Fernando y cierta popularidad demagógica.
Los fernandinos y Napoleón.
Para conseguir sus fines, Fernando cayó en el juego de Napoleón llegando incluso a escribir al Emperador a fines de 1807 pidiendo una novia de su familia. El propio Napoleón advirtió el error de Fernando, que intrigaba con una potencia extranjera, llegando a la conclusión de que ninguno de los dos partidos era digno de su confianza, hallando como vía única la intervención directa.
3.Las primeras conspiraciones y el Proceso de El Escorial.
Fernando complicó aún más las cosas fomentando una campaña de libelos contra su madre y Godoy. Para evitar una virtual regencia de Godoy, el partido fernandino preparó un decreto firmado por Fernando como rey, con fecha en blanco, que entraría en vigor a la muerte de Carlos IV, nombrando como Capitán General al duque del Infantado. Godoy descubrió la conspiración y junto a la reina lo presentó a Carlos IV como un complot contra su vida. Fernando VII confesó todo y en un juicio celebrado en El Escorial8 (Proceso de El Escorial), donde no se probó ninguna de las graves acusaciones contra ellos, tanto el duque del Infantado como los nobles descontentos fueron expulsados de la corte. La conspiración fue en realidad una pantomima dirigida por Godoy.
Repercusiones para la Corona.
El pueblo asistió aturdido al bochornoso espectáculo mientras Napoleón preparaba el golpe final para incorporar de hecho a España a sus posesiones. El Príncipe Fernando alcanzó cierta popularidad mientras la nobleza se preparaba para nuevas intentonas, Godoy se echaba en brazos de los franceses y el rey se encontraba desacreditado dentro y fuera del país.
4.El Motín de Aranjuez.
El Tratado de Fontainebleau y sus consecuencias.
El 27 de octubre de 1807 se firmó entre Napoleón y Carlos IV el Tratado de Fontainebleau, merced al cual Portugal quedaría desmembrado en 3 principados, de los cuales el del Algarve sería para Godoy, el norte para los ex-reyes de Etruria (creado a la sazón para Luis de Parma y María Luisa, hija de Carlos IV, que habían sido desposeídos por Napoleón) y el central quedaría en suspenso, a la espera de la paz, para ser cambiado por Gibraltar. Además, se reconocía a Carlos IV como Emperador de las Américas. Como consecuencia del tratado, a principios de 1808 100000 soldados franceses entran en la península para llevar a cabo el plan de desmembramiento de Portugal (en vez de los 28000 autorizados), mientras Napoleón preparaba la anexión de toda la orilla izquierda del Ebro hasta los Pirineos en negociaciones secretas con los Borbones.
Ante el sesgo tomado por la situación, Godoy dio órdenes de reagruparse a las tropas españolas (orden que no acataron al ser dispersadas por Napoleón por el territorio portugués), que había tomado conciencia del peligro real, decidiendo trasladar la corte a Aranjuez como preludio a un posterior traslado a Andalucía y de allí pasar a América.
El motín popular.
Mientras cundía la confusión en el propio gobierno (la mayoría de sus ministros rechazaban los planes de Godoy), el Consejo de Castilla rechazó sus órdenes y la oposición hizo correr el rumor de Godoy preparaba el secuestro de la familia real para usarlos como rehenes. La noche del 17 de marzo de 1808 los fernandinos prepararon un motín popular movilizando a campesinos, al personal de palacio y a las propias tropas destinadas a proteger al rey. Sin embargo, el Motín de Aranjuez no fue uno más entre los típicos motines del pan, sino un auténtico golpe militar destinado a sustituir a Godoy y a instaurar un nuevo gobierno de talante aristocrático y tradicionalista, como se deduce de la activa participación de los dirigentes del Ejército o del propio Consejo de Castilla (que se negó a aceptar las órdenes de Godoy), además de tener el respaldo de la Iglesia (una de las primeras decisiones de Fernando VII fue la revocación de las órdenes de venta de las propiedades eclesiásticas) y de la Ilustración moderada (se perdonó y se trajo del exilio a Jovellanos, Cabarrús, Urquijo, etc.).
La caída de Godoy.
Tras dos días escondido, Godoy fue apresado y vapuleado por las masas, aunque le fue perdonada la vida por Fernando y sometido a un duro encarcelamiento hasta los sucesos de Bayona. Unos días más tarde un nuevo motín, continuación del anterior pidió la abdicación de Carlos IV, lo que de hecho sucedió el 19 de marzo en medio de la conmoción del rey, inaugurando el reinado de Fernando VII.
5.Las abdicaciones de Bayona.
Las tropas extranjeras en suelo peninsular.
Mientras en Aranjuez se producían los motines, la muchedumbre provocó tumultos en Madrid, atacando la casa de Godoy y la de sus amigos (el ministro de hacienda, Miguel Cayetano Soler, fue asesinado), restableciéndose el orden con la proclamación del nuevo Rey. El jefe de las tropas francesas, el General Murat, había ido tomando posiciones desde el norte del país y el 23 de marzo entró en Madrid en medio del júbilo popular, un día antes de la entrada triunfal de Fernando VII en la capital, creyendo que los franceses habían llegado para apoyarle. Sin embargo, pronto se percató de su error, y al tiempo que las tropas francesas se hacían cargo de la situación, el propio Fernando VII no se vio reconocido como rey, al revocar Carlos IV su abdicación.
Los enfrentamientos entre Carlos IV y Fernando VII.
Con gran habilidad, Napoleón ordenó a su embajador y a sus generales que no reconocieran a Fernando como rey y que consiguieran la retractación de Carlos IV de la abdicación al trono (cosa que hicieron con facilidad) para alimentar la animadversión entre padre e hijo y crear una situación de pleito dinástico de la cuál sacar partido. Fernando, mientras tanto, deseaba su reconocimiento como rey, por lo que Napoleón, que ya había decidido el destino de España, planeó su traslado a Bayona, lo que encargó a su embajador, Savary. El 10 de abril partió Fernando discretamente hacia Burgos, con la esperanza de entrevistarse con Napoleón en territorio español, pero tras infructuosos intentos, el 20 de abril pasó a Francia, dejando el gobierno en manos de una Junta de Gobernación, embrión de la futura Junta Suprema. Carlos IV y María Luisa se dirigieron a Bayona para presentar sus quejas a Napoleón, para que éste arbitrara entre Carlos IV y su hijo, cuyas relaciones eran de por sí pésimas. Ambos se exigieron mutuamente el reconocimiento como único soberano de España, pero ninguno cedió en sus pretensiones, dejando en manos del Emperador el arbitraje en busca de una solución.
El arbitraje napoleónico y las abdicaciones.
Napoleón no tenía previsto ratificar a ninguno de los borbones en el trono de España, sino todo lo contrario. Una vez en Bayona Fernando VII, éste fue obligado (la otra opción era la muerte) el 5 de mayo a renunciar a sus derechos en favor de su padre, Carlos IV, que se convertiría así de nuevo en único rey indiscutido de España. Sin embargo, Napoleón había conseguido unos días antes de Carlos IV la cesión de todos sus derechos (incluso los de Indias) al propio Napoleón, con la escusa de que él sería el único garante de la paz interior. Con la cesión a su hermano José (en adelante José I) de los derechos al trono de España, se inauguraría la efímera dinastía Bonaparte.
Un vacío de poder que alguien debe llenar.
Mientras tanto, el 2 de mayo, cuando los franceses se disponían a evacuar del Palacio de Oriente al resto de la Familia Real con destino a Bayona, el pueblo de Madrid se había levantado contra los franceses, que ya controlaban prácticamente todo el territorio. El levantamiento fue reprimido con dureza y en la madrugada del 3 de mayo fueron fusilados los detenidos en los tumultos. La rebelión se extendió por todo el territorio, a partir de la declaración de guerra a Francia por el alcalde de Móstoles el mismo 3 de mayo. Al conocerse en España los sucesos de Madrid y las abdicaciones de Bayona, así como su aceptación por el Consejo de Castilla, de manera independiente y espontánea multitud de lugares de toda la península se negaron a aceptar el estado de las cosas y se constituyeron en una serie de organismos autónomos para organizar la defensa ante los franceses, cristalizando en la creación de Juntas Provinciales, autotituladas supremas, que serán las que dirigirán el adelante el curso de la guerra y que en adelante constituirán de hecho un Estado paralelo con el único fin de restaurar la independencia, centralizándose tras la batalla de Bailén (19-21 de julio de 1808) en la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, dirigida por Floridablanca, que intentó reorganizar el ejército, concluyó un tratado de amistad con Gran Bretaña y sentó las bases de la resistencia armada contra la ocupación autorizando el armamento de la población y reconociendo el servicio en la guerrilla como servicio a la nación (22 de mayo de 1809).
Comenzaba así no sólo la Guerra de la Independencia, sino una nueva Era tras la caída del Antiguo Régimen.
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