miércoles, 29 de septiembre de 2010

LA AGRICULTURA

Pese a que la expansión de la economía española durante el siglo XVIII se apoyaba sobre un sector agrario que absorbía a más de 70 % de la población activa, el crecimiento de la agricultura fue menor que el demográfico.
Durante la primera mitad del Setecientos, la agricultura conoció una cierta expansión que fue perdiendo impulso a partir de los años sesenta, siendo ya entonces perceptible un cierto cansancio, hasta bloquearse en la década de los ochenta, cuando las malas cosechas se hicieron más frecuentes y surgieron graves problemas de abastecimiento, generalizándose las carestías y las crisis de subsistencia.
Las causas generales de esa evolución pueden resumirse en la falta de flexibilidad del marco productivo, la pervivencia de sistemas de explotación y de propiedad poco evolucionados, y en la timidez de las medidas reformistas destinadas a corregir las carencias estructurales del agro hispano.
El modelo agrícola español del XVIII se hallaba todavía muy condicionado por la fuerte pervivencia de rasgos tradicionales . Entre ellos destacaban los siguientes:
a) La escasez de capitales, ya que la renta agraria fluía en porcentaje considerable hacia la Iglesia y la nobleza, y una parte sustanciosa de ésta no se transformaba en capital al ser redistribuida en forma de asistencia o gastada en mecenazgo por la Iglesia, o absorbida en gastos no productivos por la aristocracia;
b) La nada significativa modificación tecnológica en el utillaje agrario y en los fertilizantes, y la inercia en la práctica de cultivos tradicionales, en los que el barbecho seguía siendo pieza fundamental;
c) Como consecuencia de lo anterior, al quedar muy reducida la posibilidad de lograr un incremento de la producción mediante la intensificación, la única opción posible era la extensiva, mediante la roturación de tierras, en muchos casos, marginales;
d) El peso considerable de la propiedad amortizada, que no sólo encarecía el precio de la tierra, sino que condicionaba, en gran medida, el funcionamiento del sistema agrario;
e) La falta de un mercado interior suficientemente articulado, ya que, como ha probado fehacientemente Gonzalo Anes , los precios de la España interior y del litoral mantuvieron fuertes contrastes a lo largo de toda la centuria.
Pese a que estos aspectos tradicionales siguieron actuando decididamente sobre el campo español, una más detallada aproximación a la realidad española del siglo XVIII nos ofrece un mapa agrícola diferenciado en el que, como mínimo, es posible distinguir tres grandes realidades agrarias: la atlántica, la de la España interior, y la mediterránea.
La agricultura atlántica
Galicia, la cornisa cantábrica y el norte de Portugal compartían una agricultura dotada de dos caracteres específicos: el maíz como cereal básico y determinante del sistema de cultivo, y una acusada fragmentación de la propiedad. El maíz, cuyo cultivo se expandió en el siglo XVII e hizo posible el logro de las más altas densidades demográficas de España en la Galicia costera, era el cereal dominante en el litoral, haciendo posible la rotación trienal sin barbecho, cultivándose los dos primeros años maíz y dedicando el tercero a cereales de invierno (trigo o centeno) o a lino, plantas forrajeras y leguminosas. El mantenimiento de este sistema de cultivo sólo era posible gracias al abono animal, con lo que una adecuada asociación agricultura-ganadería aparecía como indispensable, y es conocido que en Asturias la extensión del maíz hizo necesario tener un mayor número de cabezas de ganado para estercolar adecuadamente las parcelas.
El segundo carácter repercutía negativamente en sus posibilidades de desarrollo agrario. La fragmentación de la propiedad y la acusada parcelación de las tierras de labor, sobre todo en Galicia, era un factor regresivo y de empobrecimiento que venía a incidir sobre territorios densamente poblados y cuya capacidad de ampliar la superficie cultivada estaba prácticamente agotada. Pérez García ha calculado en 1'6 Has. el tamaño de la explotación media en el litoral gallego, y las dos terceras partes de la tierra se hallaban cedidas en arriendos a largo plazo o foro, una realidad con pocas posibilidades de desarrollar un trabajo agrario de alto nivel técnico. En el País Vasco, la Sociedad Bascongada de Amigos del País denunciaba en la segunda mitad de siglo el excedente demográfico que amenazaba con hacer definitivo el estancamiento a que había llegado la agricultura, al imposibilitar la introducción de mejoras organizativas y tecnológicas. Un problema compartido por Galicia y Asturias, que por sus altas densidades, hacía que la relación recursos/población ofreciera pocas posibilidades para superar la barrera a la que había llegado el desarrollo de su modelo agrario, y que anunciaba la crisis del campo en la España atlántica del siglo XIX.
La agricultura de la España interior
Frente a la España atlántica de las altas densidades, se encuentra la España interior caracterizada por su baja densidad demográfica. En ella se incluyen las zonas montañosas de Burgos, León y las tierras del Sistema Central, las llanuras de la submeseta norte, y Castilla la Nueva, Extremadura, Andalucía y Aragón. Si bien hay peculiaridades regionales indudables en un territorio tan extenso y diverso, el conjunto está dominado por una agricultura basada en el cereal, con presencia del barbecho en todos los sistemas de cultivo, y con abundante ganadería ovina para el aporte de los imprescindibles elementos fertilizantes.
El trigo, la cebada y el centeno, seguidos a gran distancia por el viñedo, son los cultivos emblemáticos de esta España interior. Su producción conoció un incremento desde finales del XVII hasta mediados del XVIII, momento en el que los niveles productivos comenzaron a crecer más lentamente hasta estancarse en el último cuarto del Setecientos, obligando a que regiones como Andalucía necesitara acudir al recurso de la importación de grano vía marítima ante un déficit que se hizo crónico en la segunda mitad. No hay constancia que se produjeran en el siglo ilustrado modificaciones sustanciales en el utillaje agrario empleado, en los sistemas de cultivo, ni tampoco una ampliación del regadío, excepción hecha de la construcción del canal Imperial de Aragón que sí posibilitó un notable incremento de la producción en la Ribera del Ebro cuando sus obras finalizaron en 1790. En consecuencia, las potencialidades transformadoras del agro en la España interior fueron poco relevantes, y sus bases técnicas no conocieron innovación alguna. García Sanz y Álvarez Santaló, tras recoger en los protocolos notariales numerosos inventarios de implementos utilizados por labradores segovianos y sevillanos en el siglo XVIII, verificaron que el arado romano y el trillo seguían siendo componentes básicos del utillaje agrícola. El sistema trienal (barbecho-cereal-baldío), y el bienal o de "año y vez" (barbecho-cereal), siguieron siendo los tipos de rotación utilizados, permitiendo la uso del rastrojo entre la siega y la primera labranza del barbecho.
Si el crecimiento de la producción fue posible en la primera mitad del siglo, no obstante el inmovilismo técnico reseñado, se debió a la ampliación de la superficie cultivada mediante la roturación de tierras incultas, pero un modelo de crecimiento basado estrictamente en la extensión, y con rendimientos mediocres, encontró en la década de los sesenta dificultades para seguir desarrollándose. El estancamiento estructural se vio, además, condicionado por un marco jurídico-institucional muy rígido, en el que los privilegios de la Mesta y una elevada concentración de propiedad vinculada en manos de la nobleza y de la Iglesia condicionaba negativamente las inversiones y la apropiación y distribución del producto.
La agricultura en la España mediterránea
Es en Cataluña, Valencia y Murcia donde se vive un mayor desarrollo agrario. Los bajos índices de población existentes en los inicios del siglo XVIII permitió una positiva relación entre las dos fuerzas productivas elementales: la tierra y los hombres.
La extensión de cultivo a tierras yermas fue de gran importancia. En Cataluña, Pierre Vilar ha descrito el proceso de bonificación de tierras insalubres, como el Delta del Ebro, ganado para la agricultura por el esfuerzo de nuevos colonos, o la regresión del bosque, del monte bajo y los carrascales cuyos lindes retrocedieron notablemente ante el auge roturador. En Valencia el paisaje quedó transformado por efectos de la colonización, aterrándose albuferas, drenándose marjales o construyendo abancalamientos en las laderas montañosas. La superficie arrocera extendió notablemente su cultivo por las llanuras litorales próximas a los ríos Júcar y Turia. En Murcia, el avance de las roturaciones fue muy intenso desde fines del XVII a mediados del XVIII en Cartagena, Lorca y en la misma Murcia, afectando a los altiplanos del interior en la segunda mitad de siglo, cuando el incremento de la superficie cultivada produjo tensiones frecuentes con los ganaderos.
Pero a diferencia del resto de España, en la periferia mediterránea la expansión de la agricultura no fue sólo el resultado de un fenómeno de reconquista del suelo, sino también la consecuencia de la intensificación y de la diversificación de los cultivos.
Los progresos del regadío es un elemento determinante de las transformaciones de la agricultura, al hacer posible la supresión del barbecho, aumentar muy notablemente los rendimientos, y permitir la introducción de cultivos hortícolas, frutales, cáñamo o plantas forrajeras. En el litoral catalán las iniciativas individuales para la captación y canalización de aguas fueron numerosas, siendo preponderante el riego a pequeña escala, ya que no cuajaron grandes proyectos hidráulicos, como el canal de Urgell, que no sobrepasará la fase inicial ante su elevado coste financiero. En la costa valenciana, los sistemas de regadío preexistentes de época medieval se ampliaron, construyéndose nuevos azudes y acequias y reparándose presas en desuso, como el pantano de Tibi en Alicante . La prolongación de la Acequia Real del Júcar desde Algemesí a Albal, financiada por el duque de Híjar, o la construcción de la Acequia Nueva de Castellón, fueron inversiones notables que se unieron, como en el caso catalán, el dinamismo de particulares que multiplicaron los pozos, norias y balsas, y construyeron una tupida red de acequias para lograr el máximo aprovechamiento de los recursos hidráulicos. Gracias a ese esfuerzo, la superficie irrigada en la Valencia de finales del siglo XVIII llegaría a superar las 100.000 Has. En Murcia, por último, la ampliación de la red de acequias afectó a la Vega Alta y Media del Segura, y en 1786 comenzaron a embalsar agua los pantanos de Puentes y Valdeinfierno en Lorca, los mayores construidos hasta entonces en España . El control del agua y la posesión de la tierra de huerta eran las bases de la riqueza de la oligarquía murciana del Setecientos.
Las modestas mejoras en el utillaje agrario y en las técnicas agrarias no tuvieron un efecto destacable, quedando limitadas a pequeñas zonas y a iniciativas aisladas. Las labores agrícolas seguían prácticas tradicionales, condicionadas por un insuficiente abonado, y en el secano la rotación bienal o de "año y vez" seguía dominando en las tierras dedicadas al cereal. Fue, no obstante, la diversificación en los cultivos otra característica modernizadora de la agricultura mediterránea, lográndose superar con ella el estrecho marco de la agricultura de autoconsumo. Junto a una agricultura dominada por el cereal y destinada a garantizar la subsistencia de una población en crecimiento, se desarrolló otra orientada al mercado y dotada de gran dinamismo. La vid es el cultivo más característico de esta agricultura orientada a los intercambios, y las cepas dominaron parte de las nuevas roturaciones que se efectuaron en el litoral catalán y en torno a los puertos valencianos desde principios del siglo XVIII, o sustituyeron al cereal en aquellos lugares cuya situación marítima permitía mitigar los problemas de subsistencia mediante la importación de trigo de Sicilia, Cerdeña, el mediterráneo francés o el Atlántico.
Si bien el aguardiente fue uno de los principales artículos del comercio de exportación catalán, y un factor relevante de la acumulación comercial, el arroz pasó a ser el cultivo con mayor dinamismo en la Valencia del Setecientos, componente característico de la dieta valenciana, y con rendimientos próximos, según Enric Mateu , a los 100 Hls. por hectárea, lo cual permitía acumular importantes beneficios a la nobleza, clero y comerciantes urbanos que, siendo el 25 % de los propietarios de arrozales en 1807, controlaban más del 50 % de las 17.700 Has.
La ganadería y la pesca
En la economía campesina, la ganadería era pieza imprescindible. Las faenas agrícolas necesitaban de ganado para las distintas labores que marcaba el calendario, y el estiércol animal era el único fertilizante utilizado; la fuerza muscular del ganado vacuno y caballar era insustituible para el transporte; la manufactura textil pañera se abastecía de la lana de las ovejas merinas, y si bien los preceptos religiosos restringían el consumo de carne un mínimo de dos días a la semana y durante toda la Cuaresma, su consumo era habitual en la dieta de los españoles del Setecientos.
La ganadería lanar era la que predominaba, con diferencia, sobre las demás cabañas ganaderas de España, tanto en número como en rendimiento. Más del 60 % de las cabezas de ganado del país eran ovejas, concentradas en las dos Mesetas, y con densidades muy elevadas en Soria, Burgos y Segovia. Una parte de estos ganados eran trashumantes, y sus propietarios formaban parte de La Mesta, cuyos privilegios seculares se mantuvieron sin merma hasta la década de 1770, permitiendo que en la primera mitad del siglo XVIII la Mesta conociera un fuerte crecimiento y alcanzara un número de cabezas en torno a los 3´5 millones, superior a los niveles logrados en el siglo XVI por la organización mesteña. Sin embargo, a partir de los años setenta, la ganadería trashumante inicia un lento declive a causa de la acción combinada de factores económicos y políticos. Entre los primeros, Ángel García Sanz ha destacado la reducción de los márgenes de beneficios de los ganaderos al aumentar los costos de producción (elevación del precio de los pastos, incremento de los gastos de personal) sin la contrapartida de un ascenso en la cotización de la lana. Entre los políticos, el más importante es la retirada del favor real, y el inicio de una legislación destinada a recortar los privilegios de la Mesta en beneficio de los labradores, permitiendo la roturación de pastos y dehesas, labor en la que destacó Campomanes como Presidente del Honrado Concejo de la Mesta entre 1779 y 1782.
No obstante la importancia de la trashumancia, la mayor parte del ganado ovino era estante y riberiego, y en el secano, donde los sistemas de cultivo imperantes eran el trienal o el bienal, las reses utilizaban el rastrojo, proporcionando el abono necesario para fertilizar los campos.
El ganado vacuno suponía la décima parte del total de la cabaña española. Su mayor presencia se producía en Galicia, Asturias y León, pero era habitual utilizar el buey como fuerza de tracción en la España interior. La carreta de bueyes era en el XVIII, en opinión de David Ringrose , más habitual para realizar transportes a larga distancia que el carro o la galera, impulsadas por mulas, y cuyo uso se generalizaría en el siglo XIX, siendo el conjunto de la cabaña caballar en el Setecientos un 4 % del total.
Más numeroso que el vacuno era el ganado caprino, pero su rentabilidad era menor, ya que sólo era aprovechable su leche y piel, adaptándose a condiciones naturales adversas y utilizando los pastos de menor calidad, por lo que su número era mayor en Murcia y Andalucía que en otras regiones. Y el de cerda tenía interés por constituir el principal aporte de proteínas y grasas a la dieta campesina, siendo importante en Galicia, León y, sobre todo, en los encinares de Extremadura que, según estimaciones de Miguel Ángel Melón , representaba a mediados de siglo el 14 % de la ganadería extremeña.
La pesca, sector todavía mal conocido, concentraba su actividad en el Mediterráneo y la costa gallega, en las que faenaba el 90 % de la flota pesquera española, y con una pequeña participación de la Andalucía atlántica. Los catalanes eran los que dominaban el sector pesquero en esos tres ámbitos geográficos. Conocedores de las técnicas conserveras más avanzadas, los pescadores del Principado crearon factorías para salar sardina y atún en torno a las rías de El Ferrol, Ares y Betanzos, y en el eje Huelva-Ayamonte, siendo habitual que sus técnicas capitalistas, como la pesca de arrastre por parejas, conocida como al "bou" , diera lugar a tensiones con pescadores que seguían utilizando métodos tradicionales o "de cerco", de una rentabilidad muy inferior. Carlos Martínez Shaw y Roberto Fernández han estimado que la población dedicada a la pesca a mediados del siglo XVIII, estaría en torno a los 25.000 hombres .
La política agraria de los gobiernos ilustrados
Como hemos tenido ocasión de comprobar, la realidad de la agricultura española, base económica del Estado, pese a su diversidad, había logrado potenciar modestamente su capacidad productiva gracia a la extensión de la superficie cultivada durante la primera mitad de siglo. Pero en los años sesenta, los síntomas de un decaimiento de la agricultura se dejaron sentir por doquier, aunque con distinta intensidad.
En la España Atlántica, la expansión del espacio cultivado era problemática, ya que se corría el riesgo de romper el equilibrio agrícola-pecuario, imprescindible para lograr los fertilizantes orgánicos necesarios, y la atomización de la propiedad, con explotaciones medias de 1´5 Has. en el litoral gallego, era un factor añadido de regresión.
En la España interior, la ampliación de la superficie cultivada había alcanzado el máximo de sus posibilidades al iniciarse en 1759 el reinado de Carlos III, y la alta mortalidad detectada a partir de 1762 era un síntoma de la quiebra coyuntural que afectaba al campo, y que tuvo en los motines de subsistencia de 1766 su manifestación más espectacular.
La más dinámica España mediterránea tampoco está exenta de problemas en los años centrales del siglo, como lo prueba el alza de precios del cereal y un descenso de los salarios agrícolas, resultado de los rendimientos decrecientes que afectan ya a esta agricultura periférica y a una situación de sobrepoblación relativa. Sin embargo, su situación marítima atenúa la crisis, al posibilitar la importación de grano, y estimula la diversificación de los cultivos, síntoma inequívoco de modernización agrícola.
Estas dificultades de mediados de siglo, y la convicción generalizada entre los pensadores y gobernantes de que la causa de todos los males económicos de España provenía del atraso en que se hallaba la agricultura, y que ésta situación generaba peligrosas tensiones sociales, afectando negativamente al propio potencial de la monarquía y al orden social vigente, pusieron en marcha planes de reforma que, en muchos casos, sólo alcanzaron sus primeras fases, sin llegar a actuaciones concretas, y que en otros sí que dieron lugar a disposiciones legislativas y a realizaciones de diverso fuste, entre las que sobresalieron las obras de regadío en Aragón y Levante, y las mejoras puntuales en la red viaria para facilitar el transporte de productos agrarios, como la apertura del camino de Reinosa que permitía la salida por el puerto de Santander de las lanas y harinas castellanas.
El principal proyecto reformista del siglo fue el "Expediente de la Ley Agraria", iniciado tras los motines de 1766, y que pretendía diagnosticar los males de la agricultura española para darles posterior remedio. Para cumplir ese objetivo se recopiló una gran cantidad de información procedente de la corona de Castilla, pues se consideraba que la situación de la corona de Aragón no era tan preocupante. Según Margarita Ortega se recabaron informes sobre los aspectos considerados más negativos de la realidad rural castellana: la utilización de la propiedad amortizada, tanto de mayorazgos como de "manos muertas"; el reparto de los comunales y baldíos; los contratos agrarios; y los conflictos con la ganadería. La información mostraba el elevado grado de conflictividad existente en el seno de la sociedad rural, y señalaba atinadamente cuáles eran sus males, pero atajarlos suponía cuestionar el orden social imperante, y el "Expediente" no culminó el Ley Agraria . En 1771, un resumen de la gran cantidad de información recopilada fue impreso con el título "Memorial Ajustado para una Ley Agraria", utilizado por Jovellanos en 1794 para su famoso "Informe en el expediente de Ley Agraria" , en el que el ilustrado gijonés defendía una doble vía para restablecer la agricultura: permitir el acceso a la propiedad, creando una amplia capa de propietarios medios, y acabar con la amortización de la propiedad "por ser contraria a la economía civil", opciones que requerían un nuevo marco socio-político y que, en consecuencia, fueron heredadas por nuestros liberales del siglo XIX.
Si bien la Ley Agraria proyectada nunca vio la luz, sí lo hicieron diversas disposiciones cuyo objeto era liberar el mercado interior de granos, retocar los sistemas de propiedad y de posesión de la tierra, y reducir los efectos de la ganadería trashumante sobre los cultivos.
La primera de estas medidas fue la abolición de la tasa que regulaba el precio del trigo en 1765, una decisión controvertida pues el mercado de grano había estado siempre regulado por una legislación paternalista que impedía que en épocas de escasez el precio superara la barrera impuesta por la tasa. Frente a esta opción intervencionista en toda Europa se abría camino la opción liberalizadora de quienes confiaban en que el libre comercio y los precios no intervenidos estimularían la producción, ajustarían el mercado y evitarían los sobresaltos que se vivían en épocas de mala cosecha. Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, era partidario de las tesis liberalizadoras. La pésima cosecha de 1763 y sus efectos negativos en Castilla le llevó a proponer la abolición de la tasa. La hipótesis de Campomanes se basaba en su convicción de que la liberalización estabilizaría los precios, pues en los años de buena cosecha las abundantes compras que haría los comerciantes y el recurso a la exportación impedirían un fuerte descenso del precio, mientras que en los años de escasez, la subida del precio quedaría mitigada por la reventa del grano almacenado y por la importación. La idea de que el "buen precio" fomentaría la producción no tuvo los efectos esperados ni a corto ni a largo plazo. A corto plazo, porque la mala cosecha de 1765 disparó los precios dando lugar a los motines de subsistencia de 1766; a largo plazo, porque la estructura de la agricultura española no permitió que los excedentes sobre el consumo fueran relevantes, beneficiando más a los rentistas que a los productores directos .
La legislación para la reforma de la propiedad fue muy tímida, teniendo en cuenta la elevada concentración de propiedad amortizada y colectiva -- los 2/3 de la tierra en Castilla -- y su incidencia negativa en el nivel productivo. La propiedad nobiliaria era muy importante en la mitad sur de España, con porcentajes en torno al 70 % de la superficie en sus manos en Sevilla o La Mancha, y del 50 % en Extremadura. Algo menor era la propiedad eclesiástica, pero sus tierras eran de mayor calidad y mejor aprovechadas. Las tierras de propiedad colectiva, formada por baldíos, comunales y propios, suponían, según Richard Herr, "la porción más importante del territorio español vinculado" . Mientras que los baldíos, o tierras realengas, eran de titularidad real, las comunales eran tierras propiedad del municipio de uso común por los vecinos, y las de propios eran tierras, también municipales, que se cedían en arriendo, y cuyas rentas pasaban a formar parte de los ingresos de la hacienda local.
El trato recibido por la legislación reformista fue muy distinto en cada caso. La propiedad nobiliaria no sufrió modificación alguna, mientras que la eclesiástica sólo se vio afectada en 1767 en lo concerniente a las propiedades de la Compañía de Jesús, que fueron confiscadas, y en 1798 en la llamada "Desamortización de Godoy" , cuando Roma cedió un 10 % de los bienes de fundaciones administradas por la Iglesia para salvar la pésima situación de la Hacienda de Carlos IV. Sí se actuó con mayor decisión sobre la propiedad colectiva, ya que no afectaba los intereses de los estamentos privilegiados: se cedieron baldíos para el asentamiento de colonos en las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena; se repartieron tierras concejiles para que accedieran a la propiedad a labriegos y jornaleros que carecían de ella; y se estimuló el reparto de las tierras de propios en arriendos perpetuos. En la práctica los efectos de esas medidas fueron limitadas. Felipa Sánchez Salazar ha mostrado el fracaso de los repartos por la resistencia de los poderosos, y por la falta de capitales que impedía a los jornaleros explotar adecuadamente sus lotes, mientras que los arriendos perpetuos de los propios fueron monopolizados por los elementos más poderosos de los pueblos.
Finalmente, la legislación agraria tendió a limitar los privilegios de la Mesta, cuyos intereses chocaban con los de los labradores, dando lugar a tensiones graves en Salamanca, Segovia, Andalucía occidental y, sobre todo, Extremadura. Entre 1779 y 1796, una serie de leyes beneficiaron a los labradores frente a los ganaderos trashumantes: se permitió cercar fincas, se posibilitó el cultivo en muchas dehesas extremeñas, y se suprimieron los alcaldes entregadores de la Mesta, cuyas competencias habían sido la salvaguardia de los privilegios del gran sindicato ganadero .
Los logros de la política agraria fueron modestos por la resistencia de los poderosos, y por la falta de voluntad de los gobernantes por cuestionar aspectos estructurales de la sociedad estamental. El balance general era, a fines del siglo XVIII, poco satisfactorio: la producción se hallaba estancada; no había surgido un número importante de labradores acomodados; ni se habían mitigado las tensiones sociales en el campo sino que, por el contrario, se agravaron éstas en muchos lugares, haciendo posible que la denominada "cuestión agraria" adquiriera la condición de protagonista privilegiado en la historia española de los siglos XIX y XX.

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