LA REVOLUCIÓN GLORIOSA
En septiembre de 1868 tuvo lugar la revolución llamada «gloriosa» que cambió el rumbo político de todo el país, sin cataclismos violentos. Cientos de miles de personas se lanzaron a las calles, en manifestaciones, en barricadas, para defender a los nuevos líderes políticos, progresistas y republicanos constituidos en juntas soberanas en apoyo del pronunciamiento militar, desplazaban una monarquía que sólo servía para las camarillas de la familia real. El pueblo asumía la soberanía y exigía el sufragio universal. También hacía aparición pública una generación de intelectuales sobre cuyo compromiso democrático y cultural se construirían las siguientes generaciones de 1898 y de 1914.
Por primera vez en España se proclamaban los derechos humanos, la soberanía nacional (sólo si era popular y democrática), la cultura libre y plural, toda la sociedad debía organizarse sobre principios de justicia y la organización equitativa de esa riqueza nacional (siempre acaparada por unos pocos).
Tales expectativas tuvieron más dificultades de las previstas. España estaba en pleno despliegue de los factores de desarrollo capitalista y abrir las compuertas de las libertades supuso nuevos torrentes de programas, de propuestas y de aspiraciones. Muchas nuevas y revolucionarias. Otras conservadoras, pero con una extraordinaria capacidad para convertirse en fuerza militar, como el carlismo. Esta libertad era inevitable que despertase la perspectiva de la independencia en las colonias, además también el propio Estado es objeto de un debate organizativo.
1. EL PRONUNCIAMENTO MILITAR.
El apoyo ciudadano organizado en Juntas fue determinante para el triunfo del pronunciamiento militar y sobre todo para el giro democrático del nuevo régimen político establecido. El 17 de septiembre Prim, con Sagasta, Ruiz Zorrilla y el rico hacendado José Paúl y Angula, procedentes de Inglaterra, llegaban a la bahía de Cádiz donde fondeaba la Armada, al mando del almirante Tapete.
Éste quería dar el trono a Luisa Fernanda, hermana de Isabel y esposa del duque de Montpensier, financiador de las conspiraciones, y sólo reconocía como jefe del pronunciamiento al general Serrano al que había que esperar pues estaba desterrado en Canarias. Sin embargo, Sagasta y Ruiz Zorrilla decidieron iniciar el pronunciamiento con un manifiesto que anunciaba el destronamiento de Isabel II, denunciaba los abusos de poder y prometía unas Cortes Constituyentes basadas en los derechos ciudadanos, y un gobierno que impusiera la moralidad y la eficacia en la hacienda pública, para crear unas nueva expectativas económicas y sociales Al día siguiente Prim dirigía una alocución a todos los españoles para que tomasen las armas en defensa de la revolución, bajo la misma bandera de «la regeneración de la patria». Llegaban Serrano y los demás generales unionistas, con quienes se volvió a dar otro manifiesto en el que se anunciaban un gobierno provisional que asegurase el orden, el sufragio universal, cimientos de regeneración social y política, y para eso se contaba con el concurso de todos los españoles. No eran rebeldes, por tanto, sino que devolvían a las leyes el respeto debido y con tales mensajes partían Serrano, con las tropas, hacia Sevilla, camino de Madrid, y Prim, en tres fragatas, a recorrer las costas hacia Cataluña, aglutinando las ciudades mediterráneas como apoyos imprescindibles.
El 19 de octubre, el gobierno provisional exponía a los estados de Europa la justificación de la revolución. Se trataba de implantar el liberalismo moderno y había que desheredar también a la descendencia de tan nefasta monarca. Por eso fue tan rápida y eficaz la revolución, estaba arraigada en todos los entresijos de la sociedad. Empleados del servicio de telégrafos de Madrid dieron la noticia del pronunciamiento de Cádiz no sólo al gobierno, sino a la vez a los miembros del Comité Revolucionario. Llegaron noticias de idénticos pronunciamientos en otras ciudades, González Bravo fue reemplazado por el marqués de la Habana al frente del gobierno, quien convocó a los generales adictos.
Mientras, Prim llegaba a Málaga, se solidarizaban también Granada; Almería, Cartagena, Alicante y Valencia, Sevilla, organizándose juntas. Las tropas realistas atravesaron Despeñaperros, Serrano salió de Sevilla a su encuentro y en Alcolea tuvo lugar la única refriega militar cuyo resultado fue la capitulación de Novaliches (jefe realista), la unión de las tropas de ambos y el definitivo rumbo hacia Madrid. La reina estaba de veraneo en San Sebastián, mientras en Madrid la junta revolucionaria declaraba la caída de los Borbones. Isabel II se marchó a Pau y la ciudad de San Sebastián se pronunciaba también de inmediato. La Junta de Madrid con Madoz al frente, asumió las riendas del poder. Sin violencia, aunque en el Ministerio de Gobernación el demócrata Escalante constituía simultáneamente una Junta que armaba al pueblo. Ambas se unieron para convocar elecciones para una nueva Junta que se constituyó organizando juntas de distrito y dando trabajo en obras públicas a los miles de parados existentes en la capital.
2. LA CONSTITUCIÓN DE JUNTAS REVOLUCIONARIAS.
Los acontecimientos fueron similares en la mayoría de las ciudades. Los líderes progresistas de la localidad, más una nueva hornada de líderes demócratas y republicanos se constituyeron en Juntas revolucionarias soberanas, coalición de progresistas y demócratas que exigían el sufragio universal y todas las posibles libertades: cultos, enseñanza, reunión y asociación, de imprenta sin legislación especial, la inviolabilidad del domicilio y de correspondencia, la seguridad individual, la abolición de la pena de muerte, el juicio por jurados y la inamovilidad judicial, medidas todas ellas que asentaban el cumplimiento de los derechos humanos como base del sistema político, y además planteaban la inmediata descentralización para devolver la autonomía al municipio y a la provincia.
En todas las Juntas se introdujeron dos exigencias muy sentidas por todas las clases populares: el servicio militar obligatorio, auténtico tributo de sangre para los pobres, y la supresión de los tributos conocidos como «consumos» y de los impuestos sobre el tabaco y la sal. Incluso hubo Juntas en que los republicanos incluyeron el derecho al trabajo como reivindicación para el nuevo Estado. En septiembre de 1868, todos estaban unidos contra un sistema inservible y nepotista.
Por encima de las diferentes coaliciones sociales, el movimiento juntero era la auténtica expresión de un federalismo contenido. Sin embargo no fue capaz de articularse en Junta central, paradójica calificación para lo que hubiera sido la culminación federal de la pluralidad de juntas soberanas. De este modo, fue la Junta de Madrid en un gesto realmente centralista (actuó en nombre de toda España) asumió las reivindicaciones de las demás Juntas y se arrogó la facultad de encomendar la formación de gobierno al general Serrano, que con un recibimiento multitudinario que compartió con el demócrata Nicolás María Rivero, nuevo líder de la ciudad. Pero no se podía formar gobierno sin Prim que estaba en Cataluña haciendo su recorrido triunfal, tras pronunciarse Barcelona en una Junta que tuvo que ser sustituida por otra votada por sufragio universal, como había ocurrido en Madrid y que tomó medidas de gobierno de rango estatal.
3. EL IDEARIO DEL MOVIMIENTO JUNTERO.
En las Juntas se había perfilado el núcleo básico de los principios y de las aspiraciones depositadas en el sistema democrático. Había práctica unanimidad en implantar de inmediato las libertades y derechos de reunión, asociación, enseñanza y prensa, la proclamación de la libertad religiosa con rápidas medidas desamortizadoras, con urgentes demoliciones de conventos que, junto a la demolición de las murallas, sirvieron para crear espacios públicos con lo que dieron trabajo a esos miles de parados estaban armados como Voluntarios de la Libertad, alternativa democrática y federal a un ejército controlado por militares moderados y monárquicos en su mayoría. Todas las medidas vincularían al nuevo gobierno, sobre todo en los aspectos más populares, como la abolición de los consumos y de los impuestos o en la abolición de las quintas y de la matrícula de mar, cuestiones que se convirtieron en un verdadero quebradero de cabeza para los sucesivos gobiernos.
4. EL GOBIERNO PROVISIONAL.
Serrano, dispuesto a formar gobierno de acuerdo con la Junta de Madrid, se puso a las órdenes del general Espartero, retirado en Logroño, al que reconocían el liderazgo moral, pero éste declinó. Al fin llegó a Madrid el artífice de la revolución, Prim, y, aunque las demás Juntas no vieron con buenos ojos la decisión de la Junta madrileña de formar un gobierno provisional se constituyó con cinco progresistas y cuatro unionistas. Las personas claves eran Prim en Guerra, Sagasta en Gobernación, Figuerola en Hacienda, Ruiz Zorrilla en Fomento, Álvarez de Lorenzana en Estado, y Romero y Ortiz en Gracia y Justicia. Contó con el apoyo del sector de demócratas, conocidos como los «cimbrios». Nicolás María Rivero se aupaba a la alcaldía de Madrid y aceleraba la escisión del Partido Demócrata, ante la ausencia de Castelar y de Pi, convencidos republicanos, encabezó el sector de demócratas partidarios del plan monárquico del gobierno que firmaba el manifiesto monárquico que hizo clara la fisura.
4.1. LOS OBJETIVOS DEL PRIMER GOBIERNO.
En la Revolución Gloriosa hubo dos proyectos de cambio, uno representado por unionistas y progresistas, liberales acomodados, ricos hacendados, industriales, comerciantes y profesionales que, liderados por Prim, planeaban una monarquía democrática en la Constitución de 1869. El otro proyecto más radical, de capas medias, menestrales urbanos, pequeños comerciantes y trabajadores de distintos sectores que, liderados sobre todo por Pi y Margall, aspiraban a una república federal con un sólido programa de reformas sociales y económicas.
Para los primeros, para los que habían constituido el gobierno provisional, buscaban ante todo, compatibilizar la libertad con el orden para justificar ante Europa la revolución, y como medidas generales, las de purificar la administración pública, impulsar la enseñanza, desarrollar el comercio y la industria, reforzar el crédito y el sistema bancario, como reformas imprescindibles para adecuarse a los nuevos contextos del capitalismo europeo, además del sufragio universal, demostración y todo las libertades constreñidas por los moderados desde 1843. Además, el gobierno se declaraba a favor de una monarquía constitucional, para no despertar la desconfianza de Europa. Además anunciaba que había terminado la misión de las Juntas. De hecho las Juntas habían formado los Voluntarios de la Libertad, pero el ministro de Gobernación, Sagasta, decretaba que no se pagara por el servicio. Algunas Juntas habían suprimido temporalmente los consumos y habían dado trabajo a los parados, ahora el gobierno creaba en su lugar otro impuesto igual de impopular, la capitación, restableciendo los de la sal y tabaco, también abolidos por las Juntas. No se quedaba en eso, el gobierno contuvo los planes de demolición de murallas y de ampliación urbanística de muchos ayuntamientos. Sin embargo, la realidad era la especulación en tomo a los nuevos terrenos privatizados, y en compensación el gobierno autorizaba a los municipios a hacer obras de utilidad pública para seguir dando trabajo. Si algunas Juntas pedían reformas agrarias, el gobierno lo reducía a la posibilidad de que los municipios prestaran a los labradores necesitados. Se desviaba la revolución social para someterla a los intereses de los sectores burgueses en ascenso.
4.2. LA DISOLUCIÓN DE LAS JUNTAS.
Cuando se disuelven las Juntas, los unionistas y progresistas están integrados en las instituciones gubernamentales y quedan sólo los republicanos como una fuerza popular radicalmente democrática, federal y reformadora en sus planteamientos, pero que no desecha el recurso a la insurrección armada para lograr sus aspiraciones. Aceptaron los federales la disolución de las Juntas, pero se quedaron organizados en «comités de vigilancia». Mientras tanto, Sagasta había impulsado que las Juntas eligiesen los correspondientes ayuntamientos y diputaciones hasta nombrar las de sufragio universal masculino, y promulgó el decreto de sufragio universal, convocando Cortes Constituyentes para e111 de febrero de 1869. Eso sí, mantuvo como fuerza ciudadana a los Voluntarios de la Libertad, pero ya sin ventajas de salario o trabajo en el municipio. El resultado era que Prim y Sagasta se habían convertido en las personas decisivas en este gobierno, artífices de las medidas citadas, nombrando a los capitanes generales y a los gobernadores civiles, elementos claves para controlar el poder en cada territorio.
4.3. LA DECEPCIÓN DE LOS REPUBLICANOS.
Sin embargo, se estaban quedando fuera del programa del gobierno bastantes de las aspiraciones y exigencias proclamadas en las Juntas. Los republicanos, federales se habían quedado fuera del sistema habiendo sido decisivos en el movimiento juntero. Sin embargo, les quedaban en sus manos los Voluntarios de la Libertad que, aunque sometidos a la autoridad municipal y al gobernador civil, tenían una estructura democrática interna en la que los federales tenían la mayoría de los oficiales. Además contaban con una prensa periódica bien implantada y con unas redes asociativas amplias. Por eso, cuando en el otoño de 1869 cundió la decepción ante las medidas de un gobierno que no sólo se declaraba monárquico, sino que se limitaba a hacer aquellas reformas económicas que beneficiaban a las clases acomodadas, se creyó llegado el momento de fundar el Partido Republicano Federal, independizándose de esos demócratas que aceptaban la monarquía.
4.4. LA ESCISIÓN FEDERAL.
Así se llegó a la escisión. Por un lado, el demócrata Rivero, con Martos y Becerra, se coaligaron para las elecciones con los unionistas y progresistas con un programa basado en la monarquía y en los proyectos ya iniciados por el gobierno provisional. La respuesta fue inmediata, los recién constituidos como federales exponían en un extenso manifiesto electoral su idea de la república, con un amplio repertorio de medidas sociales y económicas. Proclamaron que la forma de gobierno de la democracia española debía ser la república federal. Se votó un comité republicano, a la cabeza del Partido Republicano Orense, seguido de Figueras, Castelar.... y una amplia nómina de líderes provinciales. Los clubs federales y sus redes de propaganda y prensa fueron los soportes para iniciar de inmediato una sólida campaña electoral, sin olvidar sus exigencias de abolición de quintas, medida apoyada por la inmensa mayoría de una población que no podía pagar su exención, como hacían las clases acomodadas. Además suponía replantearse el modo en que se repartía la riqueza nacional, sobre todo la agraria, y por eso la Junta de Sevilla intentó repartir las propiedades de la aristocracia y tomar posesión de los bienes comunales.
4.5. LAS ELECCIONES MUNICIPALES.
En las elecciones municipales realizadas en diciembre, los resultados revelaron la distribución geográfica de las respectivas fuerzas políticas. La elección fue por primera vez con sufragio universal masculino directo para los ayuntamientos, las diputaciones provinciales y también para jueces de paz. Paso previo a las elecciones generales fijadas para enero de 1869. En las municipales los republicanos obtienen mayoría en 20 capitales: Alicante, Barcelona, Cádiz, Castellón, Córdoba, Coruña, Huelva, Huesca, Jaén, Lérida, Málaga, Murcia, Orense, Santander, Sevilla, Tarragona, Teruel, Toledo, Valencia, Valladolid y Zaragoza. Era una clara derrota para el gobierno, por el peso y relevancia de tales ciudades, por más que en los distritos rurales, la mayoría de España, ganara.
5. LAS COLONIAS Y LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE.
En las Antillas, muchos pensaron que la revolución les traería la concesión de derechos ciudadanos, la lógica abolición de la esclavitud y la concesión de una administración autonómica, porque así se lo habían proclamado los demócratas y republicanos, tan activos en el movimiento juntero. Simultáneamente, en las islas de Cuba y Puerto Rico ya existían movimientos que, en sintonía con los Estados Unidos, preparaban la independencia, y ya estaba funcionando un comité revolucionario que desde Nueva York proclamó la doble consigna de «Puerto Rico y Cuba libres, y muera España para siempre en América». Había organizada una sublevación en Puerto Rico, pero, al descubrirse por casualidad el plan, lo adelantaron. Se asaltaron las tiendas de los españoles, y en la finca de Rojas se ostentó la bandera encarnada con el lema de «muerte o libertad: viva Puerto Rico libre, año 1868». Guiados por Rojas se apoderaron del pueblo, proclamaron la república, formaron un gobierno provisional bajo la presidencia de Francisco Ramírez, de origen mulato.
Mientras tanto, en Cuba, el 9 de octubre, se reunía Carlos Manuel de Céspedes con los principales líderes del departamento oriental, quienes juraron vencer o morir por la patria cubana. Realizando el Manifiesto de la Junta revolucionaria de la isla de Cuba. Se quejaban, de la tiranía del gobierno español que ponía tributos a su antojo, que los privaba de todos los derechos ciudadanos y de todas las libertades, política, civil y religiosa, sin darles más recurso que el de obedecer y callar. Arremetían contra la «plaga de empleados que les devoran y monopolizan todos los destinos», y contra un ejército y marina que agotaban las fuentes de riqueza. Por eso anunciaban que su único y gran objetivo era ser «libres e iguales». Prometen una gradual e indemnizada abolición de la esclavitud, constituirse en nación independiente, y como medida urgente, la abolición de los derechos e impuestos cobrados en nombre de España, pidiendo a cambio sólo un 5 por 100 como «ofrenda patriótica» para los gastos de una guerra a cuyos combatientes se les prometía una remuneración por servicios a la patria cubana.
En las Cortes de Cádiz se definió constitucionalmente España como «el conjunto de españoles de ambos hemisferios», y que, sin embargo, en la modificación constitucional de 1837 se aparcó indefinidamente la definición del status de los habitantes de las colonias, quedando éstas como espacio privilegiado para la creación de fabulosas fortunas, con motivo del ilegal tráfico esclavista, amparado nada menos que por la propia familia real y por los sucesivos capitanes generales. Cuando en la década de 1860, los Estados Unidos abolían la esclavitud, los sucesivos gobiernos españoles no sólo no escuchan las demandas de los insulares, sino que además se embarcan en aventuras coloniales, mientras negreros hacían a su antojo en Cuba. Así nació el Partido de la Libertad e Independencia en Cuba. Por eso, no se vitoreó ni a Prim ni a la revolución de España. Al contrario, el capitán general Lersundi ahogó en sangre las primeras revueltas de 1868, pero pronto Céspedes contaba con 5.000 hombres y se apoderaba de Camagüey. Por su parte, Lersundi apenas contaba con 7.000 soldados.
Ayala, el nuevo ministro de Ultramar en el gobierno provisional de Serrano, prometió reformas, pero no se le creyó. Lersundi, poco afecto al nuevo gobierno, pidió el relevo, sustituyéndolo el general unionista Dulce, quien llegó a la Habana, con la promesa de que Cuba elegiría diputados para las Cortes Constituyentes, porque Cuba era una provincia española (era la primera vez que se le daba ese rango) y había que hermanar a insulares y peninsulares en el mismo proyecto de reformas. Sin embargo, no contentó a nadie. Dulce intentó negociar con Céspedes, mientras el conde de Balmaseda, segunda autoridad militar de la isla, iniciaba su constante y feroz acoso a cuantos lugares o casas hacían ondear la bandera de «Cuba libre». No dejaba lugar a la conciliación.
Se desencadenó así el furor destructor. El ejército independentista, por un lado, con actos de pillaje contra «elementos españoles», contra las líneas de ferrocarril y del telégrafo, y con un creciente entusiasmo separatista, cuando Céspedes proclamó libres a toda la gente de color que cogiese el puñal por la independencia. Por otro lado, el partido calificado como español, dirigido por negreros famosos, costeó con el Banco de la Habana, la creación de batallones de Voluntarios del Orden, que llevaron a cabo actuaciones de carácter feroz, devastaron las haciendas de los sospechosos y obligaron a emigrar a más de cien mil habitantes. Además, se embargaron los bienes de los independentistas para financiar la guerra y el partido español. Dulce, por su parte, desterró a 250 independentistas a Fernando Poo. La burguesía catalana enviaba también voluntarios. Por otra parte, se produjeron las primeras disidencias en el campo independentista antillano. El hecho es que de noviembre de 1868 hasta fines de abril de 1869 desembarcaron en las Antillas 18.000 soldados españoles, reclutados por el injusto sistema de quintas. Cambiaron el rumbo de la guerra, pero no la acabaron, porque los independentistas supieron evadir el encuentro directo. Además, contaban con el apoyo de los Estados Unidos.
Dulce renunció al cargo, considerando terminada la guerra y que sólo quedaban partidas sueltas. Pero había sido el partido español y sus cuerpos de voluntarios los que habían echado a Dulce por querer dar autogobiemo a la isla. Dimitido Dulce, el partido de los esclavistas creó el Casino Español de la Habana, que fue un auténtico grupo de presión para organizar los negocios y aumentar sus riquezas, incluso a expensas del tesoro público.
Caballero de Rodas desembarcó en La Habana en junio de 1869, tras haber doblegado a los federales de Andalucía. También en las lejanas Filipinas, que desde Felipe II, está aún por controlar en su totalidad y por dominar, no tenían los filipinos derechos políticos, y estaban regidos por una mezcla de legislación de antiguo régimen señorial en el que se solapaba el concepto de justicia real con los privilegios de las órdenes religiosas y de los empleados españoles. Pero lo más decisivo era que el dominio español no era real, y sólo la explotación del monopolio del tabaco hacía rentable tales posesiones. No se hicieron ni obras públicas ni se pensó en un sistema de administración racional; en las islas de Mindanao y Joló no había ni caminos, estaban todavía en exploración para los españoles, con una infinita piratería y hostigamientos constantes de los igorrotes de Luzón o de los moros de Mindanao... Hubo intentos de mejoras administrativas y un plan de reformas que incluía la secularización de la universidad y de la segunda enseñanza, a la vez que se creaba en Madrid un Consejo para Filipinas.
LA CONSTITUCIÓN DE 1869
1. EL PROCESO ELECTORAL CONSTITUYENTE.
Las distancias entre los dos grandes bloques estaban marcadas, la coalición de tres partidos, el unionista de Serrano, el progresista de Prim y Sagasta y el democrático de Rivero y Martos, con el citado programa de sufragio universal, monarquía, libertades y orden para la modernización nacional. Y los republicanos que con un programa de organización republicana federal del Estado y también decisivas reformas de distribución de la riqueza y de mejora de vida de las clases populares. Era una experiencia radicalmente nueva, con formas de expresión política inusitadas. Así, en todas las ciudades se manifestaron ambos bandos, con incidentes en bastantes de ellas porque a los federales les impulsaba la impaciencia de haber protagonizado, codo con codo, una revolución de cuyos frutos sólo se beneficiaban los acomodados afiliados al Partido Progresista o, incluso, los unionistas que antes habían colaborado con Isabel II.
Lo importante fueron los procesos colectivos desencadenados por la propia dinámica de libertades (protestas obreras). Así empezaba 1869, en vísperas de las elecciones a diputados para las Cortes Constituyentes, el clima era definitivamente de hostilidad entre el gobierno y los federales.
Las elecciones a Cortes Constituyentes eran a partir del 15 de enero de 1869 y unos días antes el gobierno del tándem Prim-Sagasta daba un bando claramente partidista. Proclamaba que el campo estaba libre al haber «reprimido las audaces intimidaciones», además recurría al patriotismo para pedir el voto a esa unión electoral que salvaría «la revolución al levantar un trono rodeado de prestigio». Además, el gobierno, en ese bando arremetía directamente contra las mujeres por participar en la vida política exigiendo la abolición de las quintas. El ambiente electoral era de excitación. Frente al gobierno, los republicanos federales se proclamaban el partido de la juventud al pedir el voto a partir de los veintiún años (en las elecciones municipales se habían quedado sin votar por la edad unos 800.000 potenciales electores de las candidaturas republicanas). Por otra parte, la reacción clerical enturbiaba el clima electoral y era asesinado el gobernador civil de Burgos dentro de la catedral en protesta por el decreto de incautación de archivos y bibliotecas de catedrales, cabildos, monasterios y órdenes militares. Por primera vez casi cinco millones de varones mayores de veinticinco años eligieron a una cámara soberana y constituyente con voto directo y secreto.
El triunfo fue para el gobierno, después de los meses tan intensos de cambios, y estando los resortes de las mesas y padrones electorales en manos de unos partidos más avezados en la práctica electoral. Así, la coalición gubernamental monárquica obtuvo 280 escaños. Igualmente importante fue el resultado de los federales que lograron 80 escaños, a pesar de las trabas puestas desde las instituciones. Los republicanos unitarios obtuvieron 2 escaños, los carlistas, aparecían con un grupo significativo, con 30 escaños. De forma aislada, a pesar del retraimiento de los borbónicos, aparecía Cánovas como representante de tales monárquicos. Los republicanos federales eran el grupo más sólido de oposición, por detrás quedaron los progresistas de Balaguer.
Aunque la ex reina Isabel II, desde París, declaraba nulo todo el proceso, proclamando la ilegalidad de las Cortes, porque ella era la única con autoridad legítima, el 11 de febrero se abrieron las Cortes Constituyentes. Rivero obtuvo la presidencia de la Cámara, a Serrano se le dio un voto de confianza y el encargo de formar un gobierno que ya no sería provisional. Se aprobó amnistía para delitos de imprenta, pidió el gobierno 25.000 hombres para el ejército por lo que se le reprochó el incumplimiento de la promesa de abolir las quintas, debido a las nuevas circunstancias internas (partidas carlistas y guerra en las colonias).
1. EL DEBATE CONSTITUCIONAL.
Las primeras medidas que abordaron las Cortes Constituyentes, en febrero de 1869, no fueron precisamente populares, un nuevo alistamiento de 25.000 jóvenes, por el sistema de quintas tan aborrecido y por cuya abolición tanta gente había luchado en el pasado septiembre. La segunda medida era el empréstito de 100 millones de escudos efectivos. Además se organizó la comisión constitucional que en veinticinco días redactaron un texto. El debate giró en tomo al concepto de España y de la organización que proyectaban los distintos partidos e ideologías. Tras aprobarse los derechos humanos como imprescriptibles, el primer artículo que desató la polémica fue el referido a la libertad de cultos (el maridaje entre lo español y lo católico). Enfrente tuvieron a la mayoría progresista y a los republicanos. Los republicanos los que con más ahínco debatieron tanto el artículo referido al establecimiento de una monarquía democrática, como los artículos sobre la organización de las fuerzas armadas de la nación.
Evidentemente defendieron la forma de gobierno republicana y unas fuerzas armadas diferenciadas entre los voluntarios que servían a la patria, y los que se profesionalizaban, en número reducido, en un ejército permanente para defensa de agresiones exteriores. Al no lograrlo, centraron su programa directamente en la abolición de las quintas y en el mantenimiento de los cuerpos de «Voluntarios de la Libertad». Se hizo famoso por su elocuencia el catedrático Emilio Castelar que como cristiano coherente, defendió con brillantez la idea de una Iglesia libre dentro de una sociedad libre, se separaba el Estado de la tutela ideológica de la Iglesia católica.
También destacó Francisco Salmerón defendiendo las posiciones progresistas y la candidatura de Espartero al trono, como también brilló la ironía de otro catedrático de la universidad madrileña, la de José Echegaray.
En el bando conservador, junto al canónigo Manterola, adalid de la unidad católica, descolló Cánovas, ya suficientemente. No logró convencer con sus razonamientos contra el sufragio universal, fue rotundamente clasista al respecto, sin escatimar las palabras directas. Literalmente expuso que los ricos son las clases altas y «sólo están más altas porque han trabajado más, porque han ahorrado más, porque han realizado mejor su destino [divino] en la tierra». En la votación de la Constitución, los tradicionalistas rechazan el texto no tomando parte en la votación, sin embargo, la oposición republicana acataba la constitución, aunque no la aceptaba. La coalición de unionistas, progresistas y demócratas monárquicos la votaron, y ganaron promulgándose el 6 de junio de 1869.
3. EL TEXTO CONSTITUCIONAL.
Es el primer código democrático de la historia de España, adelantándose en bastantes aspectos al resto de Europa. Junto al sufragio universal masculino, secreto y directo, se establecía una detallada relación de derechos ciudadanos, con carácter de «ilegislables e imprescriptibles», para garantizarlos por encima de cualquier veleidad del poder ejecutivo e incluso del propio legislativo, para evitar las tentaciones autoritarias o las pretensiones del Estado de doblegar las libertades personales. Eran, desde luego, derechos que significaban en el impulso democratizador de la sociedad española. Así, junto a las clásicas libertades políticas de expresión, imprenta e ideas, se recogían por escrito novedades tan significativas como el derecho de reunión y «asociación pacífica», la inviolabilidad de la correspondencia, la ampliación de las libertades individuales al pensamiento y enseñanza y al culto público de cualquier religión, o, por ejemplo, la libertad de trabajo para los extranjeros. Los derechos de reunión y asociación, puerta para el despegue del sindicalismo, y las nuevas libertades permitieron el florecimiento educativo de unos años que marcaron el rumbo del pensamiento y de la ciencia en España, con la expansión de nuevas teorías, sobre todo del positivismo y de las ideologías anarquista y marxista. Por otra parte, aunque los republicanos no lograron la explícita separación del Estado y de la Iglesia católica, sin embargo por primera vez no se declaraba confesional, permitía la libertad de cultos de cualquier creencia, y, en contrapartida, mantenía los gastos del clero y del culto.
Además, se insistía en la soberanía popular como fundamento del Estado, en este caso con una forma monárquica, pero sobre todo organizado a partir de dos principios, la división de poderes y la descentralización. La soberanía residía en unas Cortes integradas por el Congreso y el Senado, ambas votadas por sufragio universal masculino. No se pedían requisitos para ser diputado, bastaba con ser ciudadano elector, esto es, varón mayor de veinticinco años. Los diputados del Congreso eran a razón de uno por cada 40.000 personas. Los senadores eran elegidos por un sufragio universal indirecto, cuatro por provincia, pero se introducían restricciones clasistas. Los candidatos debían tener más de cuarenta años, tener un título universitario, ser de los grandes propietarios o patronos industriales, o haber ocupado un alto puesto en el Estado. Así, en el Senado no sólo se representaban a las provincias sino a las elites de estos territorios. Obviamente las Cortes eran el poder legislativo cuya función se garantizaba estableciendo plazos mínimos de reunión y tiempo máximo sin ser reunidas, para evitar abusos del poder ejecutivo al no reunirlas. Además, eran las únicas capacitadas para aprobar y decidir los presupuestos y los impuestos. Las Cortes, por otra parte, podían ejercer la moción de censura, tener la iniciativa legislativa, e interpelar al gobierno, adquiriendo una alta cota el concepto de control parlamentario del ejecutivo.
En lo concerniente al poder ejecutivo, a su frente se situaba al rey que se define constitucionalmente como un «monarca constitucional», sin poder tomar decisiones sino sólo a través de los ministros, con lo que la responsabilidad definitiva está en manos del gabinete ministerial. Para ser ministro había que ser diputado, y las Cortes podían exigir a cada uno sus responsabilidades o reprobarlo. El poder judicial, por su parte, recibió su definitiva organización como poder independiente, y quedaría como gran aportación de estos años la independencia de los jueces del poder ejecutivo, porque se implantó el sistema de oposición para el ingreso en la carrera judicial, se creó el Consejo de Estado para los traslados y promociones de jueces, se implantó el juicio por jurados populares y se reguló la acción pública contra aquellos jueces que delinquieran en el ejercicio de su función. Es cierto que luego el caciquismo de la Restauración distorsionó tales mecanismos, pero sin duda fue una aportación crucial a la historia democrática española.
Por lo que atañe a la distribución territorial del poder, se recuperó el protagonismo de ayuntamientos y diputaciones, con alcaldes elegidos por sufragio universal. Sin embargo, quedaron asuntos importantes sin resolver o expuestos con ambigüedad premeditada, como el estatuto de las colonias, o la relación entre ejército permanente y milicias ciudadanas, o el principio de contribución proporcional en la hacienda... estarían en el centro de los principales y más violentos conflictos de esta primera experiencia democrática (la guerra colonial, las sublevaciones contra las quintas y el rechazo a los nuevos impuestos).
4. LA REGENCIA DE SERRANO.
Cuando se debatió el texto constitucional se planteó como aspiración bastante extendida la hipótesis de la unión con Portugal, ya coronando a un miembro de la familia portuguesa, ya por la vía republicana de la Federación Ibérica.
En lo que hubo práctica unanimidad fue en el propósito de excluir a los Borbones de la corona española. No obstante, mientras se encontraba la persona que encarnase lo previsto por la Constitución, al definirse España como monarquía, la máxima magistratura correspondía ocuparla a un regente, puesto que logró el general Serrano. Con tal motivo, Prim pasó al primer plano directamente como jefe del gobierno. El general Prim optaba claramente por una alianza de progresistas y demócratas y así se mantuvo en las sucesivas remodelaciones ministeriales que hizo, conservando siempre él mismo la cartera de Guerra.
Por lo demás, el verano y el otoño de 1869 tuvieron un carácter turbulentamente federal. Ante todo, los federales, tras los buenos resultados de las elecciones municipales de diciembre de 1868, se quedaron decepcionados con los menos de cien escaños logrados en las Constituyentes de enero de 1869. Tal situación les obligó a organizarse como partido de oposición, por un lado, pero de gobierno en el lado municipal. Además de una sólida prensa como altavoz de sus propuestas. Por supuesto, las preocupaciones eran distintas a los grandes parlamentarios, les preocupaban las libertades, derechos y formas de gobierno. A los segundos les empujaban las demandas de esos republicanos que sufrían en sus familias el tributo tan injusto de las quintas o el nuevo impuesto personal, o que necesitaban, ante todo, trabajo, mejores salarios, y en el caso de los campesinos esas tierras que se habían privatizado cuando se les venía prometiendo desde las Cortes de Cádiz tanto el reparto de la «riqueza nacional» como la abolición de las rentas feudales. Por eso, el gobierno de Prim acusaba a los republicanos federales de permitir una división socialista en sus filas, de fomentar la deriva del sufragio universal hacia el socialismo.
Los campesinos de Jerez, amotinados contra la quinta decretada por Prim, y pidiendo la devolución de los bienes comunales, fueron el pretexto ideal para que el gobierno propalase la idea del socialismo como corriente subterránea del federalismo. Al gobierno de Prim, que había roto el compromiso de abolir el sistema de quintas, se le manifestaron en contra miles de mujeres madrileñas ante la movilización de 25.000 jóvenes, se desencadenaron motines en ciudades y tuvieron que ser los propios ayuntamientos, gobernados por republicanos, los que acudieron a un préstamo para librar los quintos de su respectiva ciudad. En el republicanismo federal se plasmaron dos etiquetas, las de «benévolos» quienes como Castelar optaban por el gradualismo y esperaban mejores circunstancias para cumplir las promesas republicanas e «intransigentes», aquellos que, empujados por la presión ciudadana, como los alcaldes, exigían el cumplimiento inmediato de las expectativas populares. Otra división de carácter igualmente social, pero concentradas geográficamente era la referida al librecambismo, preferido por los republicanos andaluces, frente a los catalanes que eran proteccionistas.
A pesar de los resultados electorales, el Partido Republicano Federal crecía sobre todo a partir de la quinta decretada por Prim, y al no verse cumplidas otras expectativas de mejoras sociales. Era la primera vez también en la historia de España en que se organizaba un auténtico partido de masas. El sufragio universal obligó a organizar los partidos de otra forma, pero el republicano había nacido con la vocación de afiliar a hombres y mujeres sin discriminación, con carácter masivo, creando ateneos culturales y clubes políticos que se convirtieron en alternativas populares a los ateneos elitistas y a los casinos de los ricos.
Los líderes republicanos de las provincias adquieren su definitivo protagonismo en la primavera de 1869. La iniciativa fue catalana y fue Valentí Almirall su líder, que estaba prefigurando el modelo de organización de una República federal, a nivel interno, dentro del partido y la fórmula era articular una organización federal de las provincias unidas por similitudes geográficas y pasado histórico común. Además, se rechazaba el uso de la fuerza para desplegar tales objetivos. De inmediato se firmó un pacto federal en el que se proclamaba que cualquier ataque contra los derechos individuales proclamados por la revolución será motivo de legítima de insurrección, si no podía solucionarse por medios legales.
En Madrid se firma un «pacto nacional o general» por el que se creaba un consejo federal, y en un manifiesto Pi invitaba a todos los firmantes a establecer un «lazo común», y determinar la estrategia del partido que no estaría por encima de la soberanía de cada pacto regional. Además se establecía el derecho o deber a la sublevación armada. En este pacto general se establecía una asamblea central, con tres representantes por cada uno de los cinco pactos regionales, responsables ante sus comités, por lo que no existía una soberanía central, compartida para tornar decisiones válidas para toda España. Se creaba bastante confusión organizativa, el resultado fue que los diputados de las Cortes miraban más a sus respectivos comités locales que a una dirección federal estatal que carecía de atribuciones ejecutivas. Con tal panorama, en julio de 1869 se suspendían las sesiones de las Cortes, después de haber acometido importantes decisiones legislativas en materia de ferrocarriles y conservación del patrimonio histórico, una política activa de restauración y rehabilitación de monumentos y de edificios valiosos, así corno de organización de un panteón nacional con los restos de los personajes célebres de España. Los federales nunca tuvieron propósitos ni separatistas ni segregacionistas. Por eso, las insurrecciones federales tanto las del verano y otoño de 1869, como la sublevación cantonal de 1873, hay que interpretarlas como expresiones de profunda protesta de las clases más desfavorecidas, había cuestiones sin resolver tras varias décadas de liberalismo: el acceso a la propiedad de la tierra, la implantación de una fiscalidad progresiva con la subsiguiente abolición de los impuestos indirectos, la igualdad en el servicio militar y el control de las instituciones de poder local.
El republicanismo se impregnó de contenidos federales porque iban parejos tanto la exigencia de un poder controlado directamente desde cada municipio, como el rechazo a esas clases acomodadas. Además albergaba una cuestión social nueva, la cuestión obrera. Las huelgas ya aparecen como instrumentos de reivindicación laboral.
Así se cierran las Cortes por el verano, pero a los seis días el gobierno restablece por decreto una ley de 1821 que ponía bajo la autoridad y jurisdicción militares los delitos de «conspiración o maquinación directas contra la observancia de la Constitución, o contra la seguridad exterior e interior del Estado, o contra la sagrada e inviolable persona del rey constitucional». Una auténtica ley marcial que suspendía las garantías constitucionales al someter estos delitos a consejos de guerra. El pretexto eran las partidas carlistas, pero el gobierno aplicaría la ley también contra los federales, que clamaron en contra, lo consideraron una infracción contra la Constitución y una usurpación de las atribuciones legislativas de las Cortes. De hecho, fueron los republicanos federales los primeros en sufrirla, cuando sus diputados, al regresar a sus respectivos distritos, fueron recibidos con manifestaciones populares, y esto sirvió de pretexto al ministro de Gobernación, Sagasta, para prohibirlas por participar en tales manifestaciones los Voluntarios de la Libertad (cuerpo armado y de orden que en las ciudades más importantes era de mayoría federal). El propio Sagasta dio poderes excepcionales a los gobernadores civiles. Se produjeron incidentes contra los impuestos, pidiendo tierras o trabajo, en otros casos con huelgas para exigir mejores salarios... y siempre los Voluntarios de la Libertad o Milicias Nacionales en el centro de las reivindicaciones. Sagasta anunció la disolución de las milicias o cuerpos de Voluntarios de la Libertad. Fue la espoleta que desencadenó una revuelta en toda España.
Del 25 al 28 de septiembre se produjo la revuelta federal en Barcelona y otras localidades de Cataluña, líderes sindicalistas obreros declararon la lucha contra los «capitalistas» y pedían el fin de la «explotación del hombre por el hombre», quemaron registros de la propiedad y archivos, cortaron vías de ferrocarril y telégrafos, exigieron derechos como el de trabajo... Fracasaron las jornadas revolucionarias y el diputado Suñer i Capdevila, radical hasta ese momento, cambió de táctica, pensando que era mejor la lucha legal. Simultáneamente se sublevaba Andalucía, movilizándose los cuerpos de Voluntarios de la Libertad de los ayuntamientos gobernados por los federales (más de 45.000 personas armadas en Andalucía).
Mientras esto ocurría en Andalucía y se extendían los amotinamientos federales en Cataluña, Prim resolvió, de acuerdo con el regente, poner en vigor la citada ley, mientras se enviaba a las Cortes un proyecto de suspensión de las garantías constitucionales. Los republicanos se opusieron y se retiraron de la cámara. Prim suspendió las garantías constitucionales, y así gobernó hasta diciembre en que las Cortes derogaron el estado de excepción. Mientras tanto sofocó y reprimió la rebelión federal, disolvió las compañías de Voluntarios de la Libertad que resultaban sospechosas de republicanismo. En efecto, los líderes federales andaluces habían llamado a las armas a sus militantes, pero, al estar controladas las grandes ciudades por el ejército, el levantamiento sólo triunfó en algunas poblaciones. Al grito de «¡Viva la República Federal!», los jornaleros ocuparon y exigieron tierras, trabajo y la inmediata abolición de las quintas y de la matrícula de mar, el desestanco de la sal y del tabaco, la disolución del Ejército, etc. Quemaron archivos y registros de la propiedad, símbolos de esa estructura de poder que los excluía de la riqueza nacional.
Sin embargo, bastó el anuncio de la llegada de tropas para que se disolviera la mayoría y los más destacados huyeran.
En Alicante fracasó la rebelión, en Béjar no se pasó del intento, hubo resistencias heroicas en Cádiz y Málaga, pero en los casos de Zaragoza y Valencia los acontecimientos adquirieron el carácter de guerra, con auténticas batallas contra el ejército. Los propios líderes que organizaron la insurrección la justificaban como medida de protesta contra las arbitrariedades del gobierno, el incumplimiento de la Constitución, y en respuesta a la represión sufrida en Barcelona. El resultado del fracaso de esta cadena de revoluciones espontáneas y desorganizadas fue el afianzamiento del liderazgo de Pi y Margall, partidario de los cauces legales para alcanzar la República federal.
Pi logró que los diputados federales volvieran a las Cortes, su autoridad creció y además derrotó a Castelar, al propugnar el federalismo contra la concepción unitaria. Los republicanos eligieron, a los pocos meses a Pi y Margall como su presidente, establecieron un directorio federal, insistieron en el carácter pacífico del partido e intensificaron la propaganda como cauce de expansión y convencimiento.
4.1. LA BÚSQUEDA DE UN REY.
El destronamiento de Isabel II conmocionó a la Europa del momento. Por eso, el primer problema para los revolucionarios de septiembre fue lograr el reconocimiento internacional de un gobierno provisional, que manifestaba estar dispuesto a establecer una monarquía sobre la base del sufragio universal, aunque habrían de ser unas Cortes Constituyentes las que tuviesen la última y definitiva palabra. Fue una tarea nada fácil, plagada de incidentes, maniobras y anécdotas con consecuencias importantes, estaban en juego bastantes intereses políticos y estratégicos dentro del continente europeo. Pero además, tampoco había unanimidad interior. El primer reconocimiento del nuevo régimen democrático fue de los Estados Unidos y en seguida Italia y Francia. Al final, toda Europa reconoció al gobierno de Serrano, salvo el Vaticano. Se firmó la paz con Perú y Chile. Pero mientras, la situación interior se tensaba por las insurrecciones federales y también por el carlismo que se organizaba militarmente. Además, la irrupción del internacionalismo obrero que marcaría el rumbo de nuevos horizontes políticos.
La búsqueda y elección de un rey para el trono vacante de España se estaba demorando en exceso. Hubo muchas negociaciones durante casi dos años. Los candidatos fueron de distinto calibre, el propio cuñado de Isabel II, el duque de Montpensier, que había financiado en parte las conspiraciones militares contra Isabel II y que contaba con avales de militares unionistas importantes. No tuvo los apoyos decisivos. Bastantes más partidarios tuvo Fernando de Coburgo, viudo de María de la Gloria de Portugal, porque suscitaba la posibilidad de la Unión Ibérica, apoyada por progresistas, demócratas e incluso republicanos, y por proceder de una dinastía liberal. Sin embargo, su matrimonio por amor con una artista le cortó el paso, y sobre el evitar el veto de las potencias a una posible Unión Ibérica. Sus apoyos eran los mismos que también miraban hacia el duque de Aosta, segundo hijo del rey de Italia, por garantizar el funcionamiento de una monarquía democrática. Sin embargo, el candidato Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen contaba sobre todo con el apoyo de la potencia del momento, Prusia, pero siempre se encontró con el veto de Napoleón III. Hubo hasta candidatos escandinavos. Prim sondeó a Espartero, bastante mayor, que se negó. Se impusieron los adeptos a la dinastía de los Saboya, por el prestigio del Risorgimento entre los liberales y demócratas. Unos defendían a Tomás, duque de Génova, mientras que Prim prefería al duque de Aosta, Amadeo.
Por otro lado, los monárquicos borbónicos nunca habían dejado de conspirar, primero para restablecer a Isabel II y desde junio de 1870 a favor de su hijo Alfonso, porque la ex reina abdicó en su primogénito y designó a Cánovas jefe del partido alfonsino. Pronto empezaron los periódicos conservadores a defender la causa alfonsina y a injuriar a los gobiernos democráticos por buscar otro rey. Los federales, por su parte, ante tan prolongada interinidad, dieron un manifiesto exigiendo que las Cortes, en sesión extraordinaria, proclamasen los Estados Unidos de Iberia. Llegados a este punto, y con el impacto de la guerra entre Francia y Prusia, el 20 de agosto de 1870, Prim ofreció oficialmente la corona a Amadeo de Saboya que aceptó y las Cortes le votaron como rey.
4.2. LAS SUBLEVACIONES REPUBLICANAS.
Mientras el malestar social era constante, porque los nuevos reclutamientos de quintos para Cuba exasperaban a las clases populares. Los republicanos federales hicieron de este asunto el tema preferente. Pero además, de sus filas comenzaron a surgir líderes obreros adheridos al internacionalismo, solapando las demandas contra los impuestos y las quintas, con exigencias de derechos laborales e incluso de lucha directa contra el capital. Cuando el ministro de gobernación Rivero presenta la Ley de Orden Público y simultáneamente se decreta un reemplazo de 40.000 quintos, la insurrección volvió a estallar, esta ve con más virulencia en Barcelona, Madrid pero también había un malestar permanente en las regiones agrarias, en Galicia los campesinos se negaban a pagar los impuestos y los trabajadores, jornaleros y menestrales empobrecidos pedían trabajo en las ciudades.
En Andalucía, la miseria llevaba a echarse al monte como medio de vida. Existía un extenso despliegue del bandolerismo. El gobernador civil de Córdoba, Zugasti organizó «partidas de seguridad pública» e iniciar la práctica de lo que se conoce como «ley de fugas», todo esto bajo el amparo del ministro Rivero.
Fueron el verano y otoño de 1870 de tensión y violencia social, con fuertes debates políticos, porque además en el Partido Republicano Federal se propagó con insistencia la doctrina del pacto sinalagmático (implicaba una visión de la sociedad cuyo poder soberano radicaba en el pueblo y en la capacidad de todos los ciudadanos para tomar decisiones). Por eso se escalonaba el pacto social desde abajo hacia arriba. Primero, los municipios, asciende a las provincias, cantones y estados, para lograr en ese pacto progresivo armonizar tanto la división sustancial de poderes entre gobierno federal y estados que lo constituyen, por un lado, y también desplegar por otro lado el máximo de libertades y capacidades ciudadanas en espacios de autogobierno. Lógicamente, tal doctrina implicaba medidas de contenido social que chocaban con los intereses del Estado liberal central. Por eso el conflicto ya no era sólo territorial sino social. En contra el federalismo se conciliaban unionistas, progresistas y demócratas para aprobar una ley en la que bastaba la mitad más uno de los diputados para elegir monarca.
El radicalismo social contenido en el federalismo también provocó la escisión en el seno de los republicanos, entre un sector, en su mayoría de madrileños, opuestos al confederacionismo de los pactos, y la dirección de Pi y Margall que de momento lograba el apoyo de Castelar y Figueras. Habían vuelto los federales desterrados, entre ellos el activista Paúl y Angulo, quien organizó «El Tiro Nacional», una sociedad secreta y violenta para emancipar al «cuarto estado». La proclamación de la república en septiembre de 1870 en Francia provocó el entusiasmo entre los federales. Se manifestaron en su apoyo incluso se ofrecieron voluntarios para ir a defenderla, y llegaron a creer que tendrían apoyo francés para una sublevación. Sin embargo, Prim había sido el primero en reconocer la República en Francia y fue entonces cuando aceleró las gestiones para coronar a Amadeo de Saboya.
Paúl y Angulo, ahora federal radical, financiaba el periódico El Combate, que predicaba la revolución armada, con gran eco en los clubs republicanos, y retando al directorio federal. Pi y Margall logró que no se apoyara la propuesta de insurrección armada, pero el hecho es que, justo los últimos días de diciembre de 1870, El Combate, temiendo la disolución de los Voluntarios de la Libertad, atacó a Prim por dictador anunciándole que «moriría como un perro». El 27 de diciembre precisamente, tras salir del Congreso Prim, fue herido mortalmente y falleció el 30. Se culpó del crimen a Paúl y Angulo, el gobierno lo insinuó, y tuvo que huir. La prensa federal deploró el atentado y lo condenó. La justicia quedó impotente, porque también se lanzó la acusación de ser un crimen organizado por los esclavistas. Quedaron demasiados interrogantes y el propio Paúl y Angulo, en un escrito exculpatorio, planteaba que el crimen había perjudicado a los republicanos federales, mientras que había beneficiado a los unionistas, en concreto a Serrano, interesados en que no se consolidara la nueva monarquía y en que no se aboliera la esclavitud.
4.3. LAS INSURRECCIONES CARLISTAS.
Lo que se ha calificado como segunda guerra carlista no comienza sino en abril de 1872, ya reinando Amadeo I. Sin embargo, a este levantamiento militar se llegó en parte por las libertades que permitía el régimen democrático, hubo una auténtica tromba de propaganda y de preparativos militares y conspiraciones políticas para asaltar el poder por parte de una conjunción de tradicionalistas, neocatólicos y ultraconservadores. Nuevos líderes procedentes del neocatolicismo se pusieron al servicio del aspirante carlista. La unión de reaccionarios católicos y carlistas se fraguó en la campaña electoral de enero de 1869, bajo la exitosa fórmula de «Dios y fueros». Sus mejores resultados los tuvieron en Navarra y País Vasco. El partido carlista consideró oportuno lanzar un manifiesto programático en forma de carta del aspirante, el duque de Madrid, titulado a sí mismo como Carlos VII. Simultáneamente se lanzaron a la búsqueda de financiación para comprar armas y promover la rebelión por toda la geografía peninsular. Se organizaban juntas y casinos carlistas en 37 provincias, lanzaban periódicos y folletos, y el partido, con el aspirante al frente, pedía préstamos al banquero del papa. El levantamiento militar se intentó en el verano de 1869, tratando de recoger el malestar de muchos decepcionados con las promesas de la revolución de septiembre de 1868, y así en bastantes partidas de Cataluña o Valencia se mezclaron carlistas con gentes sin medios de vida e incluso republicanos, o en las dos Castillas se solaparon bandoleros y carlistas. Fracasaron debido a que no había una dirección militar eficaz y por eso se recurrió al mítico Cabrera. Pero también se exhibió el fuerte arraigo de la ideología absolutista y antiliberal en el clero, de nuevo aparecieron los curas y canónigos no sólo como diputados o escritores propagandistas de la causa, sino directamente al frente de importantes partidas.
La causa carlista hizo de catalizador de todos los sectores ultra, y la boina roja se convirtió en un símbolo de ostentación y provocación en un sistema de libertades. Cabrera asumió las riendas políticas, creó una junta central, organizó el periódico La Fidelidad, pero vio que los carlistas no querían programas sino armas, pelea en lugar de discusión, a los pocos meses, ante la urgencia de recabar recursos, dimitió y quedó directamente el aspirante Carlos al frente. Decidió ir a ver personalmente a los soberanos de Alemania, Austria y Rusia, mientras se repetían los conatos insurreccionales. Hasta agosto de 1871 no hubo un nuevo jefe del partido, Nocedal. En todo este tiempo la agitación de la prensa carlista fue extraordinaria cada vez más apocalíptica contra el sistema democrático y contra los distintos ministros y decisiones de las Cortes. La demagogia encontraba caldo de cultivo tanto en sectores acomodados, en pequeñas burguesías amedrentadas por el impulso de los federales e internacionalistas, como en los sectores empobrecidos, de hecho, de los seis periódicos más difundidos, tres fueron carlistas.
EL REINADO DE AMADEO I, (1872-1873)
1. LA TENSA VIDA POLÍTICA.
La desaparición de la figura de Prim fue decisiva para la debilidad del reinado de Amadeo I. Nunca se sabrá, lo que sí es cierto es el hecho de que Prim supo sentar a unionistas, progresistas y demócratas en un mismo gabinete, mientras que a partir de ahora las rivalidades de fracciones entre ellos no permitió consolidar gobiernos estables.
Sin duda, en los dos años de Amadeo I se exhibieron tales tensiones. Los partidos gobernantes estuvieron zarandeados por esas fracciones que obedecían a presiones de intereses, unos coyunturales y otros de más calado, como dos guerras, la carlista y la cubana, más las presiones de los esclavistas y las conspiraciones de los alfonsinos, con Cánovas al frente, junto al creciente despliegue de las expectativas de unos federales con cada vez mayor número de internacionalistas en sus filas, fueron factores que lógicamente no podían solucionarse con facilidad, cuando ni siquiera había consenso sobre los procedimientos entre los partidos gobernantes. No obstante, salieron a la palestra como líderes Sagasta y Ruiz Zorrilla en sustitución de Prim, y sobre todo sobresalieron las maniobras del general Serrano. Ruiz Zorrilla desaparecería prácticamente de la escena política tras la abdicación de Amadeo I, pero Sagasta se hizo incombustible hasta su muerte. Entre ambos, quedaba la figura de un joven Amadeo, convencido demócrata.
El primer gobierno del reinado estuvo presidido una vez más por el omnipresente Serrano con progresistas, unionistas y demócratas, su primera tarea consistió en convocar elecciones a Cortes. El rey Amadeo, con apenas veintiséis años, el día que moría Prim, era aclamado en su trayecto y en su entrada en Madrid. En el Congreso juró la Constitución. Su primer gobierno fue de continuidad, presidido por Serrano. Las primeras elecciones celebradas fueron favorables al gabinete ministerial, con maniobras de control por parte de Sagasta, al frente de Gobernación. Mientras los carlistas y los republicanos se convirtieron en poderosas minorías. Por primera vez los carlistas eran el primer partido de la oposición.
Se abrieron las Cortes en abril de 1871, con un acto donde Amadeo I exhibió austeridad y proclamó que actuaría siempre con el concurso de las Cortes. Presidió el Congreso Salustiano Olózaga, y el Senado, Francisco Santa Cruz. El rey, como impulsor constitucional, alentó la decisión de convocar elecciones en Puerto Rico, primer paso para solventar el conflicto antillano, aunque la nueva recluta de 35.000 quintos fue nuevo motivo de malestar y protesta popular. Sin embargo, los planes quedaban desbaratados en las Cortes por los vaivenes de alianzas. En unos casos era oposición al gobierno, en bastantes era obstrucción al despegue de la nueva dinastía democrática, el grupo carlista tenía enormes capacidades de maniobra, en cuyo objetivo convergía con los alfonsinos, y paradójicamente con los republicanos federales, opuestos a cualquier monarquía. En la prensa oficial del momento se criticó lo que calificaban como «demagogia blanca, roja y negra». Todos juntos cambiaron el reglamento de las Cámaras de las Cortes, que reforzó más el predominio del poder legislativo y aumentó los mecanismos de control del ejecutivo, que en realidad obedecía en gran parte al interés de quienes ni defendían la soberanía popular ni pensaban implantar la democracia.
El recién constituido gobierno de progresistas y demócratas, renunció para dar paso a un nuevo gobierno de Serrano quien, al no lograr la coalición con Sagasta, declinó, Y entonces aceptó el encargo Ruiz Zorrilla. Este integró en su gabinete a unionistas, progresistas y demócratas, sin lograr la aceptación de Sagasta. El gobierno de Ruiz Zorrilla daba pasos importantes como la confección del censo de propiedades rústicas y urbanas para lograr los ingresos correspondientes a la contribución territorial, base para un sistema proporcional de impuestos directos, elemental principio de justicia distributiva. Cubrió un empréstito de deuda consolidada de 150 millones y dio la amnistía a los presos políticos, sobre todo de las insurrecciones federales. La vertiente democrática de este gobierno destapó el malestar de los generales unionistas, que dimitieron en bloque, aunque el rey no aceptó sus renuncias. En septiembre de este año de 1871, el gobierno organizó un viaje del rey por toda España para popularizar su imagen, con notable éxito, porque había sido previa la amnistía por delitos políticos. Sin embargo, en octubre tenía que dimitir Ruiz Zorrilla por maniobras de sus correligionarios en el Congreso porque la agitación obrera y campesina era constante.
1.1. LOS PARTIDOS POLÍTICOS ANTE EL SUFRAGIO UNIVERSAL.
El sufragio universal obligaba a reorganizar el funcionamiento de los partidos políticos. Los viejos partidos liberales que venían funcionando con sufragio censitario estaban estructurados como partidos de notables con redes provinciales sólidas, pero ahora las condiciones habían cambiado, había que ganar la voluntad de casi cinco millones de varones mayores de veinticinco años, y en eso les llevaba ventaja el Partido Federal Republicano que nació con propósitos de partido de masas. Además, el Partido Conservador se encontraba en fase de reorganización bajo el liderazgo de Cánovas, pero con un fuerte empuje del neocatolicismo y del carlismo entre su potencial clientela social. Por eso, el espacio político de los progresistas y de los demócratas se encuentra en un terreno bien delimitado en los principios de un liberalismo democrático. Pero mientras Sagasta era proclive a pactar con los unionistas de Serrano, Ruiz Zorrilla lo era con los republicanos. Ambos quedaron como líderes de ese espacio político que hasta entonces había estado dirigido por Prim. Cada cual formó su grupo político sobre todo a partir de los diputados en las Cortes, más que como redes asentadas en toda la geografía española. El de Sagasta se conoció como partido constitucionalista, y como radicales los diputados de Ruiz Zorrilla. Incluso en bastantes ocasiones ambos partidos tuvieron que recurrir a la fuerte oposición republicana, o a la minoría de carlistas o a los votos de los conspiradores alfonsinos, para ganar ciertas votaciones en las Cortes. Por eso, tampoco faltó el recurso a la manipulación electoral, en lo que Sagasta se reveló muy pronto como un maestro.
No obstante, constitucionalistas y radicales fueron el primer intento de adaptación del liberalismo a los principios del sufragio universal, a las normas democráticas y por la pugna electoral con sólidos contrincantes. Gobernaron los dos años del reinado de Amadeo I, pero con diferencias tan notables que no lograron consolidar unos engranajes estables. Posteriormente, de ambos partidos surgió aquella fusión que lideró Sagasta durante las décadas de la Restauración.
1.2. EL DEBATE SOBRE LA INTERNACIONAL.
Sagasta al frente del gobierno, planteó como objetivo prioritario la disolución por ilegal de la Internacional. La creía culpable de la agitación, el fantasma del comunismo, después de la Comuna de París, catalizó todos los miedos de las clases propietarias. Se dedicó a buscar los argumentos para declarar ilegal una asociación que en teoría no era «pacífica», porque la Constitución reconocía el derecho de «asociación pacífica». Sin embargo, las propuestas revolucionarias de la Internacional no eran más incompatibles con la Constitución que las de los carlistas o las de los federales.
Sagasta planteó la Internacional como enemiga del Estado, de la religión, de la familia y sobre todo de la propiedad, reconocida como derecho en la Constitución. La respuesta de los republicanos fue rotunda. Castelar planteó que si el gobierno consideraba inmoral la propiedad colectiva, entonces habría que condenar a la Iglesia católica, y añadía, que eran más peligrosos los carlistas y los alfonsinos para la seguridad del Estado por su conspiración abierta para destruirlo. Salmerón, por su parte, expuso que la propiedad sólo era un derecho y que si la propiedad era injusta debía desparecer, lo mismo que habían desaparecido los bienes de manos muertas. Para Salmerón, el Partido Republicano debía patrocinar el reformismo social tan propio de la ideología republicana y que en décadas posteriores sería el impulsor de importantes instituciones reformistas.
Los republicanos echaron mano del propio pasado liberal, tan desamortizador y expropiador, para justificar que «la propiedad es justa y es legítima en tanto que viene a servir los fines racionales de la vida humana; y cuando esto no sucede, la propiedad es ilegítima, la propiedad es injusta, la propiedad debe desaparecer», eran los mismos argumentos de Pi y Margall.
Las respuestas de los diputados cercanos a la Internacional se orientaron en otra dirección, defendiendo el cuarto estado, el de los trabajadores.
Apoyando al gobierno de Sagasta estuvieron los conservadores y los unionistas. Se votó y ganó el gobierno. Pero el fiscal del Tribunal Supremo, exponía que el derecho de asociación y de huelga no podía anularse, fue cesado y Sagasta reforzó su gobierno con los unionistas e incluso llegó a plantear a los gobiernos europeos una acción conjunta contra la Internacional y una convención para poder extraditar a sus miembros.
La Internacional (1864) organizada en Londres por un puñado de revolucionarios europeos, con el propósito de encauzar las esperanzas de justicia en una organización obrera que superara las fronteras nacionales de las burguesías y estableciera conjuntamente la estrategia para alcanzar una sociedad igualitaria, comunista. Creció sobre todo con las crisis económicas. Pronto surgieron en su seno dos fracciones, encabezadas por Marx y Bakunin respectivamente. El despegue social e ideológico de la Internacional en España se hizo desde las bases del republicanismo federal y aprovechando sus estructuras organizativas. Así, Fanelli, enviado por Bakunin contactó con dirigentes republicanos de Barcelona y Valencia, para llegar a Madrid y constituir el primer núcleo de la AIT. A continuación se formó el sector de Barcelona. La tradición asociativa de los trabajadores de las industrias catalanas dio un mayor soporte al ideario internacionalista, que además recogió a estudiantes. Farga y Sentiñón representaron a España en el congreso de la AIT de Basilea. Contaban con más de ocho mil afiliados en Barcelona, y la sección de Madrid crecía hasta lograr editar su propio periódico La Solidaridad.
La influencia de los internacionalistas se desplegaba, por tanto, a partir de las redes asociativas que los republicanos federales habían montado como las sociedades de socorros y los ateneos obreros. Compartieron ideario en asuntos como el republicanismo federal y en reivindicaciones concretas como la exigencia de jurados mixtos o la abolición de las quintas, en pedir aumentos salariales y reparto de tierras y en reclamar el derecho al trabajo. Eran, no obstante, sectores de escasa capacidad de influencia, aunque el eco de sus proclamas era desmesurado en relación a su implantación real. Sus llamamientos contra la explotación capitalista y las proclamas de luchas de clases fueron acogidas con indiferencia, pero encontraron adeptos cuando iban junto a reclamaciones contra las quintas, por ejemplo, y así los internacionalistas se hicieron activos líderes en los motines que en la nueva recluta militar hizo el gobierno a principios de 1870. En Barcelona celebraron su primer congreso, con unos cien delegados de más de 15.000 afiliados, y debatieron la organización de sociedades y cajas de resistencia, la cooperación como vía para la emancipación, la organización sindical de los trabajadores y la posición a tomar en política, punto en el que se hicieron dominantes las tesis bakuninistas sobre el Estado y los partidos políticos. Además de rechazar el Estado, la ley y cualquier autoridad y negarle efectividad a los partidos, proponía el comunitarismo del trabajo y de la producción, poniendo en común todo, aunque dejando a cada uno el gobierno individual de los resultados del trabajo personal. Se debía vivir sin Estado y se podía vivir sin gobierno, tal eran el resumen de sus objetivos. Para alcanzar tales objetivos era imprescindible un proceso revolucionario antiautoritario que se articulaba espontáneamente.
Antes de que se ilegalizara la Internacional, había experimentado serios impedimentos gubernamentales en su actividad. Se cerraban periódicos o se detenían a internacionalistas. Así les llegó la orden de disolverse por ilegales y la necesidad de pasarse a la clandestinidad. Siguieron reuniéndose y continuaron su desarrollo dentro de los bases republicanas de donde reclutaban nuevos líderes. Su fuerza en Cataluña era notoria, le seguían Valencia, Málaga y Cádiz, por encima de Madrid. Eran pequeños grupos que llevaban a cabo una activa agitación propagandística y reivindicativa, y cuya notoriedad se haría incluso internacional en el verano de 1873 durante el levantamiento cantonal.
1.3. EL DEBATE SOBRE LA ABOLICIÓN DE LA ESCLAVITUD Y LA GUERRA EN CUBA.
Prim llevó las riendas del gobierno entre la promulgación de la Constitución, en junio de 1869, y la llegada del nuevo rey, el último día de 1870. Supo unir las distintas tendencias de la coalición monárquica, formando gabinetes de mayoría progresista, sin olvidar a relevantes unionistas o a demócratas reformistas destacados. Incluso les ofreció a los republicanos participar en el gobierno. Sin embargo en el conflicto cubano fracasaron sus conversaciones con los Estados Unidos y se desbarataron sus planes de Unión Ibérica. También derrotaba a las partidas carlistas, pero no era capaz solucionar la paradoja de una monarquía sin monarca. Junto a otros aspectos conflictivos, como el proyecto de ley sobre matrimonio civil (el primero en la historia de España), o la Ley de Orden Público, la principal fuente de problemas para el gobierno estuvo en las Antillas.
En Cuba había desembarcado a fines de junio de 1869 Caballero de Rodas, que llegaba como nuevo capitán general con el mérito de haber sometido las revueltas federales de Andalucía. Mientras Prim negociaba con los Estados Unidos, Caballero de Rodas y el ministro Silvela proponían a los independentistas cubanos un plan de sumisión, como requisito, luego la amnistía y después votar por la autonomía o la independencia. Los Estados Unidos mantuvieron posiciones ambiguas. Las pretensiones de Prim complicaban el panorama, porque provocaron la negativa de los liberales cubanos, para quienes la esclavitud era innegociable, pues eran propietarios de mano de obra esclava y habían descubierto que la autonomía de las islas podía ser el medio más eficaz para evitar que la metrópoli legislara la abolición de la esclavitud. Simultáneamente las tropas de «voluntarios» financiados por los esclavistas impedían la vía autonomista con su práctica de «tierra quemada». La guerra no acababa, era sobre saqueos e incendios, más que de batallas militares. La metrópoli no pudo enviar más hombres porque las insurrecciones federales boicotearon las quintas y obligaron a concentrar al ejército en la Península.
La llegada del demócrata Manuel Becerra al ministerio de Ultramar desalentó al partido español de las Antillas. La Constitución seguía sin aplicarse y no se definía el estatuto de las islas, si eran provincias o colonias. Además, decretó la organización de ayuntamientos, el establecimiento de una casa de moneda en la Habana y la aplicación de las leyes de enjuiciamiento civil y de sociedades anónimas, para regularizar las relaciones ciudadanas, al menos en los aspectos mercantiles, dictando órdenes sobre aduanas, contabilidad y presupuestos, todo ello con un proyecto de ley para declarar de cabotaje la navegación con la Península, suprimir el derecho diferencial de bandera, explotar los cables submarinos telegráficos y racionalizar los presupuestos. Cuando ya tenía preparados dos proyectos de ley, uno declarando libres a los hijos de esclavos nacidos en Cuba después de septiembre de 1868 y a los esclavos que sirvieran en el Ejército español, y otro aboliendo la esclavitud en Puerto Rico, Manuel Becerra salió del Ministerio por presiones de los unionistas sobre Prim.
Sin embargo, Moret continuó con tales proyectos y los presentó a las Cortes, la abolición respondía al resultado de varios factores, desde principios de siglo era ilegal internacionalmente el tráfico de esclavos, en el caso de las Antillas, junto a tal contexto internacional y a la cercana guerra de Secesión en Norteamérica, estaba el hecho de los independentistas que ya prometían la libertad a quienes tomaran las armas o a los esclavos que se sublevaran contra sus dueños españolistas. Ambos bandos se influyeron recíprocamente, porque cuando se aprobó la ley de Moret, respondió Céspedes con la abolición completa de la esclavitud. Y es que la ley Moret, aunque aceptaba el principio abolicionista, escalonaba su práctica para no echarse en contra al partido esclavista de las Antillas, que era el que pagaba la guerra contra Céspedes. Así, Cánovas presentó en las Cortes la petición, en representación de la Unión Colonial, el partido de los esclavistas, exigiendo que no se aboliera la esclavitud. Se aprobó en las Cortes la ley de Moret que penalizaba la esclavitud con un impuesto especial, creaba a los «vientres libres» a partir de su promulgación y liberaba a los ancianos y a los que eran del Estado, además de permitir comprar la libertad a los que hubieran apoyado a las tropas españolas. Preveía la abolición progresiva con indemnización cuando estuvieran los diputados cubanos en el Congreso, esto se postergaría sin miramientos por las presiones de ese poderoso grupo de intereses entre la metrópoli y las islas.
Por lo demás, la guerra no impidió que continuara el tráfico ilegal de africanos. Son estos propietarios los que demandan más soldados para Cuba y presionan a Moret, por medio de Caballero de Rodas, para que sólo salga en la ley lo referido a los «vientres libres». De hecho, Moret estaba preparando la abolición total y en todo caso el establecimiento de un «patronato» de transición hacia la emancipación y libertad. Y es que la cuestión abolicionista se solapaba con el mantenimiento de la colonia. No obstante, Caballero de Rodas aceptó a regañadientes la publicación de la ley, mientras en el debate parlamentario de la misma se habían destapado irritantes obstruccionistas, como el propio Cánovas del Castillo.
Los independentistas estaban en la dinámica de alcanzar sus objetivos, tratando de forzar el apoyo de los Estados Unidos. Continuaron los enfrentamientos esporádicos, acciones guerrilleras, siempre con la notoria inferioridad de las tropas españolas. Las tropas independentistas, bien organizadas, conocedores del terreno, animados en su mayoría por un sentimiento de libertad y patriótico encontraban en frente miles de reclutas españoles, mal vestidos y mal alimentados, transportados obligatoriamente. Además, las enfermedades tropicales producían bajas de hasta el cincuenta por ciento. La guerra, además, era negocio para especuladores.
Por otra parte, en agosto de 1870 también se acordaba la autonomía para Puerto Rico, como fórmula experimental previa para luego negociarla con Cuba. Pero no se empezó a aplicar hasta 1872 y se abolió en 1874, bajo Serrano, la guerra continuará porque existía un obstruccionismo a cualquier fórmula autonómica, sólo era posible la integración total bajo la metrópoli o la independencia. A pesar de todo, la ley que otorgaba autonomía a Puerto Rico se convirtió en un precedente importante para futuras negociaciones en ambas islas.
Desde que el gobierno de Ruiz Zorrilla hiciera de la abolición de la esclavitud y de las reformas en las Antillas una cuestión de Estado, todo valía para boicotear sus proyectos. Además había una fuerte presión norteamericana que se planteaba en la imposición de una tarifa arancelaria especial sobre el azúcar producido con mano de obra esclava.. Los diputados radicales plantearon como primera medida la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, donde sólo había poca mano de obra esclava, y postergar hasta que acabase la guerra la solución definitiva de Cuba (80 por ciento de la fuerza de trabajo). Pero cuanto se hiciera para Puerto Rico, sin duda abriría el camino para Cuba. Además, los radicales de Ruiz Zorrilla y Martos planteaban reformas tan elementales que hubieran supuesto la abolición de la esclavitud en ambas islas y la modificación del sistema de dominio y poder de las oligarquías tanto antillanas como peninsulares. Además, las campañas de la Asociación Abolicionista, arreciaban, exigiendo cumplir sus promesas a Ruiz Zorrilla. Por otra parte, la guerra daba ya un trágico saldo, el de 25.000 bajas, con más de 74.000 soldados o quintos destinados en Cuba. El precio humano, social y económico era demasiado elevado. Por eso, si se quería salvar el sistema democrático, había que dar soluciones a las Antillas y a las quintas, las cuales no se podían abolir sin antes solucionar tanto la guerra cubana como la persistente insurrección carlista. Además al poco de abrirse las Cortes, Ruiz Zorrilla tuvo que reclutar 40.000 quintos más para hacer frente a los carlistas. El gobierno nombró al general Hidalgo, antiguo artillero pasado a la infantería, como jefe de las operaciones contra los carlistas en el norte, lo que desencadenó la dimisión en bloque de los oficiales de artillería. El gobierno los sustituyó pero se encontró enfrente a los conservadores y alfonsinos que aprovecharon para minar el prestigio de la monarquía democrática entre ese sector militar.
Ruiz Zorrilla comienza con urgencia las reformas en ultramar para lograr la paz y poder así cumplir el objetivo de abolir las quintas. Tramita el proyecto de ley de ayuntamientos para las Antillas y el de abolición de la esclavitud, ambos complementarios y ambos con el inmediato rechazo del Centro Hispano-Ultramarino de Madrid, desde donde se orquesta una fabulosa campaña antigubernamental. En tales centros, que controlaban periódicos influyentes en cada provincia, se concentraban esos indianos enriquecidos o los industriales con clientela antillana, o los harineros y trigueros, o los vinateros, o los arroceros, o los que tenían concesiones de servicios como el tráfico naval o el abastecimiento a las tropas... una sólida nómina de intereses solapados con la de poseedores de plantaciones y esclavos en Cuba.
No existían precedentes para tan extraordinario grupo de presión en la vida de un sistema democrático tan joven. Los integrantes del Centro Hispano-Ultramarino de Valencia, que se ponían a la cabeza del movimiento antirreformista, y rechazaban por impolíticas y antipatrióticas las reformas anunciadas. El recurso haría fortuna: rechazar como antipatriótico cuanto se opusiera a los intereses oligárquicos. Así se lo hicieron llegar a Ruiz Zorrilla, además se le unen los demás centros en cuyo nombre el marqués de Manzanedo pedía al rey directamente las exigencias de los centros hispano-ultramarinos que reciben el apoyo de los conservadores y unionistas del prestigio de Cánovas, Caballero de Rodas, etc. En la asamblea celebrada en Madrid en diciembre deciden utilizar todos los medios posibles para impedir la reforma e incluso hacer saber al rey Amadeo que estaba comprometiendo la monarquía, al comprometer la integridad territorial.
2. LA SUBLEVACIÓN CARLISTA.
Cuando se produjo el debate sobre la Internacional, Sagasta trataba de hacerse con las riendas del liberalismo progresista en el poder, pero el tema de la Internacional lo enfrentaba a un Ruiz Zorrilla comprometido con los principios democráticos. Sagasta lanzó un manifiesto del que llamaba Partido Progresista, a la par se publicaba otro firmado por Ruiz Zorrilla y sus correligionarios con el mismo nombre y casi idénticos contenidos. Fernández de los Ríos propuso la unidad en un solo partido progresista, organizó una comisión de entendimiento y fusión de ambas tendencias, pero Zorrilla estuvo firme en no reprimir la Internacional y en defender el respeto a todas las opiniones de los ciudadanos, dos puntos en los que Sagasta se acercaba a los unionistas partidarios de la primacía del Estado sobre los derechos de los individuos. Para Zorrilla los derechos individuales eran ilegislables e irrenunciables. Pero había otro conflicto, el de las Antillas. Sagasta era partidario de la «integridad nacional», opuesto a cualquier fórmula que pudiera suponer el inicio de la pérdida de las colonias. Sin embargo, Ruiz Zorrilla propugnaba la autonomía no sólo para Puerto Rico sino también para Cuba. Así la división de progresistas y demócratas quedó marcada por una lucha de funestos resultados políticos.
Sagasta se encontró, por tanto, en las Cortes frente al partido de Ruiz Zorrilla, además de los carlistas, republicanos y conservadores alfonsinos. Se alió con los unionistas, formó un gobierno para provocar el fin de la legislatura y convocó nuevas Cortes confiando en ganar una cómoda mayoría. A la vista de los resultados, tampoco Sagasta pudo gobernar, ya organizado como partido constitucional, y tuvo que disolver aquellas Cortes convocando otras en el mismo 1872.
Los resultados fueron imprevistos, el balance era claro: ganaban los unionistas seguidos por el Partido Constitucional de Sagasta y el Partido Radical de Ruiz Zorrilla. Es cierto que estos dos juntos podían gobernar, pero además de estar enfrentados, había que contar con otros diputados, federales y carlistas. No era fácil, por tanto, el equilibrio de alianzas. El Congreso lo presidió Ríos Rosas, el incombustible unionista, y al mes, dimitía Sagasta para dar paso a un gabinete de nuevo presidido por el general Serrano, con una sólida nómina de liberales conservadores, los unionistas, se hicieron con las riendas de la política. La figura del diputado fronterizo era normal por la novedad del sistema democrático que permitía una cámara plural y porque los propios partidos estaban en sus primeras andaduras organizativas como tales instituciones de un Estado democrático.
Hasta tal punto llegó el temor de las fuerzas democráticas y republicanas ante la inclinación conservadora del gabinete de Serrano, que hubo un intento de insurrección, pero Ruiz Zorrilla se negó a abanderarla, renunció al escaño y se retiró de la vida política de momento. Después de las elecciones, la asamblea del Partido Federal daba poderes totales a Pi, éste se opuso a la rebelión armada y buscó la conciliación. El pretexto era la invasión armada carlista con el pretendiente Carlos al frente. Se acababa de controlar la insurrección filipina de Cavite, y empezaba un levantamiento carlista cuya mayor fuerza se concentró en Navarra, Guipúzcoa y Vizcaya.. A los tres días de lucha, eran derrotados y el pretendiente volvía a salir de España, pero inexplicablemente el general Serrano, firmaba con los carlistas el convenio de Amorebieta por el que se les reconocía a sus jefes militares el grado que tenían en el Ejército antes de pasarse al bando carlista y se organizaba el intercambio de prisioneros. Simultáneamente, el gobierno proponía suspender las garantías constitucionales, el rey Amadeo I, usando sus competencias constitucionales, se resistió, invitó a Espartero a tomar las riendas del gobierno, éste se negó y entonces recurrió al general Córdoba para formar un gobierno en el que se incorporase Ruiz Zorrilla para salvar la legalidad democrática.
Zorrilla se resistió, le insistieron, hubo comisiones de las milicias ciudadanas y de los ayuntamientos para pedirle que tomara las riendas del gobierno. Cedió y entró en Madrid aclamado y formó gobierno en junio de 1872 con progresistas y demócratas. Sin embargo, al no contar con mayoría en las Cortes, el gobierno suspendió las sesiones, prerrogativa legal que no obedecieron los partidos de la oposición que boicotearon al gobierno por temor a las medidas previstas sobre la autonomía de Puerto Rico y la puesta en marcha de la ley Moret para la gradual extinción de la esclavitud. El gobierno tuvo que dirigirse al país en una circular a los gobernadores prometiendo poner fin a la violencia carlista y, en cualquier caso, proponiendo arreglar la libertad con la libertad misma sin medidas extraordinarias, respetando la Constitución, que establecería el jurado y organizaría el Ejército sobre una base nacional con la inmediata abolición de las quintas y de la matrícula de mar, y prometía regenerar las provincias de Ultramar con las reformas que se negociaran con sus habitantes. Era justo el programa al que se negaban los diputados de la oposición en ambas cámaras, y por eso no quedaba otra salida que la disolución de las Cortes, convocando elecciones con el fin de empezar el nuevo legislativo en septiembre. Amadeo I y su esposa sufrieron un atentado. Como los realizados contra Prim y Ruiz Zorrilla, dejaba el interrogante de si procedían de quienes se oponían a las reformas antiesclavistas.
En ese mes de agosto Ruiz Zorrilla llevó a la firma del rey el cumplimiento de la ley Moret antiesclavista y designó al general Moriones al frente de las tropas del Norte, mientras que se levantaban partidas carlistas en Cataluña. Factor de inestabilidad importante, porque hicieron incursiones por las comarcas industriales y tanto patronos como obreros les hicieron frente en milicias ciudadanas, puesto que la táctica carlista era de sabotaje a las industrias y de saqueo. Por otra parte, un sector de conservadores propuso el retraimiento en las elecciones. El gobierno publicó una circular electoral sobre las reformas que se proponía realizar, destacando de nuevo la abolición total de la esclavitud y la autonomía para las Antillas, así como la supresión del sistema de quintas y de matrícula de mar, junto con el establecimiento del sistema de jurado popular previsto en la Constitución.
Los resultados fueron apabullantes a favor de los radicales de Ruiz Zorrilla, aunque hubo una alta abstención, además del retraimiento y boicot carlista y de sectores conservadores que no obedecieron a sus jefes nacionales. No obstante, los radicales pronto aparecieron divididos entre un ala derecha y un ala de la izquierda de los demócratas. Se abrían las nuevas Cortes y el rey Amadeo I se comprometía a cumplir todas las promesas antes citadas del gobierno, y además deploraba no poder restablecer relaciones con la Santa Sede.
3. LA CRISIS DEL RÉGIMEN Y LA ABDICACIÓN DE AMADEO I.
A esto se añadían situaciones de confusión como la insurrección republicana de La Coruña. Costó grandes esfuerzos mantener la unión, porque Pi y Margall, Castelar y Roque Barcia condenaron las actitudes insurgentes, pero de nuevo la recluta de quintos fue la espoleta para recurrir a las armas y formar partidas. A los republicanos se les aplicaba la Ley de Orden Público y más de mil fueron condenados en consejo de guerra, aunque los dirigentes nacionales anteriores pidieron el indulto. Los republicanos ya estaban escindidos en dos grupos, los intransigentes habían dimitido en noviembre del directorio y habían montado un consejo provisional y exigían la revolución social, organizando comités secretos dentro del propio partido contra la dirección de Pi que se oponía a la insurrección armada. Los intransigentes trazaron un programa de insurrección: abolición de quintas, creación de un ejército de voluntarios, cese de empleados, revisión de contratos de ferrocarril, nacionalización de bancos, regulación de precios, democracia directa, justicia libre y reforma agraria.
También en diciembre de 1872 intentaban una nueva insurrección sincronizada en núcleos obreros y ciudades que fracasó, pero que añadió más malestar. Porque, mientras tanto, los carlistas, que, gracias al general Serrano, contaban con el estatuto de potencia militar casi estatal, se reunían para lograr fondos, recaudaban en las zonas que controlaban y elevaban a Dorregaray a la jefatura militar. No lograban extender su área de influencia, aunque hizo su aparición la trágicamente famosa partida del cura Santa Cruz que logró reclutar mozos hasta levantar la guerra en las comarcas vascas, y le dio a la guerra el carácter de bandolerismo cruel, fusilando liberales y provocando la emulación de otros curas. El impaciente aspirante Carlos emitía miles de cartas y órdenes expresando sus esperanzas, recogía armamento pero sin lograr dar eficacia a sus filas. Pero el general Primo de Rivera no lograba derrotar las partidas carlistas porque estaba más pendiente de la política de Madrid que de los carlistas.
Las guerrillas carlistas constituían un factor permanente de acoso a la monarquía democrática que entorpecía las previsiones del gobierno. Pero el problema más serio y peligroso estaba en la Liga Nacional constituida contra las reformas en las Antillas, que cercó al gobierno desde distintos frentes. La escalada contra Ruiz Zorrilla se graduó. El partido de Sagasta se retiró de las Cortes por considerar que se estaba poniendo en peligro la integridad nacional. Se anunciaba la abolición inmediata de la esclavitud en Puerto Rico, y el Casino Español de La Habana y todos los esclavistas se dirigían al rey en contra de las reformas exigiendo directamente a Amadeo I que no se presentasen en las Cortes los proyectos. También se oponían a los proyectos de democracia municipal, porque la Ley de Ayuntamientos hubiera supuesto en las islas el sufragio universal masculino por primera vez. El objetivo era el mismo en la metrópoli y las colonias: detener al gobierno.
Cuando llega a las Cortes el proyecto de ley abolicionista, se reúne la diputación de la nobleza española y se pronuncia en contra. Pero gracias a la ley Moret, al fin se liberaron 30.000 esclavos. Los primeros días de 1873 fueron de agitación constante de estos círculos, que se organizaban en Liga Nacional por todas las ciudades para frenar las reformas. En la Liga estaban los alfonsinos dirigiendo los movimientos abiertamente, aglutinan a las más influyentes propietarios agrarios, comerciantes e industriales, además reclutan y pagan voluntarios para Cuba e inundan las Cortes de escritos.
Pero el gobierno no cedía. Y se reanudaban las sesiones de las Cortes con medidas como la secularización de los cementerios, la reforma de impuestos sobre títulos y cruces de la aristocracia y sobre todo el proyecto de abolición de quintas y matrícula de mar y los presupuestos. Siguen los proyectos con las previstas cesiones de atribuciones a los municipios de Puerto Rico, la separación del mando civil y militar y la abolición de la esclavitud. La Liga Nacional arrecia en sus movimientos.
No había respiro en el gobierno, cuando resucita de nuevo el conflicto de los artilleros. Los cargos dados al general Hidalgo soliviantaron los ánimos de aquellos oficiales antiguos compañeros de artillería que no querían ser mandados por él. Córdoba buscó el acuerdo, relevó a Hidalgo y dimitió él mismo, pero no se aceptó el sacrificio de Córdoba; entonces los artilleros pidieron su licencia y el gobierno se la dio, lo que era de hecho la disolución del cuerpo. El rey lo respaldó lógicamente y el gobierno reorganizó la artillería con otros suboficiales y ascendiendo a los sargentos. Los radicales de Ruiz Zorrilla prevén el debate parlamentario de la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, cuentan además con el apoyo de los federales. Sin embargo, el rey ya no encontró más fuerzas personalmente para hacer frente a tanta presión.
El rey vive en una auténtica pesadilla, su mujer se quiere ir. Comunica a Zorrilla, el jefe del gobierno, su decisión pero no logra convencerle de que rechace la idea. Siempre había tenido en contra a la casi totalidad de la aristocracia, borbónica, también había visto normal tener en frente a los carlistas y a los republicanos federales, además ahora se le levantaban los sectores autocalificados como patrióticos.
Rivero reunió ambas cámaras constituyéndolas en convención, que contravenía a la Constitución. No había unidad en el gabinete, la abdicación desencadenaba una tormenta y la Liga Nacional había logrado sus objetivos, paralizar las reformas en las Antillas. Los ataques contra Ruiz Zorrilla se cobraban la caída de la propia monarquía democrática. Al publicarse la noticia de la abdicación, el público rodeó el palacio de las Cortes y se proclamó la República por primera vez en España. Era el 11 de febrero, el día 12 salía la familia de Amadeo hacia Portugal.
LA I REPUBLICA
Se proclamó por amplia mayoría y se eligió un ejecutivo con Figueras de presidente, Castelar en Estado, Pi en Gobernación, Nicolás Salmerón en Gracia y Justicia, Echegaray en Hacienda, Córdoba en Guerra, Beranger en Marina, Becerra en Fomento y Francisco Salmerón en Ultramar. Figueras pidió confianza para la República, y para asegurar la libertad, el orden y la integridad del territorio español. Martos logró la presidencia de la Asamblea. La mayoría de la cámara pertenecía a los progresistas radicales, quienes con demócratas y federales optaron por una solución republicana ante el vacío de poder y antes que volver a la fórmula constitucional de la regencia, preferida por los unionistas. A tal coalición respondía ese primer gobierno, pero el grupo de los republicanos federales estaba sin un liderazgo oficial, porque el consejo de los intransigentes no se había disuelto. Pi y Margall, Castelar, Salmerón y Figueras creían que la legalidad debía afirmarse, sin violencia. Todos habían votado una República sin definir hasta elegir una asamblea constituyente. Incluso dentro del Partido Republicano Federal, no había un solo proyecto.
Para amplios sectores campesinos la República significaba el reparto de la propiedad, o al menos replantearse la estructura de la riqueza agrícola; para un amplio abanico de clases populares suponía el derecho al trabajo y menores cargas contributivas; para otros grupos más reducidos, como los internacionalistas, o los intelectuales del federalismo, era la ocasión para implantar las utopías sociales por las que luchaban. Catalizó, por tanto, expectativas tan diversas y tan anheladas durante décadas que la impaciencia provocó la desunión entre sus defensores. Sin embargo, sus enemigos, las clases propietarias bien articuladas en tomo a los partidos liberales de moderados y progresistas, no dejó de conspirar para destruir todo el programa político, social y económico de la República. Lo lograron en dos fases y una vez más fue el Ejército su brazo ejecutor; primero con Pavía disolviendo las Cortes y dando el poder de nuevo al infatigable Serrano, y luego con Martínez Campos para ya entregar las riendas definitivamente a Canovas, restaurador de la monarquía conservadora de Alfonso XII.
Y siempre, tras esas conspiraciones se encontró el fuerte grupo de hacendados esclavistas que no cesó de entorpecer el desarrollo de los gobiernos republicanos, dando dinero al pretendiente carlista para armamento y soldados. Además, tanto Serrano como Cánovas estaban políticamente unidos a ese grupo de presión. El negrero Zulueta fue la figura prominente de la vida política del momento con los antes citados, y movió con el marqués de Manzanedo, los hilos de la gran aristocracia y de las clases propietarias.
La República llegaba en medio de una desconfianza internacional. De hecho, sólo en el otoño de 1874, cuando la República entraba en unos derroteros de orden empezó a recibir el reconocimiento internacional.
1. LA PRESIDENCIA DE FIGUERAS.
El primer gobierno fue de coalición de radicales con republicanos y fueron los líderes más prestigiosos los que asumieron las principales tareas, era un gabinete de alta talla política y sólida experiencia, sin embargo pronto los acontecimientos desbordaron sus planteamientos.
La respuesta a la abdicación de Amadeo I era previsible en ciertos sectores sociales y políticos, y apareció de nuevo el recurso de constituirse las provincias en juntas revolucionarias, destituyendo a los ayuntamientos donde no gobernaban los republicanos y lanzándose ciertos sectores sociales a la ocupación de las tierras, la abolición de quintas o de impuestos... sucesos que dieron motivo para que la prensa monárquica propagase la sensación de que «república» era sinónimo de caos. A los diez días de proclamarse la República, en la plaza de Sant Jaume de Barcelona los ciudadanos se manifestaban para pedir el Estado catalán. Las diputaciones catalanas acordaron constituirse en Estado federal, quitaron a los militares el mando y los convirtieron en un ejército de voluntarios.
Con eso se las tenía que ver Pi y Margall, partidario de las reformas sociales y coherente defensor del federalismo de los pueblos españoles. Era el nuevo ministro de la Gobernación y había que canalizar, por tanto, esas aspiraciones plurales, incluso opuestas, todas con el común denominador de la impaciencia. Además, se echaron los del Partido Federal a la caza de puestos públicos, discriminando a los radicales, con cuyos votos precisamente se había proclamado la República, o despreciando a los nuevos republicanos, tan necesarios para consolidar el nuevo régimen. Se destrozaba la ampliación de las bases sociológicas del sistema republicano. Eso pasó con los nombramientos en el Ejército, los federales del gobierno tenían que cuadrar el mando militar con los escasos generales adeptos, la Asamblea parlamentaria se declaró en sesión permanente, abolió las quintas como medida para contentar la impaciencia popular y asumió el poder el presidente de la Asamblea, Martos, quien no fue capaz de formar un gabinete. Así Figueras volvió a formar gobierno con mayoría republicana. Se nombraron de inmediato 38 gobernadores civiles para reemplazar a los radicales, pero el gobierno necesitaba la Asamblea, que era de mayoría radical, para hacer una República estable.
Pi, al frente de Gobernación, ordenó de inmediato la disolución de las juntas revolucionarias formadas y la reposición de los ayuntamientos cesados, lo que ya provocó la primera desilusión, que fue capitalizada por los federales intransigentes. Así, aunque, se lograba la tan ansiada abolición de las quintas, los intransigentes animaban a sublevarse a los que no se licenciaran de inmediato. Pi estableció la milicia republicana, restableciendo los cuerpos de Voluntarios. Serían el contrapeso al Ejército, porque era una milicia de partido, y fue la que salvó al gobierno de la intentona golpista de Serrano y otros. La abolición de las quintas se pensaba suplir con la afluencia de voluntarios contra la reacción carlista y antirrepublicana, pero faltaron fondos para armar a los Voluntarios de la República, y ni siquiera bastó la venta de las minas de Riotinto, además de que al ser mayor la paga a los voluntarios que al Ejército, se creaba descontento entre la tropa permanente. De este modo se formaron dos fuerzas armadas, la una de jornaleros y parados, Voluntarios de la República, en compañías cuya oficialidad era electa por ellos mismos, y otra esa tropa permanente, sometida a una jerarquía de militares en su mayoría partidarios de la monarquía y del candidato Alfonso de Borbón.
Tal situación ya amagó en los sucesos de Cataluña, sometida a la presión de las partidas carlistas, y donde se solaparon además la influencia internacionalista obrera, las aspiraciones federales con claro contenido catalanista y las disputas entre federales intransigentes y el gobierno de la República. Así, la diputación de Barcelona, al haber proclamado el Estado catalán, se erigió en máxima autoridad militar pero de momento se encauzaron las exigencias federales catalanas y de las Baleares dentro de las previsiones gubernamentales.
Cabe subrayar la definitiva participación de los trabajadores en estos acontecimientos, organizados como tales. Veían en la República federal, la «encarnación de su ideal político y social», este protagonismo era nuevo en la vida política y los federales lo trataban de encauzar doctrinalmente no como lucha de clases al modo internacionalista, sino con la propuesta utópica porque pensaban que se podía alcanzar, organizando el poder desde abajo, la fraternidad ciudadana de personas y pueblos. Sin embargo, mientras amplios sectores populares desplegaban y apoyaban semejante programa, los carlistas hicieron de su guerra una cruzada nacional, y el catolicismo una bandera contra una República atea y anticlerical.
El gobierno tomó medidas rápidas para hacer efectivo su programa. Ante todo, proclamar la legalidad y vigencia de la Constitución de 1869, salvo en los artículos concernientes a la monarquía, hasta que se promulgase una Constitución republicana, y como tareas urgentes, la abolición definitiva de la esclavitud, la organización de los Voluntarios de la República como fuerza militar ciudadana, sin por eso disolver el Ejército y además la abolición de los títulos aristocráticos, para establecer la igualdad ciudadana y como paso previo a la reforma agraria y al replanteamiento de la forma en que se resolvieron los pleitos sobre las tierras señoriales. Medidas cautas, que no bastaban para tantas expectativas como extensos sectores esperaban. Así, los Voluntarios de la República se convirtieron en plataformas armadas para exigir reformas sociales, apremiantes para amplios sectores de unas clases populares al borde de la subsistencia. En estas cuestiones se produjo la convergencia de federales e internacionalistas..
Por otra parte, el conflicto campesino se extendía y se intensificaba. Se ocupaban las tierras de los terratenientes o las comunales para repartírselas. Por otra parte, en Puerto Rico al fin se abolía por ley la esclavitud. También se aprobaba al fin la supresión de la matrícula de mar, o sistema de reclutamiento entre la población marinera, que la tenía injustamente cautiva en su edad productiva, al servicio de la Armada estatal.
El pánico entre las clases propietarias les hacia exiliar capitales y exiliarse ellos mismos a Biarritz, a conspirar para derribar la República. Pero antes lo intentaron desde dentro, las conspiraciones se aceleraron y el general Serrano de acuerdo con el alcalde radical de Madrid prepararon la convocatoria de la Asamblea para quitar el gobierno a los federales y entregarlo al mismo Serrano. Sin embargo, el gobierno, con las milicias de voluntarios a sus órdenes, tuvo preparado un dispositivo que desbaratase tales planes sin derramar una gota de sangre. Al día siguiente se disolvió la Asamblea por decreto, y quedó todo el poder en manos del ejecutivo. Pi y Margall pudo haber proclamado la República federal pero siempre cumplió la legalidad y decidió que había que esperar a la Asamblea Constituyente. La alianza con los radicales se había roto y algunos de sus líderes se fueron al destierro voluntariamente. La situación internacional no era favorable a la República.
Se celebraron las elecciones con una limpieza ejemplar aunque con una extraordinaria abstención. El ministro Pi y Margall pudo contener las impaciencias federales de momento, manteniendo los ayuntamientos hasta las elecciones y enviando circulares a los gobernadores exigiendo neutralidad total para garantizar la libertad en la campaña y ordenando a los jueces que se asegurasen contra posibles irregularidades. Fueron unas elecciones limpias en medio de una intensa campaña de las fuerzas conservadoras que proclamaron el retraimiento y la abstención. Unido a la situación de guerra abierta del bando carlista, resultaba previsible la abstención rebasara el 60 por ciento. La prensa conservadora exageraba el desorden, mientras que los carlistas reactivaron sus partidas. Los resultados fueron rotundos a favor de los federales pero quedaron sombras y apatía en estas primeras elecciones republicanas., los intransigentes quedaron como minoría lo que agudizo su impaciencia y sus ataques al gobierno desde la prensa.
2. LA PRESIDENCIA DE PI Y MARGALL.
El 1 de junio se abrió la Asamblea Constituyente y de inmediato surgieron las divisiones, Castelar y Salmerón encabezaron un federalismo sin contenidos sociales, mientras que el ala izquierda, con Barcia y Contreras al frente, se decantaba por lo que entonces se calificaba como «revolución social», quedándose en el centro un amplio grupo de diputados fluctuantes entre ambas tendencias que fueron el apoyo a los gobiernos de Pi y Margall. La Asamblea había votado a los ministros uno por uno, y cuando a los ocho días Pi solicitó permiso para cambiarlos sin consentimiento de aquélla, ya se advirtieron las divisiones en una cámara
Se votó por unanimidad la República federal como forma de gobierno pero la unanimidad no iba más allá. A Pi y Margall le temían los moderados de Castelar y Salmerón por sus ideas sociales, mientras que los intransigentes federalistas, en algunos casos aliados con los internacionalistas, lo hacían el blanco de sus críticas de modo constante. Pi y Margall nombraba a los 49 gobernadores civiles de los cuales 32 eran catalanes, pero no catalanistas. Las ciudades andaluzas estaban controladas por los intransigentes. La capital se convirtió en un hervidero de rumores golpistas. Al fin llegó la Asamblea Constituyente en la que Pi y Margall pidió a la cámara elaborar con rapidez la Constitución y anunciaba una serie de reformas inmediatas: el reparto de la propiedad agraria, los jurados mixtos de obreros y fabricantes en el ámbito laboral, el control del trabajo de los niños, la efectiva implantación de la enseñanza pública, gratuita y obligatoria, la separación de la Iglesia y Estado y la abolición, al fin, de la esclavitud en Cuba, implantando todas las libertades en aquellas provincias. Además, pedía unión entre todos los federales para salvar la República, prometía la ley pendiente de suspensión de garantías constitucionales y garantizaba que se revisarían las hojas del servicio militar para establecer un sistema de ascenso profesional.
Recogía en su programa viejas aspiraciones y reformas que aunque tuviesen ciertos ribetes radicales en 1873 sonaban a socialismo revolucionario. Pero la principal reforma estaba obviamente en el propio texto previsto como Constitución, fue presentado a las Cortes Constituyentes, y, aunque no llegara a promulgarse, para «asegurar la libertad, cumplir la justicia y realizar el fin humano a que está llamada en la civilización», son metas que marcan el rumbo de esa colectividad que sin ambigüedades se define rotundamente como «Nación Española».
Hay una novedad radical, el título preliminar que es el soporte del resto de los títulos constitucionales: «Toda persona encuentra asegurados en la República, sin que ningún poder tenga facultades para cohibirlos, ni ley ninguna autoridad para mermarlos, todos los derechos naturales». Ya continuación se hacía una declaración de derechos humanos, derechos a la vida, a la seguridad y la dignidad humana, y al libre ejercicio de todos los derechos individuales subrayando de modo especial la igualdad ante la ley, sin olvidar las libertades de industria, comercio y crédito, a partir de tales principios, el constituyente procedía ya a organizar el código fundamental en 17 títulos con 117 artículos.
Totalmente nuevo era el título primero dedicado a la «Nación Española». Constaba sólo de dos artículos, en el primero se definía España como una nación compuesta por Estados. El título II versaba sobre los españoles y sus derechos, se determinaba la obligación de defender a la patria con las armas. También se separaba expresamente la Iglesia del Estado y se prohibía a «la Nación o Estado federal, a los Estados regionales y a los Municipios subvencionar directa o indirectamente ningún culto».
Los títulos III al XIV se destinaban a la regulación de tanto de la separación de poderes, como de las relaciones entre los nuevos niveles de soberanía compartida entre el municipio, el Estado regional y el Estado federal o Nación. Se trataba de una organización constitucional plenamente moderna, modernizadora y radicalmente democrática. El texto muy escrupuloso en el respeto a la igualdad ciudadana, se estipulaba de modo rotundo la independencia del poder judicial.
3. EL LEVANTAMIENTO CANTONAL.
Aunque el texto constitucional se redactó con rapidez para evitar nuevas insurrecciones federales, los acontecimientos se precipitaron. Pi y Margall formó un gobierno con los correligionarios más moderados para poder arreglar la deuda y acometer las reformas sin levantar recelos. Pero todo parecía insuficiente a los intransigentes, mientras que los carlistas arreciaban en sus acciones militares y se hacían públicas las conspiraciones de los alfonsinos, quienes reavivaron la influencia de Serrano entre los militares. Por eso, Pi y Margall consideró necesario pedir poderes extraordinarios para controlarlos. Sin embargo, los sucesos desbordaron al gobierno precisamente desde las posiciones federales intransigentes y desde los núcleos internacionalistas. La última semana de junio fue tensa en Cataluña, con un ejército incapaz de acabar con los carlistas y un enfrentamiento en Barcelona entre federales e internacionalistas, por un lado, y por otro la milicia ciudadana controlada por las instituciones. Sin embargo, las mayores tensiones se produjeron desde finales de junio a mediados de julio en comarcas andaluzas, murcianas y valencianas. Los motines sociales pidiendo tierras y la reformas sociales empezaron en Andalucía, se organizó un Comité de seguridad pública y proclamaron el cantón, redujeron la jornada laboral a 8 horas y los alquileres en un 50 por ciento, confiscaron los bienes de la Iglesia y las tierras sin cultivar para repartidas entre jornaleros. Sin embargo, el gobernador La Rosa, nombrado por Pi, restableció el orden y pudo evitar que el ejemplo se propagase.
Los carlistas amenazaban las ciudades de Irún y Bilbao, y chantajeaban a la Compañía Ferroviaria del Norte. Además ejecutaban en masa a los carabineros del Estado. Sin olvidar apoyos significativos internacionales. En tal situación se discute en la Asamblea Constituyente la suspensión de las garantías constitucionales, se rechaza que sólo sea en las provincias vascas. La notoria falta de coordinación entre los republicanos facilitó a los carlistas algunos éxitos militares que la prensa conservadora jaleó. El 15 de julio ya estaba media España levantada cantonalmente.
El manifiesto del madrileño Comité de Salvación Pública, presidido por Roque Barcia, pidió que se formaran comités análogos en provincias. Ese comité había programado el levantamiento general de los federales, sin esperar a la Constitución. El gobierno de Pi estaba entre tanto preocupado por los sucesos desencadenados en la industrial Alcoy, a partir de la huelga iniciada en la papelera, ocasión que los internacionalistas aprovecharon para proclamar la huelga general, adueñarse del ayuntamiento y constituirse en comuna colectivista. Arrasaron fábricas y casas, mataron a los agentes de la Guardia Civil, y también al alcalde republicano. Excesos de los que toda la prensa dio cumplida información, como también informaron de los sucesos similares ocurridos en Toro. Pi y Margall ordenó al general Velarde que restableciera el orden, pero fueron necesarios más de 6.000 soldados para derrotar a los obreros que se habían hecho fuertes en la ciudad de Alcoy. También el general Ripoll tenía órdenes de Pi de controlar Andalucía desde Córdoba, nudo ferroviario.
Una vez más los sucesos desbordaron al gobierno. En un mitin celebrado el 11 de julio en Cartagena, agentes del comité de Madrid, aprovechan el malestar por los marinos sin licenciar todavía cuando estaba abolida la matrícula de mar. Por las circunstancias de la plaza, con base naval y un cinturón de fuertes que la hacían inexpugnable, los intransigentes decidieron hacer de esta ciudad el centro de la revolución federal cantonal. El general Contreras desde Madrid; se hizo con el mando. Pi aceleró la redacción de la Constitución pensando que eso contentaría a los intransigentes, pero la dinámica de la insurrección era imparable. Al día siguiente de presentarse el texto constitucional, Pi y Margall dimitió porque no quería el uso de la fuerza para levantar la España federal. Trató de formar gobierno con todas las tendencias pero se le opusieron los republicanos moderados, ahora más temerosos al programa social federal por lo ocurrido en Alcoy sobre todo. La Asamblea Constituyente votó entonces para presidir el gobierno de la República a Salmerón,. Roque Barcia, desde el comité de Madrid, reactivó la sublevación cantonal contra el nuevo gobierno de Salmerón, y a los pocos días había un rosario de cantones desde Castellón hasta Cádiz, en Sevilla, Valencia, Almansa, Torrevieja, Castellón, Granada, Ávila, Salamanca, Jaén, Andújar, Tarifa y Algeciras. En definitiva, había terminado la fórmula conciliadora del convencimiento de Pi y Margall.
El levantamiento cantonal no se puede reducir ni a la simple maquinación de una minoría exaltada, ni mucho menos a propósitos separatistas. Así, es muy revelador que desde Cartagena se gobernase para toda España, porque se proclamaban el verdadero gobierno de la federación española, con base en el pueblo, frente al gobierno de Madrid que había traicionado las reformas previstas. Formaron, por tanto, un directorio provisional de la federación española, para constituirse en gobierno provisional de la Federación Española, con Contreras como presidente, luego sustituido por Roque Barcia.
Proclaman las reformas de urgente realización, la redención de las rentas forales en Galicia y Asturias, la supresión de una serie de rentas feudales vigentes en las poblaciones más dispares de España. Además replanteaban el modo en que se abolieron los señoríos en contra de las aspiraciones campesinas. Y a continuación enumeraban, con detalle, cuantos privilegios feudales seguían vigentes para declararlos abolidos. Todo ello para concluir aboliendo el registro de la propiedad, sustituyéndolo por uno municipal gratuito, con la consiguiente supresión de lo que calificaban como «absurdo derecho de hipoteca». Además declaraban que todo español tenía derecho a pedir los títulos necesarios para averiguar el valor o precio de las tierras vendidas por reyes o señores feudales. Había una auténtica preocupación por resarcir tantas expectativas frustradas desde que las Cortes de Cádiz empezaron a reorganizar la riqueza nacional, y esto ocurría sobre todo en tomo a la propiedad de la tierra, el mayor conflicto de todo el siglo XIX, los cantonales declaraban que las fincas sin cultivar por sus dueños durante cinco años pasarían a propiedad del municipio, y con éstas y con las comunales el Estado haría lotes para darlas a los colonos y acabar con la servidumbre Pero no era sólo un problema de reparto, también se abolían los gravámenes perpetuos, y se establecía la redención de cualquier censo.
En las reformas económicas, los cantonales reorganizaban los ministerios en función de las competencias previstas para los municipios y cantones, pero las novedades eran reveladoras del espíritu que los animaba. Se establecían los sueldos públicos, se suprimían los coches concedidos a los funcionarios y sobre todo se abolían los gastos imprevistos y gastos secretos en los presupuestos de la República federal española. Más decisiva era la medida de establecer una contribución sobre el capital, como también la creación de bancos agrícolas, industriales y mercantiles para favorecer el «desarrollo de la riqueza desamortizada, de matar la usura y crear familias laboriosas y honradas», siempre a un bajo interés en estos bancos. Todo un programa que expresaba la mentalidad y proyectos sociales que estaban tras del cantonalismo, del carácter profundamente reformista y modernizador en el empeño de suprimir todos los vestigios del antiguo régimen feudal para organizar una sociedad de ciudadanos trabajadores que viviesen de su trabajo, con medios de vida propios para preservar su independencia..
Lo mismo ocurría en Granada, o en Sevilla, en Valencia y Cádiz. El análisis de los decretos de los distintos cantones refleja las motivaciones de tan extraordinaria rebelión colectiva, así como las largas frustraciones acumuladas tras las sucesivas promesas de los gobiernos liberales. Además, los cantonales reconocieron el derecho al trabajo y en algunos establecieron la jornada de 8 horas. Cuando decidían gravar a los ricos, más que por influencias internacionalistas, era por impulso de una ética universal, tales medidas y el alzamiento contra un gobierno legalmente constituido, responsable ante el Parlamento, no fueron precisamente fórmulas idóneas para consolidar la primera experiencia democrática republicana en España.
Por lo demás, los tres focos donde con mayor fuerza actuó el cantonalismo el verano de 1873 estuvieron en el País Valenciano, en Andalucía y en Murcia, sin olvidar ciudades castellanas importantes como Salamanca o Toledo. En Cataluña el carlismo dificultó los movimientos de los federales, y éstos además ya habían experimentado la división interna cuando los internacionalistas los arrastraron a la insurrección, mientras otros sindicalistas lograban con los empresarios la reducción a once horas de jornada y un aumento salarial del 7.5 %, a cambio de defender al unísono los intereses proteccionistas del sector industrial. Por eso, cuando las partidas carlistas quemaron el ateneo obrero de Igualada, los trabajadores apoyaron al Gobierno de la República y no siguieron a los federales intransigentes. Tenían muy cerca el enemigo absolutista y clerical. Sin embargo, en Alcoy, núcleo igualmente industrial, fueron los obreros los protagonistas del cantón. También tuvieron un papel destacado los internacionalistas en las poblaciones de Jerez. La Igualdad, periódico federal cercano a Pi y Margall, llegaba a culpar del desencanto y del fracaso federal a los internacionalistas. No era así, los internacionalistas tuvieron peso en contados cantones, pero lo cierto es que sus proclamas reactivaron y reagruparon a los conservadores, retraídos oficialmente, aunque conspirando siempre.
4. LAS PRESIDENCIAS DE SALMERÓN Y CASTELAR.
Los federales seguidores de Castelar y de Salmerón temían que los intransigentes llevarían al caos internacionalista, y que esto facilitaría el triunfo de la reacción carlista. Por eso se declararon unitarios frente a los federales de Pi y Margall. Eran mayoría en la Asamblea Constituyente, derrotaban a Pi, encargando a Salmerón formar gobierno, quien contó con personas sin veleidades federales. Salmerón organizó tres expediciones militares para someter a los federales cantonalista. Para satisfacer al estamento militar reorganizó el cuerpo de artillería reponiendo a los cesados, disolvió los regimientos que habían confraternizado con los cantonales, declaró piratas a los buques sublevados en Cartagena e invitó a las escuadras inglesa y alemana a intervenir. Autorizaban a procesar a los diputados insurgentes, tildados de separatistas y además abrió la persecución contra la Internacional. El impacto de la entrada de Pavía, fue enorme en Andalucía y creó temor en el resto de los cantones. Por eso fue más fácil su marcha de control y disolución de los cantones de Cádiz, Algeciras, San Roque, Granada y Málaga... También Valencia resistió durante cinco días a las tropas de Martínez Campos sin embargo, Cartagena supo resistir al cerco y su defensa duró hasta enero de 1874. El final fue de dura represión, entre tanto, Salmerón decretó la militarización de los Voluntarios de la República; los sometió a la autoridad militar y nombró a generales alfonsinos para derrotar a los carlistas. Los alfonsinos, por su parte, al verse imprescindibles desde sus responsabilidades militares, conspiraron abiertamente. La ex reina Isabel II había nombrado como jefe oficial de los alfonsinos, y todo el mundo conocía las reuniones celebradas con los militares.
El principal problema para la República desde agosto de 1873 estuvo no sólo en el recrudecimiento de la guerra carlista, sino en haber perdido el control de las bases federales y haber tenido que recurrir a la jerarquía militar alfonsina para derrotar a unos y otros. El ejército carlista llegó a contar desde ahora con casi 70.000 hombres distribuidos por el País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña y comarcas del País Valenciano. Se habían organizado como tropas disciplinadas, trataron de controlar el terrorismo y se pertrecharon con cañones ingleses y fusiles franceses. Hubo combates sangrientos, el pretendiente estableció su cuartel y su corte en Estella, tratando de articular un embrión de estado carlista. Serrano fue sustituido por Moriones y éste logró limpiar Aragón y derrotar a los carlistas, mientras en Cataluña seguían las tácticas de movimientos permanentes de los carlistas .
Los acontecimientos políticos en Madrid tomaron otro rumbo imprevisto. Salmerón, paradójicamente impasible ante las ejecuciones sumarias ordenadas por Pavía al disolver el cantón de Sevilla, sin embargo dimitía de la presidencia del gobierno porque la Asamblea no votaba en contra de la pena de muerte, algo que él había combatido toda la vida. Votaron a Castelar como presidente de la República. Salmerón pasó a presidir las Cortes que dieron plenos poderes a Castelar para acabar con la guerra carlista. Castelar gobernaría mediante decretos, con lo que resultó investido de «una dictadura amplia y absoluta, de la que no abusó. Inspiró confianza y hasta los conservadores dejaron de conspirar. Castelar movilizó a los reservistas, encomendó la dirección de la artillería al general Zavala, acentuó la persecución de los internacionalistas, y contó con el apoyo de los conservadores y de los radicales.
En una serie de decretos, suspendió las garantías constitucionales y establecía la censura de prensa. Buscaba el apoyo de los radicales y conservadores que decidieron volver, entre ellos Cánovas que llegó para dar nuevo impulso a la propaganda alfonsina. Los radicales de Martos, que se pronunciaban a favor de la República unitaria, como también lo hacía García Ruiz, con manifestaciones rotundamente antisocialistas o contra cualquier reforma que sonara a internacionalismo. Repitieron los radicales su apoyo a Castelar en un manifiesto en el que proclamaban su vuelta a la política, pretendiendo negociar con Castelar los puestos de diputados para la convocatoria de elecciones después del 2 de enero.
Por lo demás, al conflicto carlista se añadió el recrudecimiento de la guerra en Cuba. La República había suscitado nuevas esperanzas en los cubanos y también duros presagios en los esclavistas. De hecho, nada más comenzar la República, se legislaba al fin la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, y se declaraba vigente en la isla el primer título de la Constitución de 1869, auténtica declaración de derechos humanos. Sin embargo, cuando cayó la República a manos de Martínez Campos, el gobernador recobró las anteriores facultades omnímodas y disolvió la diputación provincial. En Cuba no había decisiones democráticas al respecto, porque el federal Soler Capdevila presentó a la Asamblea el proyecto de extender a los cubanos libres todos los derechos de la Constitución de 1869, sin atender a los esclavos siquiera, pero se opuso la mayoría de la cámara, porque, según razonó la comisión de Ultramar, la distancia y sus diferencias geográficas no permitían la igualdad con los ciudadanos españoles. A lo más que se llegó bajo Figueras es a dejar sin efecto los embargos de los sublevados, y luego más tarde Castelar, suprimió los poderes todavía omnímodos del capitán general. Castelar trató de racionalizar la justicia y que la provisión de cargos de carrera judicial en las Antillas dependiera, como en España, del Tribunal Supremo. Sin embargo, la presión de la Liga Nacional de hacendados y propietarios seguía siendo tan fuerte como antes, y enviaban una nueva exposición avalada por más de 12.000 firmas pidiendo el aplazamiento de las reformas. Era su táctica permanente, el aplazamiento.
Los republicanos no tuvieron ni fuerza ni recursos para tomar decisiones más coherentes, mientras seguían elevando el número de tropas que defendían los intereses de esas oligarquías metropolitanas e insulares, en su mayoría financiadas por esos propietarios y hacendados. La guerra seguía desarrollándose con ferocidad, los «voluntarios españoles» practicaban la política de tierra quemada. Por otra parte, aprovechando la situación interna de los gobiernos federales, los independentistas cubanos desplegaron un contrabando activo para abastecerse de armas. Mientras tanto, la esclavitud en Cuba seguía sin resolverse y la organización constitucional de la isla tampoco avanzaba. El grupo de los hacendados se había hecho imprescindible para conservar el control peninsular de las Antillas.
En el otoño de 1873, la atención estaba puesta en dos asuntos prioritarios, acabar con el ejército carlista y establecer el mecanismo político para cuando terminara el periodo de excepcionalidad de Castelar. Los carlistas estaban enseñoreados de Guipúzcoa y tenían financiación que se sospechaba proceder de los esclavistas cubanos. En Cataluña, al no tener unidad de mando, sólo fueron capaces de ocupar poblaciones por sorpresa. La táctica de las partidas también funcionó en el Maestrazgo. Hubo un momento en que también resurgieron las partidas en la Mancha. En tierras del Duero también hubo un intento que fracasó.
Conforme se avecinaba la fecha con las Cortes en pleno, las maniobras y las tensiones contra la República se acrecentaban, mientras no cejaban las divisiones entre los republicanos. Los alfonsinos no se recataban en lanzar la amenaza de sublevarse caso de abolirse la esclavitud también en Cuba y de ampliar las reformas. Castelar estaba dispuesto a aplazar tales cuestiones con tal de ganar la guerra a los carlistas y ahí es donde no contó con sus correligionarios. Salmerón se erigió en su rival y se opuso a los manejos electorales previstos por Castelar para repartirse los escaños con los radicales y conservadores, y criticó que la República dependiera cada vez más de generales claramente monárquicos alfonsinos como Martínez Campos y Jovellar, o el conservador López Domínguez, y el radical Pavía. Salmerón se aproximó a Pi y a Figueras, mientras que Castelar se entrevistaba con Pavía y éste sugería posponer la apertura de las Cortes previendo que censuraría a Castelar la mayoría federal. Castelar había confesado que estaba resuelto a fundar la República en el orden, a aumentar el Ejército, a salvar la disciplina, pero siempre «dentro de la legalidad», sin golpismo contra las Cortes soberanas. Sin embargo, López Domínguez, le respondía dando un aviso rotundo de que estaba ya preparado el golpe de Estado. De hecho, de las soluciones que se barajaron, concluyeron que no estaba madura la restauración de la monarquía con el príncipe Alfonso, ni tampoco se podía justificar la dictadura, por eso optaron por la República unitaria como fórmula sin definir en su legalidad.
5. DEL PRONUNCIAMIENTO DE PAVÍA AL DE MARTÍNEZ CAMPOS.
Castelar defendió ante las Cortes su uso de los plenos poderes entregados por la cámara soberana y pidió un voto de confianza para continuar. Pretendía formar dos partidos dentro de los republicanos, el conservador y el progresista, pero Salmerón, presidente de la Asamblea, lideró la oposición, y la votación se hizo, derrotando a Castelar. Se negociaba un gobierno con Eduardo Palanca al frente, un federal de centro, y decidido partidario de la abolición de la esclavitud en Cuba. Por eso había urgencia en cerrarle el paso porque los integrantes de la Liga Nacional negrera conocían bien sus intenciones. Además hubiera estado detrás suyo el propio Pi y Margall. Por eso, al saberse el rumbo de los propósitos de las Cortes, el capitán general de Madrid, Pavía, ocupaba las calles con las tropas y él mismo entraba en las Cortes mientras se realizaba el escrutinio para el nuevo presidente del ejecutivo. Castelar, por tanto, era todavía presidente del gobierno, como tal destituyó a Pavía y recibió por unanimidad el voto de confianza que antes se le había negado, pero ya era tarde: los soldados ocuparon el salón de plenos, dispararon para amedrentar a los diputados y éstos se disolvieron.
La milicia ciudadana de Madrid estaba disuelta. Pavía había disuelto por la fuerza el poder legal de las Cortes y trató de unir a Castelar, Cánovas y Martos en un mismo gobierno. Ni los representantes de los partidos ni los generales se pusieron de acuerdo, y entonces Pavía amenazó con la dictadura puramente militar, con la ordenanza como código constitucional. Entonces, los radicales, los conservadores y los republicanos unitarios acordaron recurrir de nuevo al general Serrano, porque detrás del golpe estaban tanto los esclavistas, ahora ardientemente arropados por el republicanismo unitario, como las clases propietarias peninsulares nerviosas por las intenciones reformistas de los federales. El gabinete formado por Serrano era un gobierno parecido a lo que se pretendió cuando la intentona golpista del 1873.
La primera acción del gobierno fue suspender de nuevo las garantías constitucionales y declarar vigente la Ley de Orden Público de 1870. De inmediato recibió el reconocimiento de Alemania y de las repúblicas americanas. Se volvió a decretar la disolución de la Internacional, el gobierno deportó a más de 5.000 destacados militantes internacionalistas y cantonalistas que nunca volverían, descabezando por un tiempo el activismo político de ambas tendencias. Fueron los líderes anónimos de Andalucía, Murcia y País Valenciano los que sufrieron los rigores de la represión, porque algunos salvaron la situación de distinto modo. Pero estos casos no mataron el republicanismo, que se mantuvo en otros muchos personajes, como los que luego crearían la Institución Libre de Enseñanza.
Quedaba acabar con el ejército carlista para estabilizar el nuevo régimen, o crear otra nueva legalidad republicana. Los radicales de Martos y Echegaray empujaban en esta segunda dirección, incluso querían arreglar el asunto de la esclavitud en Cuba, y por eso el ministro de Ultramar avaló un plan de supresión gradual, siguiendo las directrices del negrero Zulueta. Pero cuando ese proyecto se presentó sucedió la primera crisis ministerial del gobierno de Serrano. Salían los radicales y quedaba todo el poder en manos de los constitucionalistas de Sagasta. De nuevo el conflicto provocado por los antiabolicionistas desencadenaba la crisis de un gobierno.
Por lo demás, los carlistas concentraron sus energías en asediar Bilbao, ciudad bastión del liberalismo desde 1833, y que además podía avalar el rango estatal de la estructura carlista y obtener más créditos internacionales para abastecer las tropas. Cartagena ya estaba rendida y entonces Serrano tomó el mando directo de las operaciones contra los carlistas y logró levantar el asedio. Tuvo que marcharse de inmediato a Madrid, porque justo tuvo lugar la citada crisis ministerial, provocada por el plan de abolición gradual de la esclavitud en Cuba. Los carlistas se repusieron y trajeron de cabeza a los sucesivos mandos, en Cataluña, controlaron toda la provincia de Girona y operaban por las provincias de Barcelona y Lleida.
Pero tampoco estaba exento el bando carlista de rivalidades y tensiones. Las hubo entre las diputaciones constituidas por los carlistas en Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, o con el obispo de Urgell, o enfrentamientos entre los líderes porque los triunfos aumentaban las aspiraciones políticas de los carlistas creyéndose ya ministros bastantes de ellos. Las intrigas se multiplicaban en el entorno del pretendiente Carlos, quien se veía obligado a ratificar sus sentimientos católicos y monárquicos, pero tranquilizando que no permitiría ni el «espionaje religioso ni el despotismo», que no molestaría a los compradores de la desamortización, que quería una legítima representación del país en Cortes y además tenía que proclamar que no estaba dispuesto a reimplantar el tribunal de la inquisición porque tales métodos ya no eran propios de las sociedades modernas. Estos términos les parecieron demasiado liberales a bastantes de sus seguidores, y fueron las diputaciones vascas las que llevaron las riendas del conflicto, al organizarse como verdadero poder, implantaron servicios administrativos, compraron cañones y municiones, firmaron empréstitos y anticipos, y desplegaron una activa recluta de hombres y recursos para la guerra.
Desde mayo de 1874 Serrano había encomendado el gobierno al general Zavala quien formó gabinete, sin los radicales. El gobierno afirmaba que, aunque todos procedían de un mismo sector político, querían gobernar sin banderías políticas, porque representaban la regeneración nacional, y preveían consultar al país, para que decidiera sobre su destino. La realidad es que Sagasta se hizo con las riendas del poder y estuvo más atento a reprimir a los sectores situados a su izquierda política que a controlar a los alfonsinos. Mientras suspendía los periódicos de la oposición, dejaba que los alfonsinos promovieran abiertamente la vuelta de su candidato Alfonso, recogiendo incluso a carlistas desengañados y a los decepcionados o amedrentados por la revolución federal, sin olvidar la propaganda en el Ejército como soporte de fuerza para la restauración.
La guerra contra los carlistas se prolongaba con altibajos. Pero sus incursiones eran cada vez más atrevidas, se vengaban a su paso de los liberales fusilando indiscriminadamente. Eran expediciones de castigo y recaudación. Sin embargo el general Jovellar controlaba el Maestrazgo en parte, y en el norte los liberales se estaban imponiendo al ejército carlista. Por eso, las conspiraciones de los generales alfonsinos arreciaron, cabía la posibilidad de que se estabilizara la República de Serrano y de que se instaurase una legalidad nueva tal y como prometía Sagasta.
Tan conocidas eran las conspiraciones que el gobierno dispuso el destierro a otras provincias de los alfonsinos más notorios, pero no impidió en nada la conspiración, que seguía firme bajo las riendas de Cánovas. Con motivo del cumpleaños de Alfonso de Borbón, éste publicó una carta-manifiesto en el que concluía con su definición: buen español, buen católico y verdaderamente liberal. Usaba la forma de una carta dirigida a los compatriotas y proponía el «restablecimiento de la monarquía constitucional». Quedaba por precisar el tipo de Constitución con que se dotaría la monarquía. Tras el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874, que restaura la monarquía, el nuevo gobierno de Cánovas actuó sin cortapisas tratando de contrarrestar las medidas tomadas en el Sexenio Democrático. Y una vez más aparecían los intereses esclavistas, porque no les convenía el proyecto de Sagasta que podía legitimar la República o hacer reaparecer el abolicionismo, o volvieran a replantear tantas cuestiones pendientes sobre las tierras desamortizadas. Además, la creación del Banco de España había quitado al Banco Español de La Habana el monopolio de contratar empréstitos con el Tesoro cubano, y no era casualidad que el hombre fuerte del banco cubano fuese el mismo hermano de Antonio Cánovas del Castillo, que recibía el título de conde del Castillo de Cuba y que había movilizado los recursos necesarios para la causa alfonsina en 1874.
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